50 AÑOS

 50 AÑOS

RELATOS Y ANÉCDOTAS DE DICTADURA

PRÓLOGO

Han pasado cincuenta años desde el infausto día martes aquel, cuando fue bombardeada y arrasada la casa presidencial, aplastada la Constitución Política del Estado, silenciada la prensa, subyugados los tribunales y perseguida a muerte cualquier palabra o evento que deseara restaurar la libertad y la democracia institucional.

De todo ello se ha escrito mucho, tal vez más de la cuenta en algunos casos, aunque ante tamaño genocidio y bestialidad pareciese que nunca es “más de la cuenta” relatar lo ocurrido entre septiembre de 1973 y… ¿qué fecha establecer cual si ella fuese la que pone término a la dictadura y sus consecuencias? Lo siento, pero yo aún no logro encontrar esa inefable fecha, pues de un modo u otro sigo cargando el ajeno fardo de horrores de aquellos años.

Sin embargo, y pese a todo lo anterior, hemos querido extraer de esos fangosos recuerdos algunas anécdotas y relatos que no sólo hacen sonreír y entretenerse momentáneamente, sino también dibujan los perfiles de lo que fue una espantosa dictadura.

Aunque alguien pudiese no creerlo, es cierto, en esos diecisiete años de totalitarismo también hubo momentos diferentes, escapados de la saga de terror, gracias a lo cual hoy es posible recordarlos al cumplirse medio siglo de aquel fatídico martes once de septiembre de 1973.

En las líneas siguientes el lector encontrará anécdotas verídicas, auténticas, y algunos relatos basados en hechos reales, aunque por cierto modificados para tratar de tornarlos literariamente menos densos, más livianos y ágiles. No hay un orden establecido, he usado simplemente una caleidoscópica forma de presentarlos.

***

¿Dónde estabas y qué hacías el martes 11 de septiembre de 1973?

A las seis de la mañana de ese día, las rutas y avenidas que permitían el ingreso a Santiago estaban en manos de patrullas militares. Aparecieron por vez primera a la vista del público las ametralladoras “punto treinta”, emplazadas sobre trípodes metálicos, con sus cintos de balas gigantes colgando al suelo cual lenguas de vacunos asfixiados.

Mi amigo Oscar Valdés, periodista radicado en Valparaíso, me contaría después que durante la medianoche se observó el regreso de la Escuadra que había zarpado en la tarde del 09 de septiembre para unirse a los ejercicios de la UNITAS, que se realizarían mar afuera con buques norteamericanos.

Él se encontraba bebiendo una copa (que siempre era más de una) junto a otros colegas porteños frente a la Plaza Prat, cuando se enteraron del retorno de los barcos chilenos. El olfato profesional les indicó que algo significativo estaba ocurriendo, por lo que algunos de sus colegas se dirigieron con presta voluntad a ese lugar, dispuestos a “cazar” una noticia importante que, por cierto, sería primicia en las primeras transmisiones de sus respectivos medios.

Ellos fueron la noticia. No bien se aproximaron a las dependencias navales fueron detenidos, golpeados y encerrados en un galpón después de haber sido despojados de sus identificaciones y de sus ropas.

El “Golpe” había comenzado.

En Santiago, a las siete de la mañana, aproximadamente, aviones de la Fuerza Aérea sobrevolaron el valle del Maipo y lanzaron sus “rockets” contra las antenas de distintas radioemisoras, silenciándolas y causando alarma en la población.

A las ocho en punto, como de costumbre, salí de mi casa para dirigirme a pie a mi lugar de trabajo, el Ministerio de Tierras y Colonización que se ubicaba frente al Edificio UNCTAD en la Alameda (luego sería rebautizado por la dictadura con el nombre de Diego Portales). Caminé desaprensivamente por la avenida Portugal, pues no había escuchado la radio ni tenía información sobre los últimos acontecimientos.

Al pasar frente a la Posta Central noté movimiento inusual de vehículos de Carabineros, pero supuse que se trataba de algún nuevo atentado en calles capitalinas, algo demasiado repetitivo como para darle mayor importancia.

Dos obreros de la construcción, con cascos amarillos en sus cabezas, observaban el mismo acontecimiento y parecían prepararse para dejar la obra, ya que se mostraban nerviosos y con cierta prisa.

– ¿Y usted, gancho, pa’onde va? –me espetó uno de ellos.

– A mi pega, poh –respondí entre extrañado y divertido.

– “Más mejor” que se devuelva a su casa, jefe. La “custión” parece que está pesada.

– ¿Qué está pasando? –pregunté, aún calmado.

– Chis…¿qué está pasando? Los milicos salieron a la calle y las radios están en cadena nacional. Dicen que empezó el golpe de estado.

Apuré el paso y llegué al Ministerio. Prácticamente no había nadie. El portero me franqueó la entrada y me encontré en el interior con cinco personas, cuál de ellas menos informada.

Encendimos una radio y escuchamos el Bando Número Uno que en ese instante los militares repetían para que el país se enterara que había llegado “el día de la liberación nacional”. Frente a nuestros ojos, los Carabineros que custodiaban el edificio de la UNCTAD (el “Diego Portales” y hoy ‘Gabriela Mistral’) habían desaparecido y por la Alameda no transitaba un maldito autobús.

Decidimos salir del Ministerio para dirigirnos a la Plaza Bulnes. Queríamos ser testigos de lo que suponíamos sería una nueva intentona golpista menor y fracasada, como la que sucedió el día 29 de junio con el “tanquetazo” que desarticulara el general Prats. Al llegar al lugar nos insertamos en el grupo de quinientas personas que miraban hacia el Palacio de La Moneda, dando las espaldas al Ministerio de Defensa cuyas puertas se encontraban cerradas, al igual que en la Casa de Gobierno donde podía olerse el ambiente de inquietud que debería estar desarrollándose en su interior.

Allende estaba allí. Los miembros del GAP, su guardia particular (“Grupo de Amigos Personales”), también.

Dos aviones “Hawker Hunter” pasaron sobre nuestras cabezas en vuelos rasantes, estremeciendo el aire y atemorizando a los curiosos. Desde algún lugar cercano alguien disparó al cielo una ráfaga de tiros. El grupo se deshizo en cientos de pies corriendo a ningún lado.

Desde la avenida Bulnes surgieron los primeros vehículos militares con sus armas apuntando al frente y los soldados vestidos con equipos de guerra. En sus brazos izquierdos llevaban brazaletes coloridos, y en sus rostros se reflejaba la tensión del momento.

Un oficial descendió desde su jeep e hizo uso de un megáfono. Se dirigía a nosotros.

– ¡¡Los civiles tienen un minuto para despejar la Plaza!! ¡¡Un minuto…que ha comenzado a correr!!

Hubo un murmullo general, pero nadie hizo movimientos para alejarse de allí. Por el contrario, un pequeño grupo de muchachones insultó al uniformado y se mofaron de él, tomándose los genitales con ambas manos.

– ¡¡Se cumplió el minuto!! –vociferó el oficial, bajando el brazo derecho.

Una ráfaga de disparos siguió a esa acción. Yo quedé tieso, pegado al suelo, con la boca abierta y sin atinar a nada. Uno de los muchachones, a quince metros de mi posición, fue golpeado por una bala en medio del estómago y cayó al pavimento después de haber girado sobre sus propios pies. Los disparos continuaron. Reaccioné y volví mis pasos hacia el oriente, corriendo como desalado, con mi cuerpo raspando los muros del Ministerio de Defensa, buscando la protección de las cornisas. Sentí gritos e interjecciones a mis espaldas. Corrí, corrí, corrí… sin detenerme a mirar lo que estaba ocurriendo, pues el sonido terrible de los fusiles me perseguía. Temí realmente por mi vida.

Llegué nuevamente hasta mi oficina, distante a nueve cuadras de Plaza Bulnes, e ingresé al edificio del Ministerio de Tierras y Colonización, acezando de temor y cansancio. De mis primeros cinco acompañantes, sólo dos continuaban junto a mí. El resto, seguramente, había optado por retirarse a sus hogares.

Pocos minutos después, algunos carros del ejército rodearon el Edificio Diego Portales y se apostaron frente a nuestras ventanas, mirando hacia la posición en que nos hallábamos. El miedo se instaló en mis testículos. Brasil volvía a mis retinas.

Hubo disparos a granel desde los edificios circundantes y los uniformados respondieron con nutrida artillería liviana. Nuevos elementos militares hicieron su irrupción y en pocos minutos la Alameda simulaba ser el patio interior de un regimiento preparando la Parada Militar. Camiones blindados, jeeps, tanques, obuses, ametralladoras… ese era el nuevo paisaje de la céntrica avenida.

Había que salir de allí antes que comenzara a producirse el ataque e invasión a todos los edificios del lugar. Propuse usar un mantel blanco como bandera y dejar el Ministerio. Mi idea fue aprobada, pero debería ser yo quien iniciara la caravana con el mantel en la mano.

Quince o veinte militares comandados por un teniente se aproximaron a nuestro edificio. Les explicamos que éramos funcionarios del Ministerio y que deseábamos retirarnos a nuestros hogares. Mostramos nuestras identificaciones. El oficial autorizó la salida y cada uno de nosotros se perdió del sitio con la presteza que las piernas permitieron.

De nuevo, la avenida Portugal y la Posta Central. Una vez más, el camino de regreso a casa. Con rápida y acelerada decisión, corriendo entre vehículos particulares que tocaban sus bocinas en señal de alegría. Algunos conductores portaban banderas chilenas y hacían con los dedos la “V” de la victoria. A la distancia, el tableteo de ametralladoras cortaba el ambiente. Estaba produciéndose un tiroteo en La Moneda.

Diez metros antes de llegar a la reja del antejardín de mi casa, un automóvil negro detuvo mi paso con fuertes bocinazos. Eran Goyo y Néstor, dos amigos universitarios, miembros de las Juventudes Socialistas. Venían con rostros desencajados. Gloria, la polola de Néstor (y hermana de Goyo), compañera mía de curso en la Escuela de Servicio Social de la Universidad de Chile, había salido muy temprano de su casa y no tenían idea dónde podía encontrarse en ese momento.

– En el campamento “Nueva La Habana” –les respondí con seguridad- Allí tenía que encontrarse hoy con su grupo de seminario de título.

El hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y tres veces también.  Les acompañé hasta el sector de Macul para guiarlos en el ingreso al campamento poblacional que era territorio del MIR. Lo hice con el credo en la boca, pues estaba seguro que nos toparíamos con patrullas militares y, quizás, con más de un enfrentamiento a tiros ya que conocía de cerca la disposición de los miristas, quienes durante cinco años habían estado preconizando la lucha armada como principal referente político.

Fue todo extraño. Raro y preocupante. Había enorme agitación dentro del campamento, pues muchas mujeres y niños deambulaban nerviosamente de un lado a otro, llevando sacos de arena y “miguelitos” –esos enormes clavos entrecruzados que se doblaban con alicates, dejando las puntas en posición casi vertical para destrozar neumáticos- que se esparcían por todos los callejones para detener una posible invasión militar.

Encontramos a Gloria en la mediagua que servía de “centro de informaciones”, confundida entre muchos varones que cubrían sus rostros con pañoletas rojinegras. Pude divisar algunos revólveres y pistolas. Más que preocupado, apuré la salida a bocinazos. Gloria subió al automóvil reclamando por nuestra cobardía. Ya lo dije; las mujeres son definitivamente más decididas que los hombres.

Al abandonar el campamento y girar de nuevo por Macul hacia el norte, topamos de cara con una larga hilera de camiones militares que se dirigían al “Nueva La Habana”. Nos habíamos librado de la batalla por escasos minutos. Semanas después, Gloria agradecería públicamente mis bocinazos.

Descendí del coche en Irarrázaval con Vicuña Mackenna y caminé las tres cuadras hasta mi calle Argomedo, soportando el hiriente festejo de algunos automovilistas que surcaban la avenida a gran velocidad, haciendo sonar sus bocinas y gritando improperios contra el desfalleciente gobierno socialista.

Pese a mis herejías, Dios acompañaba mis pasos, pues no bien entré a mi casa se produjo un intenso tiroteo en todo el barrio. La balacera duró más de quince minutos y terminó sólo cuando en los cielos aparecieron helicópteros del ejército disparando gruesas municiones contra las casas vecinas. Un significativo contingente militar cercó el barrio e inició el primer allanamiento que presenciaría en largos diecisiete años de dictadura. No alcanzaron a revisar mi hogar, donde mi madre quemaba en la chimenea toda mi amada biblioteca y algunas fotografías en las que acompañaba al Presidente Allende durante una visita que el mandatario hizo al Ministerio de Tierras y Colonización.

A mediodía, La Moneda fue atacada con “rocketazos” desde el aire, donde los “Hawker Hunter” de la FACH, que habían levantado vuelo desde Concepción, demostraron el enojo y la disposición que les animaba contra el gobierno del doctor Allende. Este, solo y rodeado por fuerzas hostiles, se suicidó con la misma metralleta que le había regalado Fidel Castro durante la visita que el mandatario cubano hizo al país a fines del año 1971.

El toque de queda fue impuesto a sangre y fuego a partir de las 14:00 horas, aproximadamente. Las calles se vaciaron. El silencio humano se transformó en dolor de almas y de oídos, dando paso al retumbar de disparos y al terror que inundaba nuestras vidas.

La televisión –en manos militares- mostró la primera conferencia de prensa de los golpistas. Pinochet, Merino, Leigh y Mendoza, los cuatro generales, hablaron al país con dureza y prometieron limpiar el territorio nacional de terroristas e insurgentes. Gustavo Leigh Guzmán, general de la Fuerza Aérea, fue más lejos, anunciando que lucharían contra el marxismo hasta las últimas consecuencias. Mi madre rompió en llanto.

La noche fue de horror y miedo en una interminable vigilia. Las casas estaban con sus luces apagadas por temor a ser baleados desde la calle por patrullas militares que disparaban a cualquier ventana iluminada ante el temor de ser atacadas por franco tiradores. Yo creo que en Santiago muy pocos lograron conciliar el sueño. Algunos amigos llamaban telefónicamente para comentar –quimérica ilusión de mentes desesperadas- que el ex general Carlos Prats marchaba hacia la capital desde Concepción, con un fuerte contingente militar, para enfrentarse a los cuatro golpistas. “Hay naves soviéticas y cubanas frente a Talcahuano”, me confidenció una compañera de universidad.

¿Naves cubanas? La embajada de Cuba estaba en ese instante rodeada por más de doscientos elementos militares y parecía que, de un momento a otro, se llevaría a efecto la toma de la legación diplomática.

En cuanto a las mentadas “naves soviéticas” estas huían mar afuera perseguidas por buques de la Armada nacional. Uno de esos barcos intentó oponer resistencia. Recibió varios impactos de artillería disparada desde una misilera y declinando el desigual combate optó por poner proa hacia aguas internacionales.

Sara de Witt, compañera de carrera en la universidad, me gritó a través del teléfono.

– Sal de tu casa, rápido. Están apresando a todos los alumnos de la carrera y los llevan al Estadio Nacional. Van a proceder a juicios sumarios para después fusilarlos en el Velódromo.

Al día siguiente, la televisión mostró los centenares de detenidos que la Junta Militar había concentrado en el Estadio Nacional. Una voz “en off” relataba las comodidades que tales reos políticos tenían en aquel lugar.

Recordé la historia. Algo similar aseguraban las SS de Hitler a la Cruz Roja Internacional al producirse la visita de los voluntarios a Auschwitz, Treblinka y Dachau.

Ese fue mi primer día en la larga existencia de la dictadura militar.

***

Una operadora telefónica muy despistada

07:30 horas. El turno nocturno estaba próximo a entregar las labores a quienes arribaban para iniciar el turno de la jornada diurna. Todo marchaba rutinariamente, sin novedades ni sobresaltos de ningún tipo.

Esa mañana del martes 11 de septiembre de 1973 jamás sería olvidada por quienes trabajaban -operadoras telefónicas, técnicos y oficinistas-   en la Compañía de Teléfonos de Chile, allí en la calle San Martín en Santiago.

Pamela llegó a la Compañía exactamente a las siete y media de la mañana. En el trayecto desde su hogar vio movimiento de vehículos militares y mucha gente que se agolpaba en algunas esquinas a la espera de Dios sabe qué. “Otra vez lo mismo”, pensó la hermosa jovencita, recordando lo que había acontecido el pasado 29 de junio con el fallido “tanquetazo” encabezado por el coronel Roberto Souper y la soldadesca del regimiento ‘Blindados’.

Sin embargo, ya dentro de su lugar de trabajo, observó que las siete operadoras telefónicas del turno nocturno seguían presentes, sumándose a las ocho colegas recién arribadas para la jornada diurna, Además, estaban también allí los técnicos y muchos oficinistas, pero lo que le preocupó fue encontrar un batallón del ejército ocupando toda la empresa.

Se les ordenó abandonar los puestos de trabajo y refugiarse en el sótano de la Compañía. Eran sesenta personas rodeadas por militares armados, encerradas en un sótano sin tener claridad de lo que realmente estaba ocurriendo, pues nadie -ni las jefaturas ni los oficiales del ejército- les informaron al respecto.

Casi al mediodía se conmovieron y asustaron con la noticia del momento (informada por los soldados). Un trabajador de la Compañía de Teléfonos se había escabullido logrando subir a los pisos superiores. Quería observar lo que podía estar acaeciendo en las cercanías. Asomó su cabeza por una de las ventanas que miraban hacia el sur oriente de la ciudad y recibió un certero balazo en su cráneo. Desde la cercana Torre Entel un franco tirador le confundió con uno de los soldados que habían copado esa mañana la Compañía Telefónica.

A las tres de la tarde los oficiales a cargo del batallón militar autorizaron la salida a quienes deseaban abandonar el lugar. Pamela fue la única mujer que aceptó la oferta, pese a que fue advertida claramente que quienes salían de allí no serían recibidos nuevamente, aunque se encontrasen en la calle en medio de tiroteos y riñas.  

“Estoy a dos cuadras de la Alameda -pensó la muchacha- tomo una micro y en menos de quince minutos estoy en mi casa”.

¡Vana ilusión! No había microbuses, no había ‘liebres’, no había taxis… y tampoco había gente. Santiago era un verdadero desierto de cemento. El sonido de disparos retumbaba por doquier, no muy cerca, pero tampoco lejos.

Caminó presurosa hacia el oriente. En Plaza Bulnes, frente a la ya destruida Moneda, y pasando ante las puertas del Ministerio de Defensa, un militar le gritó: ¿Qué hace aquí?, Corra, váyase rápido a su casa”. En la esquina de Santa Rosa un grupo de personas se encaminaba hacia el sur. Pamela se unió a ellas buscando algo de seguridad en aquel montón.

Cien metros más y una patrulla de soldados a bordo de dos jeeps del ejército les detuvieron. Los hombres fueron obligados a permanecer de cara a la pared con las manos en alto tocando la muralla. Las mujeres, de espaldas a los muros, comenzaron a ser revisadas por los soldados; bolsillos, documentos, carteras…

Pamela era una chica de tan sólo 24 años de edad, verdaderamente bonita y dueña de un juvenil y hermoso cuerpo. 

  • Si quiere, yo la reviso a ella -farfulló uno de los muchachos que mantenía sus manos en alto contra la pared.

 La respuesta de los militares fue un duro culatazo del fusil a la altura de los riñones, y luego, otro culatazo más, esta vez sobre la cabeza. El joven cayó al suelo, inconsciente y manando sangre a la altura superior de la oreja.

Pamela recién entonces cayó en cuenta que lo de esta vez iba muy en serio, y que al parecer las fuerzas armadas habían dado finalmente el golpe de estado. Mantuvo silencio hasta que el oficial a cargo del grupo autorizó a todos marchar hacia sus hogares. El muchacho golpeado fue mantenido en el lugar en calidad de ‘prisionero’.

Nuestra joven amiga reinició la marcha por avenida Santa Rosa ingresando hacia el sur por calle Marcoleta. Al llegar a la avenida Portugal, otra patrulla, con mayor número de soldados y vehículos que la anterior, e incluso con un jeep premunido de una ametralladora ‘Punto 30’, volvió a detenerla. Esta vez Pamela iba sola, sin nadie más que le acompañara.

Al ver tantos soldados, armados, nerviosos y con las caras pintadas, sintió pavor. Comenzó a temblar y comprendió recién cuán torpe había sido su decisión de abandonar la seguridad de la Compañía de Teléfonos.

Para su fortuna, el teniente a cargo de esa voluminosa patrulla militar era Patricio, el Pato, primo de su pololo, a quien conocía y con el que varias veces había disfrutado de su compañía en cenas y bailes en el pasado reciente.

  • Patricio, qué bueno encontrarte -dijo ella, sintiendo que la tranquilidad retornaba a su espíritu.
  • La cara de “upelienta” se te nota a cien metros -gritó a viva voz el teniente. Matamos a tu presidente, ¿lo sabías?  Lo matamos hace dos horas, y ahora buscamos a todos los ‘upelientos’ que lo apoyaban
  • Ya, poh, Pato…no digas eso, ayúdame a llegar a mi casa por favor -gimió la joven.
  • OK, pero vete por Santa Victoria hacia la cordillera. Es más seguro para ti.

El teniente dio la orden de dejarla libre, y Pamela se unió a dos jóvenes funcionarios de la Tesorería General de la República que caminarían también hacia la avenida Vicuña Mackenna. 

Sin embargo, al llegar a calle Santa Victoria donde se hallaba la comisaría de carabineros del Grupo Móvil, se paralizaron  al ser recibidos con una seguidilla de disparos que franco tiradores  ubicados en la torre de una iglesia cercana efectuaban contra el establecimiento policial.

Desde el interior de la comisaría los policías respondían el ataque. La balacera era infernal. Un carabinero vio al trío de civiles y les gritó que huyeran, que corrieran pegados a las murallas y se alejaran pronto de aquel sitio.

En la esquina próxima, Pamela abandonó a los funcionarios de la Tesorería desviándose hacia el oriente por la calle Argomedo, mientras resonaban disparos y vuelos de helicóptero.

Faltando diez minutos para las seis de la tarde, hora en la que comenzaba el tétrico toque de queda, ella ingresó por fin a la seguridad de su hogar.

***

Una historia menor, tal vez un incidente sin importancia para muchos lectores

Está en el pasado… en mi pasado, por ello ya no importa ni interesa a las generaciones actuales…pero ocurrió y a mí me importa. Me importó en su momento y me sigue importando.

Los nombres de las personas que aparecen en esta nota pueden buscarlos en Google para certificar que sí existieron. Pero, a ella, a Norma…no la encontrarán en Google, ni tampoco en los archivos de Carabineros o de la PDI. Tal vez (y sólo quizás) podrían hallarla en viejas anotaciones de los criminales de la DINA. Pero, no me atrevo a asegurarlo, pues para asesinos oficiales y copuchentos de ocasión, lo de Norma fue sin duda sólo eso, un incidente.

Ocurrió en 1973, pero la historia comienza antes…allá por 1967, en la inolvidable zona de calle Argomedo, entre Vicuña Mackenna y San Camilo, o Fray Camilo Henríquez, como muestran las señaléticas de tránsito hoy día, impuestas tal vez por el impoluto (¿?) FONDART cuando estableció sus academicistas y democráticos reales en esa histórica, pecaminosa y entretenida calle.

Mis amigos y yo pertenecíamos al barrio, por lo tanto, nos conocían…y me aventuro en asegurar que en aquel ambiente también se nos respetaba, ya que la mayoría de los componentes de ese grupo juvenil éramos alumnos universitarios, pero universitarios en una época cuando en Santiago existían solamente tres casas de estudios superiores (la ‘U’, la UC y la UTE) e ingresar a uno de esos planteles significaba ser admirado, respetado y bien considerado por todos los vecinos…incluyendo las ‘niñas’, maricones, cafiches y cabronas de los burdeles de San Camilo.

Debo aclarar que en la cuadra del 500 de esa pecaminosa vía llamada San Camilo, un burdel ‘la llevaba’ (como dicen hoy los jóvenes). Se trataba de la casa’e putas del Chico Lucho. Por lejos, el prostíbulo más visitado y de mejor ‘renombre’ en el ambiente de aquel barrio donde había mucho para ‘vitrinear’ y mucho más aun para beber, jugar pool, bailar y tener sandunguera hasta el amanecer, ya que en la avenida 10 de Julio (a escasos 100 metros de allí), varios locales de comida y diversión mantenían sus puertas abiertas, e iluminados su frontis, como invitantes imanes para el sediento, el hambriento y el caliente, entre ellos, ‘El Chunchito”, “Las Cachás Grandes”, “El DaGino”, “Tiburón”, “El Fresia”, “El Suiza” e, incluso, el más elegante y caro de los moteles de aquellos días: “el Valdivia”.

El martes once de septiembre de 1973, todo cambió. El miedo se hizo dueño de calles, plazas y barrios, de almas y conciencias. Allanamientos de hogares en la oscuridad de la noche, golpizas, detenciones arbitrarias, torturas, desapariciones, olvido, silencio…era la obligada y temerosa tónica.

Muchos jóvenes universitarios decidimos dar pelea y luchar tempranamente contra el fascismo que comenzaba a entronizarse en la sociedad civil. En realidad, ni siquiera sospechábamos contra qué rival estábamos enfrentándonos. Muy luego lo descubrimos, y Norma fue sin duda una muestra de ello.

¿Norma?, ¿y quién era Norma? Trabajaba en el conocido y concurrido burdel de calle San Camilo, altura del 500…donde “el ‘chico’ Lucho”.   No era una de las putas favoritas de la clientela habitual (empleados públicos, trabajadores bancarios, obreros calificados, dependientes de tiendas comerciales, universitarios con poca plata, etc.), pero tenía ese ‘algo’ que la destacaba haciéndola ‘apetecible’ para quienes sabían distinguir entre lo excelente y lo mediocre.

Y nosotros, los del barrio, sabíamos cuál era la diferencia. Por ello, más que ‘clientes’, fuimos amigos. Tan amigos que hubo ocasiones en las que ni siquiera nos cobraba. Así de amigos éramos.

Y la tarde de aquel fatídico martes once de septiembre de 1973 lo confirmamos.

Óscar Orellana, Francisco Osorio y yo, compañeros de universidad y de profesión, amigos entrañables, izquierdistas y allendistas de verdad, de manos de un compañero dirigente  poblacional que debía asilarse rápidamente en una embajada ya que su nombre había sido mencionado en alguno de los bandos militares, recibimos un par de viejas pistolas de fabricación española (además de viejas y sucias, sin parque de municiones), las que deberíamos ‘fondear’ evitando las fatídicas inspecciones de militares y policías. ¿Dónde mierda esconderlas? En nuestros hogares por ningún motivo. ¿En alguna iglesia o templo?, tampoco, pues aún no había conocimiento ni certeza de cuán defensoras de la libertad y la democracia podían ser esas instituciones filosóficas.

El tiempo apremiaba; dieciséis horas de aquel fatídico martes, toque de queda ya en vigencia y balaceras por doquier en avenida Portugal, Diez de Julio y Vicuña Mackenna. Pronto los militares allanarían violentamente viviendas en calle Argomedo. ¿Dónde fondear esas dos pistolas antiguas y casi en desuso?

Con la rapidez que ameritaba la situación llegamos a la calle San Camilo, al burdel donde trabajaba y vivía nuestra amiga Norma. “¿En qué chucha de problema se han metido cabros huevones”? Las explicaciones respecto a democracia, soberanía popular, socialismo y libertad poco y nada valían en esos angustiantes momentos. “Ya, déjenme estos fierros aquí y vayan a esconderse en sus hogares…yo los quiero vivos, no muertos”. Y las dos pistolas españolas quedaron fondeadas en ese inolvidable burdel de calle San Camilo, altura del 500, entre Argomedo y Santa Isabel.

Mucha agua corrió bajo los puentes del Mapocho. Veinte años más tarde, recuperada la democracia, regresé a San Camilo altura del 500. No iba como cliente, sino como investigador amateur.

Un viejo conocido (casi anciano) –exportero y ‘campanillero’ del burdel del Chico Lucho en los 60 y70- me informó (con lágrimas en los ojos después de reconocerme) que Normita había entregado esas destartaladas armas a un buen amigo del burdel vecino, a un tal Pedro Lemebel, quien se encargaría de llevar esos añosos ‘fierros’ a una iglesia ubicada en el barrio Franklin. Normita murió el año 2000…Lemebel falleció el 2015…

Yo sigo vivo…para desgracia de muchos.

***

Seis universitarios futbolistas concentrados en conocido burdel

EN EL ROMÁNTICO Santiago de los años 60 y comienzos de los 70 la bohemia desenvolvía sus redes con absoluto dominio de las noches capitalinas. Lugares como el Mon Bijou, Bim Bam Bum, Picaresque, La Sirena, Lucifer, Tap Room, El Zeppelín, El Rosedal, El O’Higgins, Catacumbas 2000, La Víbora Azul, El Tronío, etc., se encargaban de atraer a los clientes como la miel a las moscas. Las noches de fin de semana eran, definitivamente, espléndidas…y muchos varones –en especial solteros- decidían terminarlas en lugares con jolgorio más desenfrenado.

En aquella época, la casa de mis padres se encontraba en las proximidades de la avenida Vicuña Mackenna, muy cerca de la actual calle Santa Isabel, por lo tanto, mis zonas de recorrido diario situábanse en los alrededores de esa inigualable esquina, especialmente en la fuente de soda “Munich” y en la multicancha del Centro Vasco (“Eutzko Etxea”) donde cada tarde grupos de empresarios y comerciantes bilbaínos bebían jerez jugando “Mus”.

Con los amigos del barrio acostumbrábamos desarrollar en la impecable multicancha de ese local -ocupado como dije por vascos nostálgicos de sus tierras- disputados partidos de baby fútbol en las noches, con iluminación, camarines y duchas con agua caliente. No nos cobraban un peso por ello; claro, en nuestro grupo participaba Javier Zulaika, hijo del concesionario del Eutzko Etxea, pero también estaban Ivo y  Tonko Tomicic (quienes en el futuro serían tíos de la conocida modelo Tonka Tomicic), Nibaldo Carreño (hermano de doña María, dirigente del Audax Italiano y dueña del restaurante ‘Munich’),   Tito Álvarez, Ricardo Diez, Valentín Bayó, Elías Pizarro, Leonardo Domínguez,   Guillermo Larrazábal, Teobaldo Brugnole, los mellizos Höehmann y, por supuesto, quien escribe estas líneas.

No obstante, lo que importaba en ese entonces eran las noches de sábado (o mejor dicho, las madrugadas de domingo) luego de haber disfrutado de uno de los dos shows de boite La Sirena (el de la 1:00 o el de las 3:00 de la madrugada), pues resultaba ser un verdadero rito asistir en tropel a la cuadra del 500 en calle San Camilo, precisamente a esos 100 metros ubicados entre Santa Isabel y Argomedo, para ‘cerrar la noche’ bailando con las muchachas y bebiendo cual esponjas el líquido que contenía la clásica ponchera que las‘misses’ servían a destajo (y cobraban como carajo).

Pertenecíamos al barrio, por lo tanto, nos conocían…y me aventuro en asegurar que en aquel ambiente también se nos respetaba, ya que la mayoría de los componentes del  grupo del Eutzko Etxea  éramos alumnos universitarios, pero universitarios en una época cuando en Santiago existían solamente tres casas de estudios superiores (la ‘U’, la UC y la UTE) e ingresar a uno de esos planteles significaba ser admirado, respetado y bien considerado por todos los vecinos…incluyendo las ‘niñas’, maricones, cafiches y cabronas de los burdeles de San Camilo.

Debo aclarar que en la cuadra del 500 de esa pecaminosa vía llamada San Camilo, un burdel ‘la llevaba’ (como dicen hoy los jóvenes). Se trataba de la cas’e putas del Chico Lucho. Por lejos, el prostíbulo más visitado y de mejor ‘renombre’ en el ambiente de aquel barrio donde había mucho para ‘vitrinear’ y mucho más aun para beber, jugar pool, bailar y sandunguear hasta el amanecer, ya que en la avenida 10 de Julio (a escasos 50 metros de allí), varios locales de comida y diversión mantenían sus puertas abiertas, e iluminados su frontis, como invitantes imanes para el sediento, el hambriento y el caliente, entre ellos, ‘El Chunchito”, “Las Cachás Grandes”, “El DaGino”, “Tiburón”, “El Fresia”, “El Suiza” e, incluso, el más elegante y caro de los moteles de aquellos días: “el Valdivia.

Un atardecer de primaveral domingo, Ivo Tomicic llegó a mi casa transmitiendo la propuesta que encendería nuestras juveniles luces. El barrio tenía un club deportivo, un equipo de fútbol, que lidiaba la punta de la tabla en feroz competencia amateur, la cual cada día martes contaba con una página completa en el diario que tenía más lectores en Chile: el ‘Clarín’. Se trataba del C.D. Unión Santa Isabel… donde uno de sus máximos dirigentes… ¡ya adivinaron!, ¿verdad?… era el afamado ‘Chico’ Lucho.

Juro ante la Biblia, el Corán, la Torah y el Popul Vuh, que hasta el día de hoy me ha sido imposible averiguar cómo se enteró el Chico Lucho de que nosotros éramos buenos ‘pa’la pelota’ y que, más allá de las bromas y la chimuchina, formábamos parte de las selecciones de fútbol en nuestras respectivas Facultades Universitarias (Filosofía y Educación, Economía, Ingeniería, Química y Farmacia, Derecho). Lo concreto es que ‘don Luchito’ –esmirriado y con ojos de puto viejo- pilló de casualidad a Ivo Tomicic dando vueltas por la cuadra del 500, y le endilgó la pregunta fatal. “¿Si ustedes (los del grupo del Eutzko Etxea) son del barrio, viven aquí y aquí la pasan bien, y además son excelentes futbolistas, por qué no ayudan a mi club –que es también el de ustedes, porque es el del barrio- para obtener el campeonato provincial?”

Y nuestro querido Ivo Tomicic mordió el anzuelo y se comprometió a conseguir el concurso de los ‘universitarios peloteros’. El segundo gil en picar, fui yo. Después cayó el resto…con más facilidad que el salmón barato (que pica hasta con hollejo de uva). Ahora entiendo el viejo refrán de los estibadores de Valparaíso: “díganle al tonto que tiene fuerza, y cargará solito el barco”.

En fin, mejor vayamos al meollo del asunto. Durante siete días domingo integramos –seis de nosotros- el equipo ‘A’ del Unión Santa Isabel en las canchas de la Séptima Zona en Santiago. Siete domingos, siete triunfos, siete días martes destacados en las páginas del ‘Clarín’. Y llegamos a la gran final…contra el C.D. Tropezón, la que se llevaría a efecto en una cancha-estadio de cuyo nombre no quiero acordarme porque, sencillamente, no me acuerdo; me parece que estaba cerca del viejo Gasómetro, allí donde el Colo-Colo de esos años mantenía sus campos de entrenamiento bajo la batuta de Andrés ‘Chuleta’ Prieto.

 La ‘gran final’ fue anunciada, voceada y magnificada por el diario ‘Clarín’ y la Radio Del Pacífico, conmocionó al ambiente futbolero santiaguino provocando un revuelo inaudito en las ‘huestes femeninas’ del burdel del Chico Lucho y en todo el barrio Argomedo/San Camilo/Santa Isabel. ¡¡Éramos la gran esperanza de los vecinos!!

Por cierto, en nuestras respectivas escuelas universitarias tratamos de pasar desapercibidos y ninguno de nosotros abrió la boca para relatar tamañas vicisitudes, aunque en mi particular caso muchos alumnos del Instituto Pedagógico descubrieron que yo era parte del equipo del Unión Santa Isabel…pero esos queridos compañeros, magníficos y solidarios, sellaron también sus labios.

La noche de la ‘concentración’

Habíamos llegado triunfantes a la final del torneo amateur … era posible entonces obtener el título de ‘campeones’ y pese a tener el 2º lugar asegurado, nuestro dirigente barrial, “Chico’ Lucho, exigió que el equipo, ese día sábado previo al partido definitorio, se concentrase en algún lugar donde nadie pudiera interrumpir el descanso de los guerreros jugadores.

El sitio escogido fue -¡cómo no!- el mismísimo  burdel que regentaba el Chico Lucho en la calle San Camilo, relativamente cerca de nuestros propios domicilios. Por cierto, ninguno de los ‘futbolistas’ había tenido la mala idea de contarles a sus padres la actividad que iban a realizar ese sábado, ya que ello habría derivado en una escandalera y, además, en el ahogo de tan interesante final de campeonato. Ese fue, tal vez, nuestro segundo error.

Nos concentramos a mediodía del sábado. Tuvimos una cálida recepción encabezada por el mismo propietario del burdel junto a dos de sus ‘ayudantas’ favoritas, una de las cuales lucía tanto maquillaje que era posible pensar que se trataba de una artista circense o de alguien dedicado al magnífico teatro de los mimos. Demás está decir que el dueño del local –el ya mencionado Chico Lucho- esa noche cerró el ‘negocio’ colocando en la puerta de ingreso un cartel que daba cuenta de nuestra “concentración deportiva” para la gran final del campeonato de los barrios.

Obviamente, al atardecer –o al anochecer, para ser más preciso- se dejaron caer por allí los primeros periodistas, entusiasmados no por el partido de fútbol del domingo a media tarde, sino para indagar por qué estábamos allí, qué hacíamos para ‘matar el tiempo’ (o la gallina, como publicó el deslenguado diario ‘Clarín’ el día domingo, el día mismo del partido final), con qué mujeres estábamos durmiendo, cuánto trago bebíamos, etcétera, etcétera. Las aprensiones y suposiciones periodísticas aumentaron al momento de la llegada –imprevista, por cierto- de un muy buen amigo de Elías Pizarro y de quien escribe estas líneas. Se trataba del entonces afamado cantante Marco Aurelio, quien dijo que “iba de pasadita sólo a saludarnos”, pues debía presentarse a su actuación en boite La Sirena, en ambos shows, esa misma noche.

– ¿Vas a ir a vernos jugar mañana? –le pregunté.

– Mañana estaré en el Hipódromo y luego en el Club Hípico…corren dos de mis caballos –respondió con premura al despedirse en la puerta principal mientras los periodistas luchaban con el energúmeno que impedía el ingreso de “no invitados” esa noche a la cas’e putas.

¿Y qué ocurría al interior del burdel? Las ‘chiquillas’ se esmeraban en atendernos bajo la batuta del mismo Chico Lucho que no nos abandonó un solo instante. El más entusiasmado era nuestro DT (entrenador), don Misael, un muy buen hombre, trabajador municipal, obrero del aseo y los jardines, el que me parece jamás había visto tanta carne frente a sus ojos en toda su existencia… y me refiero a la carne asada y a la ‘otra’, pues don ‘Misa’ desapareció de escena antes de la medianoche, y a ninguno de nosotros nos cupo duda de que dormiría poco y nada, ya que la Jenny le acompañó gustosamente a ponerse el pijama y comprobar la tibieza del lecho.

A esa misma hora, medianoche, desaparecieron los periodistas… y al interior del resguardado burdel se soltaron las amarras. La letanía de una monocorde y lánguida estadía durante la interminable tarde de aquel sábado, al llegar la hora de la Cenicienta se transformó en jolgorio, bailongo y otras yerbas.  No estoy autorizado –aún- para dar nombres, pero sí puedo contar que en aquel saloncito de la luz tenue y los sillones manchados, observé el mayor contorsionismo sexual que he presenciado en mi azarosa vida. ¡¡Diablos!!, descubrí entonces que nuestro arquero, goalkeeper, golero, portero, meta o guardavallas, era realmente el hombre goma.

A las dos de la madrugada –para variar- aparecieron los ‘tiras’. O los detectives, si alguien no entendió. Solicitaron los documentos de identidad de todos y cada uno de nosotros. En aquellos tiempos la mayoría de edad se lograba al cumplir los 21 años. Tres de de los seis universitarios presentes no tenían aún esa cantidad de calendarios en el cuerpo. ¡¡Problemas!!

– ¿Dónde está el encargado responsable de este equipo, el entrenador? –preguntó a viva voz el ‘tira’ que oficiaba de jefe de la patrulla, mientras las putas se encogían en los rincones del burdel como babosas cubiertas de sal, y el Chico Lucho conversaba tímidamente en voz baja con otro de los detectives, un tipo joven, en el saloncito aledaño.

La Dorothy fue a buscar a don Misael y logró sacarlo de su dulce estar junto a la Jenny. Nuestro DT apareció con el cabello revuelto y una cara de felicidad y sorpresa que prefiero no describir. Se deshizo en explicaciones ante el ‘tira’ mayor, a la vez que yo –prepotente como siempre- exigía a los detectives mostrar sus credenciales. Me da incluso vergüenza decirlo, pero el asunto se aquietó cuando otro ‘tira’, de edad indefinida, se enteró por boca de Tonko Tomicic que mi tío Rafael Mera era el Presidente de la Corte de Apelaciones de Valparaíso. Una secuela de murmullos al oído, de policía en policía, puso fin a la visita. Los ‘tiras’ se marcharon y todo volvió a la calma.

Bueno, a la calma, calma, no. La música de boleros y cumbias regresó al saloncito a la vez que el mariconcete que estaba encargado de la cocina y decía llamarse Smith (se creía gringo el tipo) acarreaba bandejas con sándwiches de jamón-queso y jarros con borgoña. Mareados, sudados y enfermos ya de tanta sandunga, baile y cánticos a coro, los ‘deportistas’ nos fuimos a la cama cuando el reloj marcaba las cuatro de la madrugada.

Seis horas más tarde, las ‘niñas’ nos despertaron ofreciéndonos ducha con agua caliente y desayuno. Juro y rejuro que no tengo la más remota idea de lo que ocurrió entre las cuatro de la mañana y la hora del despertar, pues sólo sé que junto a mí, cuando abrí los soñolientos ojos, descubrí que descansaba el cuerpo desnudo de la Natalie, y ‘Tommy’, el gato regalón de las chiquillas, encorvado como un ovillo a los pies del desordenado lecho.

A las tres de la tarde de aquel domingo, una fila de zombis –equipados con camisetas blancas cruzadas por una franja horizontal azul- deambulaba, desde la micro Av. Matta que el club contrató para nuestro transporte, hacia los camarines del estadio donde más de mil fanáticos alentaban a los equipos que disputarían la final, ora nosotros, ora el Tropezón Fútbol Club.

Cuento corto y al hueso. Tropezón triunfó sin apelación. Convirtieron esos diablos los dos goles que les dieron la copa, mientras nosotros jamás pudimos siquiera poner en reales apuros al golero adversario. ¡¡Saludos al legítimo campeón, Tropezón Fútbol Club!

Una semana después, junto a los hermanos Tomicic y Nibaldo Carreño, me topé en boite La Sirena con Marco Aurelio poco antes de iniciarse el show de la una de la madrugada. El genial cantante nos abrazó a la vez que lanzaba duras críticas a nuestras escasas capacidades de machos carreteros. “Un verdadero deportista es capaz de bailar toda la noche, beber cinco litros de borgoña, comerse un pollo asado, hacerle el amor a una hembra ardorosa, y después, en la tarde siguiente, ganar una final de fútbol”, nos dijo, con voz de profeta.

Estaba más que claro. No éramos realmente deportistas ni tampoco éramos –para el concepto de aquellos años- suficientemente ‘machos duros’. Solamente éramos, simple y claro, buenos muchachos, universitarios, gozadores de la vida, inofensivos… pero muy pronto –antes de lo supuesto y de lo deseado- dejaríamos de serlo.

*** Luego del golpe de estado de 1973 perdimos contacto entre nosotros. Nunca supe qué ocurrió con el Chico Lucho. Los antiguos burdeles de la cuadra del 500 de San Camilo han desaparecido, al igual que La Sirena, el Zeppelín y las Catacumbas 2000. Mis compañeros de ese equipo del Unión Santa Isabel siguen, casi todos, vivos y en buen estado de conservación, excepto Ivo Tomicic, Nibaldo Carreño y Guillermo Larrazábal, quienes fallecieron hace varios años. Algunos viven hoy en el extranjero (Elías, Tonko, Manolo, Sergio), otros se han retirado a sus cuarteles de invierno (los hermanos Hoemann, Tito, Paul). Y yo, bueno, yo… sigo dando pelea.

***

11 de mayo 1983 comienza la caída de una dictadura en Chile

Augusto Pinochet no fue derribado con un lápiz y un papel (plebiscito de 1988), como dijera el expresidente Ricardo Lagos. Su caída obedeció a causas más complejas, duras y masivas. Este relato hace un aporte dando a conocer lo que ocurrió ese histórico 11 de mayo de 1983

El asesinato del conocido dirigente sindical Tucapel Jiménez (25 de febrero 1982) no arredró a los sindicalistas, sino que les unió en la cruzada más fenomenal de esos tiempos. Luchando contra las persecuciones, las golpizas, las torturas y los asesinatos, muchos dirigentes aunaron fuerzas y levantaron la voz. Yo era en ese entonces presidente del sindicato profesional de INACAP, miembro también de la CEPCH (Confederación de Empleados Particulares de Chile) en calidad de simple director.

Los partidos políticos estaban fuera de la ley, sin representatividad verdadera, escondidos bajo las mesas de sus casas o viviendo en el extranjero, presas del exilio. La única voz disidente en el país era la nuestra, y lo sabíamos.

Un incidente de extraordinaria repercusión se produjo en la principal Confederación sindical del país, la CTC –Confederación de Trabajadores del Cobre- cuando su recién electo presidente tuvo la mala ocurrencia de enviar a Fidel Castro un telegrama para felicitarle por un nuevo aniversario de la Revolución Cubana. ¡Ese dirigente fue sancionado y expulsado de su sindicato base! De esa manera, legalmente dejaba de inmediato el cargo de presidente de la CTC. Los milicos aplaudieron el hecho y se frotaron las manos. ¡¡Había una división ostensible al interior del sindicalismo chileno!!  Eso fue lo que se argumentó en La Moneda.

El Cobre debería elegir a un nuevo líder de su Confederación. Los representantes de los sindicatos de Chuquicamata, El Salvador, Potrerillos, Andina y El Teniente, se encerraron en las dependencias que la iglesia católica tiene aún en Punta de Tralca, cercana a la comuna-balneario El Tabo, para efectuar la Convención respectiva y elegir con voto directo al nuevo presidente.

Los comunistas concedieron a los democristianos su mejor derecho para proponer un nombre que permitiese la unidad sindical contra la dictadura. Era un asunto político después de todo, pese a que nosotros en CEPCH habíamos insistido a lo largo de Chile en la necesaria independencia del movimiento sindical si queríamos llegar a ser una fuerza respetable en el concierto nacional.

Los democristianos propusieron varios nombres, todos vetados por los comunistas. Ora porque se trataba de alguien muy cercano a la cúpula empresarial, ora porque ese nombre era querido entre los militares, ora porque ese otro nombre había tenido su oportunidad y la había desperdiciado, ora porque el nombre de acullá no era muy afable con los compañeros comunistas, etcétera.

Cuando las conversaciones se entramparon, los propios comunistas sugirieron un nombre. Rodolfo Seguel. ¡¡Imposible que la Democracia Cristiana no lo aceptara!! Cumplía con todas las exigencias para el cargo (según los comunistas, claro). Se trataba del joven presidente de un sindicato de empleados en El Teniente, un sindicato pequeño, pero sindicato a fin de cuentas.  No estaba “contaminado” ya que recién ingresaba a la vida organizacional. No odiaba a los comunistas ni le provocaba arcadas trabajar con los socialistas y, además, era demócrata cristiano… de partido, con carnet al día y cuotas pagadas.

Rodolfo Seguel fue elegido presidente de la mayor Confederación sindical del país. Carecía absolutamente de experiencia en esas delicadas materias pero, de la nada, así, de la tarde a la noche, su figura se alzó en medio de la debacle para dirigir las huestes trabajadoras en el momento más condenadamente peligroso vivido por Chile en los últimos años.

Entusiasmado hasta las lágrimas con su nombramiento, Seguel habló a los dirigentes reunidos en Punta de Tralca. Prometió que el Cobre paralizaría sus faenas para presionar al gobierno dictatorial y conseguir las mejoras salariales que los trabajadores mineros requerían con urgencia.

– Sí, compañeros –gritó a los cuatro vientos- El Cobre va a parar si el gobierno del dictador Pinochet no atiende nuestras demandas.

¡¡ El Paro… el Paro…el Paro corre igual… el pueblo hoy exige… un Paro nacional!!

El griterío de socialistas y comunistas atronó el salón. Buscaban un llamado a Paro Nacional. Seguel, confundido en su propia verborrea y maniatado por su inexperiencia, cedió a la presión fácilmente, sorprendiendo a su propio partido con la aceptación de las demandas izquierdistas que, después de todo, le habían llevado al sitial que ahora ocupaba. Además, por primera vez en su vida, enfrentaba a las hordas de reporteros y periodistas que hacían nata en Punta de Tralca.

– ¡¡Claro que sí, compañeros… el Cobre llama a todos los trabajadores del país, a todos los sindicatos, Federaciones y Confederaciones, a realizar el gran Paro Nacional el próximo mes de Mayo!!

Era el desastre total. Ninguna organización respetable estaba en condiciones de convocar con éxito a sus bases para tamaña decisión. Pero, por otra parte, no hacerlo significaba demostrarle al país que el sindicalismo carecía de fuerza y significación. Jaque mate. Gracias, compañero Seguel.

Las Protestas Sociales

Estábamos perdidos, el flamante recién electo líder de los trabajadores del cobre, en un rapto de apasionamiento e infantilismo, demostrando su carencia de manejo político-sindical, había llamado a realizar un PARO NACIONAL, frente a una dictadura violenta y poderosa que mantenía a los chilenos bajo la bota militar a su regalado gusto.

El gobierno profirió todas las amenazas posibles contra los instigadores de esa acción, considerada por La Moneda como “una demostración palpable de la influencia comunista en los desavisados dirigentes democristianos”, agregando que “por ningún motivo el gobierno va a permitir que se perturbe la paz social, además que no existen razones para protestar, ya que el país vive un estado de orden y tranquilidad que nadie desea interrumpir”.

Sin embargo, las persecuciones se incrementaron y muchos dirigentes resultaron apaleados y detenidos, mientras otros eran sacados a viva fuerza desde sus casas para ser torturados en los subterráneos que la CNI tenía en la avenida José Domingo Cañas o en la calle París.

Quien mayor desesperación manifestaba en ese instante era el partido demócrata cristiano, pues uno de los suyos había cometido la torpeza imperdonable de dejarse arrastrar por el griterío de los comunistas. Tampoco querían perder el liderazgo del cobre. ¿Qué hacer, entonces?

Volvieron sus miradas hacia otro de sus propios dirigentes sindicales, hacia un hombre que había sido formado en la Fundación Pierre Cardjan, es decir, por la mismísima Iglesia Católica, años antes. Ese hombre, dirigente sindical de extremada inteligencia y sagacidad, era Manuel Bustos Huerta, presidente del sindicato de la empresa textil “Sumar” y, a la vez, fundador y líder de un frente amplio de trabajadores llamado “Coordinadora Nacional Sindical” que era, precisamente, el segundo dolor de cabeza de Pinochet, después del Cobre.

Manuel Bustos debería ser quien orientara y guiara los pasos del novel Rodolfo Seguel. Pero este había llamado a una huelga nacional, y ni siquiera la habilidad de Bustos podría evitar el fracaso.

No obstante todas las señales enviadas por el país, Seguel insistía porfiadamente en la factibilidad de paralizarlo.

En la sede de la CTC, en pleno centro de Santiago, se efectuó la reunión de todos los presidentes de confederaciones y federaciones, entre ellas, la CEPCH, que acudió a la cita con tres representantes encabezados por Federico Mujica.

Allí se le demostró a Seguel que ni siquiera su propio sindicato de empleados estaba dispuesto a ir al Paro. Se le hizo escuchar la voz del secretario de esa pequeña organización que le hablaba telefónicamente desde Rancagua. “¿Estai huevón, Rodolfo? Aquí nadie va a parar… las condiciones pa’ eso no están maduras. Vai a dar la hora, flaco, y la prensa te va a cocinar en aceite hirviendo”.

Doce, quince llamados telefónicos convencieron a Seguel que su precipitada decisión en Punta de Tralca no contaba con apoyo alguno, a pesar que todos estaban convencidos que había necesidad de luchar contra la dictadura militar.

– Si me desdigo de mi llamado a Paro, estoy acabado –bramaba.

Federico Mujica conversaba con Eduardo Ríos (llamado “el Paco”) y conmigo, en un apartado rincón de esa asamblea, tratando de alivianar la pesada carga que llevábamos y cuyo volumen no éramos capaces de seguir soportando, pues la maquinaria propagandística del gobierno nos haría trizas esa misma noche en el canal nacional de televisión y en los periódicos del día siguiente.

Se nos acercó Hernol Flores, dirigente de ANEF, con una idea que me pareció excelente.

– Hay que sacar del aprieto a este “cabrito” (se refería a Seguel) –dijo perentorio, moviendo los bigotes en un gesto que ya era un tic nervioso- Vamos a convencerlo de retractarse del famoso Paro, pero le daremos una salida que no podrá declinar.

– En eso estamos todos –retrucó Mujica- Pero no se nos ocurre nada.

– La respuesta la dieron los jóvenes franceses el año 1968 –Hernol sonrió- Sin llamar a paros ni a huelgas, casi derribaron a De Gaulle con una revolución de eslóganes y protestas pacíficas. Propongamos en esta reunión llamar al país a una gran Protesta Nacional contra los bajos salarios, el exilio, las detenciones arbitrarias, la falta de libertad de prensa, en fin, contra todo lo que se nos ocurra. Tratemos que el movimiento no sea sólo de los trabajadores. Metamos a toda la comunidad. Llamemos a los estudiantes, a las dueñas de casa, a los pobladores. Que en realidad esto sea na-cio-nal.

Así nacieron las “Protestas Sociales Nacionales” del año 1983, que colocaron al país durante cuatro meses bajo los sacudones de tomas de calles, gritos, apagones, paros de locomoción colectiva y contragolpes que pusieron de cabeza a los secuaces del dictador; y a este, además, le mantuvieron volando en un helicóptero lejos de Santiago, atento a cualquier incidente mayor que le obligase a refugiarse en Isla de Pascua o en otro sitio más allá de nuestras fronteras.

Claro que nadie en el país entendió muy bien de qué se trataba aquello de “protestar”, pues la ciudadanía tenía experiencias en huelgas y paros, pero no en eso de manifestar desacuerdos pacíficamente. Los militares, como siempre, miraron el movimiento por sobre el hombro. Seguían pensando que si el adversario carecía de armas, la batalla estaba demás.

El día 11 de mayo de 1983 fue fijado como fecha para la realización de la “Primera Protesta Social Nacional”, nombre que causaba hilaridad en los civiles que trabajaban para Pinochet.

Nosotros, en la CEPCH, no nos reíamos ni con un sindicato de payasos actuando en conjunto, ya que tampoco sabíamos ni intuíamos la reacción del país.

El día de la protesta se inició con absoluta normalidad en todas las actividades. La locomoción colectiva funcionaba mejor que nunca, las universidades tenían sus aulas abiertas y con clases regulares, el comercio y las industrias trabajaban como si se tratara de un día cercano a la Navidad, mercados y ferias veían llenarse las callejas con dueñas de casa que realizaban compras con naturalidad, las avenidas contenían el mismo número de vehículos que era habitual.

La única disfunción estaba constituida por el gran número de Carabineros equipados como para ir a la guerra de las galaxias y que se encontraban agrupados tras carros blindados en las esquinas principales de la ciudad.

Algunos helicópteros sobrevolaban poblaciones marginales y barrios del sector sur.

La calma era absoluta, pese a que se sentía la tensión ambiental.

A las cuatro de la tarde, nos reunimos en la sede de CEPCH, en calle Teatinos, para analizar lo que suponíamos ya un gran fiasco. A esa hora, muchos santiaguinos comenzaban el regreso a casa después de una jornada rutinaria de trabajo. Habíamos fracasado y tendríamos que asumir las consecuencias. Yo era uno de los más criticados en esa reunión, ya que se me responsabilizaba por haber entregado argumentos historiográficos a Federico Mujica y a Hernol Flores sobre la “Revolución de Mayo” en el París del año 1968.

Pensé en renunciar a CEPCH y dedicar mis esfuerzos sólo a mi sindicato.

A las seis de la tarde recibimos la información de disturbios menores en Población “La Victoria” y en algunos sectores de Avenida Grecia, a pocas cuadras de Américo Vespucio.

En pocos minutos, las informaciones se multiplicaron y la fe regresó a nuestros espíritus. Los trabajadores, sabiamente, al igual que los estudiantes, pobladores y dueñas de casa, no habían querido arriesgar sus puestos de trabajo ni sus físicos en protestar frente a sus respectivas autoridades, y dándonos un ejemplo de habilidad, prefirieron llegar hasta sus casas y sus barrios para salir a las calles en grupos, tomarse las avenidas y comenzar, por fin, la primera protesta nacional contra Pinochet.

Encendimos el radio para escuchar las noticias que se producían en diversos puntos de la ciudad. La protesta comenzaba a extenderse con rapidez mientras más avanzaba la tarde y en algunos barrios la situación adquiría ribetes violentos. Un periodista de Radio Cooperativa envió un despacho en directo desde la Gran Avenida.

Con voz trémula comentaba la nerviosa sucesión de hechos acaecidos en aquel sitio. “La gente se ha volcado a las calles a partir de las cinco de la tarde para protestar contra el gobierno militar que encabeza el general Pinochet. Hay esquinas prácticamente “tomadas” por los manifestantes, quienes han encendido neumáticos e interrumpido el tránsito. En estos momentos se produce un “taco” vehicular de proporciones y ha habido algunos incidentes. El más importante se produjo hace quince minutos en el callejón Lo Ovalle, donde un grupo de diez o doce encapuchados atacaron a un carro policial con bombas “molotov” y armas de fuego, haciendo huir a los Carabineros del lugar. En estos instantes se produce el tronar de las cacerolas… es un estrépito fenomenal… escuchen, señores auditores, escuchen… las dueñas de casa están golpeando utensilios de cocina desde el interior de sus viviendas”.

Luego de algunos intercambios de ideas, nos dirigimos hacia Vicuña Mackenna para participar de lleno en la Protesta. Al atravesar la Alameda nos percatamos que la cosa iba a ser violenta. Grupos de jóvenes con las caras cubiertas por pañuelos o pasamontañas, apedreaban vehículos a gusto, destrozaban vidrieras de establecimientos comerciales, arrancaban de cuajo los escaños que embellecían la avenida y los lanzaban al medio de la calle, junto a neumáticos viejos (¿de dónde sacan esas cosas tan rápidamente?), apaleaban automóviles detenidos en el embotellamiento y gritaban consignas contra el gobierno.

Reconocieron a Federico Mujica y nos dejaron atravesar la Alameda, a la vez que nos aplaudían y alzaban las manos empuñadas, en el signo típico de los socialistas. Yo iba feliz, orgulloso, satisfecho.

En el trayecto hacia el paradero catorce de Vicuña Mackenna observamos situaciones similares a la que estaba ocurriendo en la Alameda, aunque ahora los jóvenes se encontraban más dispersos y atacaban a los coches a la distancia, huyendo prestamente hacia calles interiores.

En el paradero catorce, la situación era completamente distinta. Una turba de quinientas personas había interrumpido el tránsito de Américo Vespucio y de la propia Avenida Vicuña Mackenna con barricadas compuestas de fierros, madera, ramas de árboles, neumáticos, escaños y botes de basura.

Aparecieron los primeros carros policiales y la lucha, en vez de decaer, aumentó su violencia. Ángel Aliaga recomendó salir del sitio y buscar refugio en lugares más seguros, pues era cosa probable que pronto habría enfrentamientos más severos. Tenía razón. Comenzaron a actuar las bombas lacrimógenas y, de manera brutal, Carabineros disparó balines de goma. Hubo heridos, gritos y rabia confundida con el miedo. La sangre hervía en mis venas.

Los vehículos policiales retrocedieron por avenida Walker Martínez, pues un nuevo contingente de jóvenes había llegado al lugar. Eran los grupos organizados de la Villa O’Higgins que surgieron espontáneamente desde el poniente, en gran número y con una decisión plausible. Desgraciadamente, venían armados. Hubo algunos disparos y la turba se dispersó, buscando refugio en los edificios comerciales y en los callejones.

Nosotros decidimos salir del lugar y retirarnos hacia el centro, regresando a la sede de la CEPCH en calle Teatinos. Allí pasamos el resto de la jornada, hasta que al llegar la medianoche un llamado telefónico nos ordenó asistir al edificio de la ANEF, en plena Alameda. La energía eléctrica se había interrumpido y Santiago, a oscuras, era iluminado por las llamas de las fogatas y de las “molotov”.

Rodolfo Seguel estaba histérico de alegría. Su llamado a Protesta Social Nacional había sido todo un éxito. Un exitazo, en verdad. En la ANEF nos confundimos con las personas que estaban allí desde tempranas horas de la tarde y con los periodistas que procuraban opiniones de los actores principales.

Recuerdo que Manuel Bustos, con la cabeza gacha, dijo: “el gobierno va a responder con dureza compañeros, y hay que estar preparados”.

– ¿Dónde está Pinochet? –gritó alguien a todo pulmón, arrancando risas y aplausos.

– Arriba de un helicóptero, en las cercanías de Paine –respondió una periodista buenamoza.

Al día siguiente, el recuento de daños a la propiedad pública y privada fue catastrófico. No sólo Santiago había vivido una jornada violenta. También hubo disturbios serios en Valparaíso, Concepción y Punta Arenas. Algunas personas habían perdido la vida en los enfrentamientos y ello causó honda impresión en todos, incluso en La Moneda.

La CNI extendió sus alas negras y comenzó una secuencia de arrestos y golpizas que nos hizo mantener el estado de alerta general durante varios días.

Sin embargo, el gobierno persistía en su ostracismo y nos negaba el diálogo. “No hablaré con delincuentes”, dijo Pinochet en un discurso transmitido por cadena nacional. “El tal Comando Nacional de Trabajadores es una organización de hecho, con carácter delictual, obedece a motivaciones políticas y sus patrones están en el extranjero. Merecen el repudio de la ciudadanía y el gobierno se preocupará de mantener el orden y la ley a como dé lugar”.

Nuestra respuesta fue inmediata. Habría un llamado a efectuar la Segunda Protesta. Después de todo, el horno estaba tibiecito y los bollos podrían salir muy dorados y esponjosos. Días después, periodistas amigos (algunos de los cuales reporteaban rutinariamente en La Moneda) nos confidenciaron que Pinochet mostraba evidente temor y no se sentía seguro. Ese hombre tenía claro que había comenzado a deslizarse por el tobogán final… y los trabajadores organizados en sindicatos y federaciones fueron quienes le dieron el primer empujón.

***

Una gran y valiente mujer… Fanny Pollarolo

Con Rodolfo Seguel y Manuel Bustos encarcelados por orden de la dictadura, el Comando Nacional de Trabajadores, para la Tercera Protesta Social (12 de julio de 1983), quedó en manos de la CEPCH (Confederación de Empleados Particulares de Chile), con su presidente, Federico Mujica, a la cabeza, mientras yo participaba junto a él como uno de los directores CEPCH.

Realizamos histórica marcha por las calles céntricas, saliendo en caravana desde la sede de la Confederación de Trabajadores del Cobre, ubicada en las cercanías del Paseo Huérfanos. La idea era entregar una carta a Pinochet en La Moneda. En ella solicitábamos un reajuste salarial, el término del exilio y de la censura, la fijación de plazos claros para el retorno a la democracia y el derecho a mantener organizaciones de libre pensamiento.

Esa carta también tuvo su historia interna, y vaya qué historia.

Los dirigentes sindicales nos reunimos en una amplia asamblea con los representantes de los partidos políticos (que tenían prohibición de existir y actuar), de las organizaciones estudiantiles y de las poblacionales. Se nos unieron también las directivas de algunos colegios profesionales, como el de médicos y abogados.

La carta (en parte redactada por quien suscribe) fue leída por Mujica y aprobada por la mayoría de los asistentes, pero hubo un tipo que se opuso a firmarla. Era el representante del MAPU, un hombre joven, de luenga barba negra y pelo largo. Adujo que no firmaría nada que pudiera ratificar la oficialización de Pinochet como jefe de estado. Se produjo una batahola de discusiones, gritos y manoteos. Pregunté a Federico por aquel individuo. “Es un exiliado –me respondió- parece que regresó al país hace pocas semanas”.

Fu entonces que la doctora Fanny Pollarolo alzó su voz y pronunció un pequeño discursillo que debió tener mejor público, porque quienes estábamos ahí asumimos que ella hablaba a contra pelo, a “contra voluntad”, empujada oprobiosamente por las circunstancias vigentes, las que mostraban a un grupo de trabajadores organizando una parranda política que bien merecía haber contado con la presencia y aporte de los partidos populares. Doña Fanny habló y con ello se produjo el arrastre del resto de los políticos disidentes e incrédulos.

– “Las mujeres no podemos aún entender por qué hay hombres que gritan contra la dictadura pero que no hacen nada por terminarla, salvo hablar. Yo no he consultado a mi partido respecto de firmar o no la carta que el Comando de Trabajadores enviará a La Moneda, pero mi conciencia y mi compromiso son avales suficientes. Voy a firmar la carta ahora mismo, e invito a todos los compañeros de los otros partidos a sumarse”.

Nadie se atrevió a dejar en blanco el espacio reservado en la carta para su respectivo partido o movimiento. En desordenada fila, los representantes de las organizaciones políticas estampaban sus rúbricas a la vez que gritaban a los cuatro vientos que “el partido tanto, o el movimiento cuánto, compañeros, acaba de firmar”, mostrando sus caras a las cámaras de televisión y a las lentes de los fotógrafos.

Pero, no nos acompañaron en la marcha hacia La Moneda. El valor no les alcanzó para tanto despliegue de coherencia y consecuencia.  Así, los trabajadores salimos una vez más a las calles, con el pecho al frente y sin otras armas que nuestras conciencias y voluntades. Solamente Fanny Pollarolo estuvo junto a nosotros en esa marcha. Honor y gloria, querida Fanny…honor y gloria. Fuiste gran ejemplo de lucha.

Llegamos a La Moneda a mediodía, rodeados de fuerzas policiales. Recibimos aplausos y gritos de apoyo en el centro. En la Plaza de la Constitución, en cambio, nos esperaba el “guanaco”, el “zorrillo” y muchos lumazos. Mujica ingresó al palacio de gobierno acompañado de Hernol Flores y Jorge Millán. A la salida, carabineros detuvieron a Millán junto a otros cinco trabajadores. Se produjo un pugilato fenomenal. Los policías no se atrevieron a usar gases lacrimógenos frente a la casa de Toesca y eso les fue fatal. Nosotros superábamos las quinientas personas. Nos trenzamos a palos y puñetazos con ellos.  Para los fotógrafos y camarógrafos era una fiesta. Recibí un fuerte golpe en la esapalda, pero me desquité dándole un puntapié en la rodilla a un Carabinero.

Fuimos finalmente rodeados por los policías y Federico Mujica llegó a feliz acuerdo con el oficial a cargo de las fuerzas de orden. Nos retiramos del lugar y gastamos más de una hora en dar entrevistas a reporteros de la televisión argentina e italiana en la esquina de Agustinas con Morandé, a un costado del Banco Central. Después nos dirigimos hacia la comisaría cercana para sacar a Jorge Millán, tarea que fue rápida y exitosa, ya que bastó que Mujica firmara un documento en el que se garantizaba que Jorge se presentaría en el Juzgado de Policía Local de la Municipalidad de Santiago, para que la policía lo dejara en libertad.

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Los riesgos de publicar una novela en dictadura

Oscura experiencia vivida a causa de un inefable personaje, Alejandro Velasco (o Juan Carlos Moraga Duque), el falso socialista 

Corría el difícil año 1983. La dictadura apretaba la mano y sus gorilas asesinaban y apaleaban a placer. Los dirigentes sindicales se armaban de valor y buscaban refugio y apoyo solamente en sus pares y en un sector de la iglesia católica.

El año anterior, un día 25 de febrero, había sido asesinado brutal y cobardemente Tucapel Jiménez, presidente de la ANEF (Asociación Nacional de Empleados Fiscales). Los dictadores avisaban con ello que no permitirían siquiera un suspiro contrario a su gobierno totalitario y desquiciado. Pero el mundo sindical de entonces estaba lleno de valientes demócratas. Ellos decidieron unirse de manera férrea, y dieron origen al Comando Nacional de Trabajadores, encabezado por Rodolfo Seguel, asesorado por sus compañeros Federico Mujica (CEPCH) y Manuel Bustos (Coordinadora Nacional Sindical), con la presencia y participación de otros grandes, como Eduardo ‘paco’ Ríos, Hernol Flores, Jorge Millán, Arturo Martínez, Jorge Varela, Walter Antognini, y muchos más. ¡Honor y gloria para todos ellos!

Con pocas semanas de recorrido, el Comando Nacional de Trabajadores llamó a los chilenos a manifestarse contra la dictadura en una ya histórica jornada de “Protesta Social Nacional”. La lucha contra el régimen totalitario estaba declarada. Y es aquí donde comienza –tibiamente al inicio- esta historia de la novela publicada en plena época dictatorial.

En ese histórico ínterin apareció por las sedes sindicales un personaje extraño que decía llamarse Alejandro Velasco, pero se trataba realmente de Juan Carlos Moraga Duque. ‘Velasco’ era su ‘chapa’, y su interés (eso afirmó en aquel momento) estribaba en conseguir una especie de ‘abuenamiento’ con la directiva de un sindicato afiliado a CEPCH (Confederación de Empleados Particulares de Chile), con el cual mantenía ‘Velasco’ un pleito judicial por asuntos de deslindes entre la colonia de veraneo de ese sindicato y una propiedad de su padre, en el puerto de San Antonio. El proceso judicial fue finalmente favorable para el sindicato, pero eso no acoquinó a Moraga pues, después de todo, el asunto de los deslindes era sólo una fórmula para ‘entrar’ al mundo sindical que había alcanzado gran notoriedad e importancia luego de las “Protestas Sociales” de ese mismo año 1983.

Una tarde de viernes, al abandonar la sede sindical, fue “atrapado” por agentes de la CNI en plena calle Teatinos mediante un ostentoso operativo que detuvo el tránsito en esa vía mientras un helicóptero sobrevolaba el sector.

El gobierno de Pinochet solicitó cadena perpetua para el tal Velasco por haber ingresado clandestinamente al país.  Y Velasco ya no era Velasco, pues a partir de esa mediática y peliculesca detención decidió utilizar su nombre verdadero: Juan Carlos Moraga Duque. Fue defendido por uno de los abogados ‘estrellas’ de la época: el famoso ‘Tonguito’ Ovalle, un derechista liberal que era muy amigui del general Gustavo Leigh –en ese entonces autodeclarado (supuestamente) enemigo de Pinochet y de Manuel Contreras- quien le sacó de la cárcel luego de un cortísimo proceso judicial que fue profusamente informado por la prensa oficial de aquellos años.

Al regresar a la sede de la CEPCH, ¿Conoces a Joe Black? No, pero conocía a Gordon Moraga se presentó como un “socialista que había ingresado clandestinamente a Chile desde el exilio”. Dijo que su centro de operaciones políticas se encontraba en Alemania Oriental y en Italia donde, según afirmó, había trabajado asesorando a Bettino Craxi hasta poco tiempo antes de que este fuese elegido Primer Ministro del gobierno italiano. Manifestó que su interés principal era dar vida a un referente político que él bautizó como “Frente Socialista”, prolegómeno de lo que –se suponía- debería ser el renacimiento del viejo Partido Socialista que, al menos en Europa, se encontraba escindido en cien partes y fracciones, tales como ‘La Chispa’, ‘Los Suizos’, etc.

Aparece la novelita que nos interesa

En 1987 la CEPCH se mordía las manos sin poder ayudar a algunos sindicatos en sus penurias económicas. Fue entonces cuando desde el sindicato de INACAP surgió una idea loca, audaz, distinta. Ese sindicato escribiría y publicaría una novela que se vendería exclusivamente con un solo objetivo: recaudar dinero para ir en ayuda de algunos socios de esa misma asociación sindical que se encontraban en duros aprietos económicos.

El encargado de crear la trama, escribirla y transformarla en una historia ágil y entretenida fue, finalmente, quien redacta estas mismas líneas. Así nació la novela “Operación Almendra”.  Hoy parece increíble, pero ocurrió realmente. Casi 200 páginas fueron escritas tipeando dos centenares de esténciles, los que después fueron mimeografiados construyendo un libro, cuatrocientos libros en realidad. Una imprenta amiga del sindicato los armó y… ¡voilá!, surgieron centenares de ejemplares de la novela ‘Operación Almendra”… pero había una historia lúgubre en medio. Sigamos leyendo.

Cuando los borradores escritos a máquina estaban listos para que dos o tres socios del sindicato comenzaran a tipear los esténciles, Juan Carlos Moraga solicitó a la directiva del sindicato de INACAP (Instituto Nacional de Capacitación Profesional) ‘revisar’ esos borradores a objeto de validar ciertas fechas, personajes y lugares europeos que se mencionaban en ello, y además, muy pomposamente, ofreció editarla y publicarla con fondos propios. Un mes más tarde, Moraga continuaba con los borradores en sus manos y, más raro aún, había desaparecido del mapa.

Algunos dirigentes de otros sindicatos informaron que a Moraga Duque se le había visto acompañado por extraños personajes que pronto fueron individualizados como “jóvenes oficiales de la Armada en misiones civiles”, con los que Moraga arrendó e implementó un cuartucho en el segundo piso de un viejo inmueble ubicado en la avenida Ricardo Cumming, donde instaló una especie de mini-imprenta desde la cual fluían panfletos, librillos, volantes y similares.

Costó casi cuatro meses rescatarla, hubo de ser revisada para comprobar que no había sufrido alteraciones, y el autor tuvo que rescribir las páginas arrancadas del texto original perdido durante el tiempo que permaneció en manos de Moraga Duque. Eran las páginas en las cuales la trama de la novela caminó apresuradamente por ese domingo de septiembre de 1987 cuando el FPMR (Frente Patriótico Manuel Rodríguez) atentó contra Pinochet en las cercanías de San José de Maipo. ¿Por qué, cuál era razón de tan descabellado asunto (‘perder tres hojas’ de la novela), si Moraga sabía perfectamente que el autor no tendría problemas en rescribirlas? Eso lo supimos dos meses más tarde.

La novela finalmente fue publicada. En el lanzamiento oficial, lunes 12 de diciembre de 1988, el salón del sindicato de INACAP se abarrotó de gente. Los diarios ‘Últimas Noticias’ y ‘La Tercera’ estaban presentes en el evento. Esa tarde se vendió el 80% del stock disponible. Tres semanas después ya no quedaba ningún ejemplar de la novela.

El jueves 15 de diciembre de ese mismo año, ‘Las últimas Noticias’, en la página 31, publicó destacadamente una crítica literaria de ‘Operación Almendra’ efectuada por el periodista Rodolfo Gambetti. Para tranquilidad  de todos (del autor, del sindicato y de los ‘compradores’), Gambetti ‘aprobó’ la novela. En uno de los párrafos de la crónica, el periodista escribió:

<<Hay una línea de acción y suspenso. Cuidadoso en la selección de palabras, sin dejarse llevar por los fuegos de artificio del estilo, Arturo Muñoz crea atmósfera, da verosimilitud a sus escenas>>

Había nacido una novela, y con ella, un escritor amateur.

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¿Conoces a Joe Black? No, pero conocimos a la CNI

A finales del mes de septiembre de 1986, la CNI (Central Nacional de Informaciones) me envió una “cordial invitación” a conversar con el coronel R.L., Madrid en una de sus oficinas en la calle República. Asistir, era peligroso. No hacerlo era fatal.  ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué a mí?

Lo conversé con Federico Mujica en CEPCH (Confederación de Empleados Particulares de Chile). Su opinión no me tranquilizó en absoluto; al contrario, me tuvo en ascuas hasta el momento que concurrí a calle Teatinos, un jueves a las cuatro de la tarde. Esa había sido la hora propuesta por un coronel de la CNI para sostener una reunión cuyo tema yo desconocía.

Según Mujica, a la CNI y al coronel R.L. Madrid (que estaba pronto a dejar ese mando) les interesaba contar con información de primera mano sobre la tan publicitada OLD (Organización para la Libertad y la Democracia), que habíamos estructurado junto a Walter Antognini, Braulio Pacheco, Ángel Aliaga, Jorge Varela y Federico Mujica, como respuesta a las (según nosotros) desatinadas actuaciones del Comando de Trabajadores y de los partidos políticos tradicionales que habían entrampado el proceso de un pronto retorno a la institucionalidad democrática.

Nacimos en medio de la polémica, pues Manuel Bustos sintió que la OLD era una organización de fachada cuyo único objetivo consistía en arrebatarle a él y a Rodolfo Seguel el liderazgo laboral. Nada más lejos de la realidad. Sólo pretendíamos abrir un cauce nuevo, honesto y asertivo para la discusión necesaria en orden a proveer de argumentos válidos a la oposición en sus intentos por acordar con los militares plazos claros para la transición.

Manuel Bustos llevó el asunto a otros terrenos y tuvimos que salir en defensa de ataques erróneos e injustificados. Yo fui el vocero de la OLD, por lo que hube de trenzarme en ásperos diálogos con Bustos a través de la prensa, reafirmando nuestra vocación independentista en lo sindical. Hubo momentos que los periodistas nos procuraban con insistencia para publicar declaraciones que sacaban chispas. En una de ellas acusé a Manuel de ser un producto del sector democristiano que creía firmemente que los sindicatos eran correas de transmisión para sus intentos de acceder al poder.

Mientras, Jorge Varela, abogado, miembro de la OLD, era entrevistado en extenso por el periodista Daniel Galleguillos y la exclusiva fue publicada en el suplemento del diario “La Tercera” un día domingo.

Ardió Troya, y Santiago también. Varela tuvo respuestas brillantes que dejaron al desnudo la intromisión descarada e irrespetuosa de los partidos políticos en el mundo sindical, así como la torpeza e ingenuidad de algunos dirigentes de los trabajadores.

Según Federico Mujica, ese era el motivo que alimentaba el interés del militar de la CNI para conversar conmigo a tan extraña hora.

–    De acuerdo –insistí- Pero, ¿por qué yo? Bien podría haber sido Jorge, Walter o usted mismo.

– La culpa es mía –reconoció el presidente de CEPCH- Yo lo califiqué a usted como “la gran esperanza del sindicalismo chileno”.

– ¿Cuándo y dónde? –pregunté divertido.

– Hace dos semanas, en un Taller realizado en ILADES. Deben haber asistido algunos camuflados de la CNI.

No acudí solo a la cita con el coronel R.L. Madrid. Mi valentía no alcanzaba a tanto. Federico me acompañó, previamente a haberle comunicado al invitante respecto de su participación, agregándole que la reunión debería efectuarse, sí o sí, en la sede de CEPCH y a una hora prudente, 16:00 horas.  El coronel aceptó aun sabiendo que el día anterior habíamos informado de esa extraña invitación a las embajadas de Alemania, Francia y Suecia…por si acaso…

A las cuatro de la tarde de ese jueves tibio, nos encontramos con el oficial y dos extraños asistentes en la sede de CEPCH. Ingresamos a una pequeña oficina donde hicimos las presentaciones de rigor.

El coronel era un hombre más bien bajo, calvo, algo regordete, de mirada franca y sonrisa burlona. No vestía uniforme aquella tarde, y solicitó una taza de té, o de alguna hierba como menta o boldo. Al presentarnos a uno de sus asesores -un morocho de estampa gruesa y mirada huidiza- me miró fijamente y sonrió con ironía.

– ¿Lo reconoce? –me preguntó- Es el tipo que arranca uñas y corta bolas en nuestra Central.

– Prefiero recordarlo como el hombre que sirve café –respondí, luego de tragar saliva nerviosamente.

Mujica había estado en lo cierto. El coronel deseaba conocer a fondo los objetivos de la OLD y el porqué de mi disputa con Manuel Bustos. Entendí que el quid de todo aquello no era yo ni la nueva organización, sino Manuel. Sin mirar a Federico, barrunté que debíamos caminar con cautela en esa conversación. También concluí que nada iba a pasarme esa noche, al menos no en el cuartel central de la CNI, ya que R.L. Madrid también sabía que yo había informado a muchos otros sobre esa reunión. Hice de tripas corazón y saqué un valor que no conocía.

– Los problemas que tenemos con Bustos son públicos y notorios –dije con cierta tímida firmeza- La prensa los ha publicado en extenso. Es una lucha interna en el mundo sindical, que se ha salido de madre llegando a la opinión de la gente. Lamentable, pero es así.

– No son “esos” problemas los que me interesan –apuntó el militar, dando un tono de autoridad a su voz- mi mayor deseo es saber algo más sobre lo que Manuel Bustos está tramando, quién le apoya con dinero desde el extranjero, cuál es el próximo paso que pretende dar. Eso es lo relevante.

– Si yo lo supiera, coronel, hace mucho tiempo habría ganado la discusión que tengo con él –respondí.

– ¿No será que usted y los suyos están peleando también por un trozo de la torta que llega de Europa? Yo lo comprendo, amigo mío. Se trata de plata, dinero fácil y en buena cantidad.

– Si fuera por dinero, esta discrepancia con Manuel habría terminado. Un mal arreglo es mejor que un buen juicio, ¿no le parece, coronel?

– No, no me parece –insistió.

– Mire, no es el dinero lo que nos interesa en la OLD.

– No le creo –reiteró el militar con mordaz ironía.

– El día que necesitemos dinero, señor, nos venderemos al gobierno. Ahí no habría problemas.

– ¿Estaría dispuesto a trabajar para nosotros? Eso me pareció entender.

– Soy presidente del sindicato de INACAP –expliqué con rabia y susto- En mi organización hay socios de todas las tendencias políticas. Seguiré insistiendo hasta la saciedad que el sindicalismo no debe ser correa de transmisión de nadie. Ni de los partidos ni del gobierno de turno.

– ¿Y si el sindicalismo chileno no cumple con esas características, qué piensa hacer?

– Renunciar. Dejar este asunto y dedicarme a otra cosa.

– ¿A la política? –me miró burlón.

– A otra cosa. Jamás a la política.

– Usted podría llegar a ser un magnífico hombre público. Requeriría algo de pulido solamente. No eche a la basura sus cualidades ni defraude a mis analistas.

El cuerpo me picaba intensamente, avisándome que la incomodidad atacaba mi conciencia poniendo al desnudo aquellas posibles virtudes y muchos defectos que mi persona podía tener. Federico me miró de soslayo y esbozó una leve sonrisa, mientras limpiaba su pipa. Pensé que estaba también en el juego, que me había empujado a esa cita porque creía en mis capacidades políticas y no deseaba que se perdieran en las brumas del tiempo.

– ¡Sus analistas, coronel! ¿Podría saber exactamente qué han pensado ellos de este humilde y oscuro dirigente sindical? ¿Me acusan de algo? ¿Opinan que soy un tipo peligroso, un marxista disfrazado de ovejita rosada?

– Su novela, “Operación Almendra”, habla por usted –contestó secamente.

– Pero, esa novela no ha sido publicada todavía, y ni siquiera estoy seguro de poder hacerlo algún día –el miedo brasileño regresaba a mis huesos- ¿Cómo puede usted saber lo que digo en ella?

– Leyendo el borrador que guarda en el sindicato, aquí mismo, calle Teatinos 727 en el segundo piso bajo nuestros pies. Tan simple como eso. Eché de menos sus aventuras en Brasil, para qué se lo voy a negar.

Tragué saliva y estuve a punto de toser. Esos bellacos habían ingresado a la sede sindical a nuestras espaldas y fotografiaron los borradores. Estaban completamente enterados de mis andanzas por Sao Paulo, las que supuse desconocidas por todos. Mujica también se sintió sorprendido, pues movió su trasero nerviosamente y se llevó la pipa a la boca, pestañeando seguidamente, indicador claro de que deseaba intervenir en la conversación.

– No se preocupe, amigo –dijo el coronel, apaciguando el tono de voz- La novela la hemos leído y releído. Es un libro entretenido. Con algunas ficciones y muchas falacias, pero divertido y ameno. En sus páginas desnuda usted su condición de “cometa”.

– ¿Cometa?

– Una persona que viaja sola en el espacio político y tiene algo de brillo propio. Ojalá le vaya bien en su disputa con Bustos. El país se lo agradecerá. En esa tarea puede contar con nuestra simpatía.

Al salir de la CNI, ya en el taxi rumbo a mi casa, Federico emitió un juicio certero, según se comprobaría semanas más tarde.

– Madrid quería conocerlo, “tigre”. Acuérdese que los “milicos” lo van a meter en más de un problema muy pronto. Ellos ven en usted el instrumento que requieren para desarticular el Comando de Trabajadores.

– El Comando se suicidó hace más de dos meses –farfullé molesto- Además, no creo ser tan importante.

En resumen, la CNI quería saber cómo, a través de qué (y de quién) el autor de la novela ‘Operación Almendra’ se enteró de un hecho muy particular, del cual la prensa nada había informado de manera inmediata por órdenes estrictas de la DINACOS (Dirección Nacional de Comunicación Social) , ya que ese incidente dejaba en pésimo pie a Carabineros del retén de Las Vizcachas.

 “¿Cómo supo usted que tres de los fusileros del FPMR, que huían del lugar del atentado a mi general Pinochet, cruzaron a toda velocidad hacia Santiago por el sector acordonado por Carabineros en Las Vizcachas, usando una camioneta con sirenas y balizas idénticas a las usadas por nosotros en la Central?”.

Era cierto. Carabineros vio acercarse a velocidad rauda a ese vehículo y le abrió paso. Horas después se enterarían que se trataba de algunos ‘fusileros’ del Frente Patriótico Manuel Rodríguez, y que la prensa no lo había informado aún, obedeciendo estrictas órdenes de la DINACOS.

No entregué el nombre de quien me había ‘soplado’ ese incidente, nunca lo he mencionado y tampoco lo haré en este documento. Pero, tenía que responderle algo a Madrid, y recordé a Moraga Duque. El falso ’Velasco’ seguramente había filtrado a la CNI esas hojas arrancadas al borrador de la novela; de ello no tenía yo prueba alguna…pero tampoco tenía dudas.  

Simplemente, culpé a Juan Carlos Moraga…el coronel Madrid insistió, quería saber detalles de todo el asunto. Le conté entonces la “pérdida y secuestro” de la novela, e inventé ardorosamente un asunto falaz que dio resultado: Moraga Duque se había asustado ante la presencia de cuatro o cinco dirigentes sindicales en su local clandestino de Ricardo Cumming que iban con actitudes violentas dispuestos a recuperar los borradores, y les relató el asunto de las Vizcachas –cual secreto de máxima confidencialidad- para que el autor lo incorporara en la novela.

Falso de falsedad absoluta, pues ese incidente ya estaba en los borradores cuando Moraga se los agenció y secuestró. Lo bueno fue que Madrid mordió el anzuelo y quedó conforme. Dos horas duró esa reunión en la sede de la CEPCH en calle Teatinos. La habíamos iniciado a las cuatro de la tarde, y cerca de las 18:00 horas comenzaron a llegar socios de algunos sindicatos miembros de esa Confederación luego de terminada la jornada laboral, Madrid y sus dos acompañantes mostraron nerviosismo y dieron por terminada la reunión.

Lo primero que hice al día siguiente fue dar por terminada mi disputa pública con Manuel, negándome a recibir más periodistas y haciendo mutis por el foro cuando Bustos volvió a opinar sobre la OLD en el diario “Las Últimas Noticias”.

En reemplazo de la lucha sindical, dediqué mi tiempo y esfuerzo a obtener dinero para publicar “Operación Almendra”. El sindicato me apoyó y la novela salió a la luz pública con algo de revuelo casi dos años después, pero tuvo una crítica amable de los periodistas del área en los diarios “La Tercera” y “Las Últimas Noticias”. Las dos ediciones de la novelita se agotaron en menos de tres meses.

Nunca más vi al coronel Madrid, ni tampoco a Moraga Duque. Y de ‘Operación Almendra’ no queda ningún ejemplar disponible. Todos somos parte de la historia oculta de aquellos oscuros y duros años.

Historia oculta que, siendo sincero y sarcástico, a casi nadie interesa a estas alturas. 

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Noche de Motel

Ocurrió en Santiago durante mi soltería irresponsable. Si bien recuerdo, ello acaeció una lluviosa noche de sábado de 1975; agosto era el mes. La dictadura desplegaba sus alas sin contrapeso alguno, y los miedos a ser detenido, torturado y desaparecido eran tan reales como la nieve cordillerana.

Habíamos asistido al cine y luego a cenar en un restaurante cercano al cerro San Cristóbal. La cena fue con baile, y con algo de licor también.  No éramos precisamente novios, ni siquiera ‘pololos’ en serio, sólo amigos, pero durante el bailongo nos habíamos lanzado sutiles dardos cargados de ocultos deseos de rematar adecuadamente una noche de débil juerga en aquel aburridísimo Santiago del toque de queda. ¡El toque de queda! Era casi la medianoche y el desagradable toquecito aquel estaba por comenzar.

Miré a mi compañera con ojos chispeantes y en ese vistazo ella comprendió de inmediato mis intenciones. Acercó sus labios a mi oreja y en un susurro abrió la puerta a la felicidad. “Bueno, vamos, tú debes saber dónde”.

El fiel Fiat 600 nos trasladó raudo hasta un conocido motel ubicado en la calle Marín, próximo a la avenida Vicuña Mackenna.  Cuando ingresamos a nuestro cuarto, los relojes marcaban la medianoche.

A las dos de la mañana sonó estridente el teléfono que había en ese dormitorio. Desde la administración se nos solicitaba (a los varones), presentarse en el lobby del motel con nuestra cédula de identidad y la de nuestra acompañante. ¿Qué ocurría? “Una patrulla militar fiscalizaría la identidad de los pasajeros del motel”. ¿Fiscalizaría?, era un allanamiento con todas sus letras, pero nada se podía hacer en contrario.

En el lobby nos reunimos ocho varones bajo una luz tenue que otorgaba a la situación cierto aroma tenebroso. Esa escasa luminosidad terminó apenas los soldados ingresaron al saloncito. Todas las luces se encendieron y pudimos reconocernos en nuestra propia ira y vergüenza. Cuatro soldados con sus caras pintadas, ojos burlescos y armas en ristre, bajo el mando de un oficial cuarentón, se abrieron en abanico para rodearnos.

El oficial cuarentón, con voz estentórea, comenzó a leer los nombres que contenían las cédulas de identidad. Al ser nombrados, había que dar un paso al frente y responder con voz fuerte: “presente, señor”. Yo temía que al ver mi nombre, ese oficial recordara lo que a través de alguna prensa escrita y de ciertas radioemisoras yo había opinado y criticado, desde mi ámbito sindicalista, respecto del gobierno militar.

El cuarentón comenzó un discursillo con aroma a diatriba acusándonos de malos chilenos, de ser jaraneros, infieles con nuestras esposas (yo era soltero, pero pese a ello me indignó esa frase; tal vez mi acendrado espíritu solidario con los pasajeros presumiblemente casados cobró vigencia una vez más). El militar siguió con su perorata de cuartel: “ustedes son irresponsables con sus hijos y con su hogar, por tanto, ustedes son irresponsables con su patria… este gobierno militar pondrá atajo a tamañas desventuras que hieren el alma de nuestro amado Chile”.

Y casi sin respirar. dirigiéndose al administrador del motel que estaba pálido como luna de invierno, lanzó la orden que electrizó a todos: “que se presenten aquí también las mujeres que acompañan a estos bribones”.

Un sudor frío recorrió mi espalda; mi compañera de cuarto era mujer casada, pero separada de hecho de su marido que trabajaba fuera de Santiago. Sin embargo, si ese oficial decidía detenernos para llevarnos sabrá Dios dónde, a mi amiga se le presentaría una situación muy desagradable, pues debería soportar insultos e infundadas acusaciones de todo tipo lanzadas por un individuo que era, sin duda, fanático religioso además de militar. Ni decir que mi futuro tampoco se presentaba halagüeño, ni mucho menos.

En ese momento, uno de los pasajeros (nunca vi bien su rostro) llamó al militar con voz suave pero firme. “Sargento, ¿me permite una palabra en privado, por favor?”. Abrí los ojos, sorprendido. ¿Sargento? Yo lo había creído capitán o un rango similar.

El cuarentón se acercó al pasajero quien le mostró una especie de carnet, o de tarjeta, no lo sé, y le murmuró algo en sordina. La cuestión es que el sargento, de inmediato, se enderezó como si un rayo le hubiese caído encima, se cuadró militarmente llevando su mano derecha a la altura de la sien, respondiendo de manera fuerte y clara: “A la orden, señor”.

Acto seguido devolvió las cédulas de identidad, ordenó a sus soldados abandonar el lugar, y se retiró prestamente con ellos rumbo a la calle. Quise echar una mirada a nuestro salvador, pero este ya había desaparecido al igual que varios de los pasajeros que regresaron raudos a sus cuartos.

Mi compañera me esperaba vestida y con rostro de “¿qué ocurrió?”. El resto de la noche lo pasamos conversando, fumando y riéndonos nerviosamente a la espera que los relojes marcaran las cinco de la madrugada para subirnos al Fiat 600 y desaparecer de aquel lugar.

Cuando dejé a mi amiga en la puerta de su edificio, ella me besó tiernamente y al despedirse me dijo con pícara gracia: “tú sí que sabes elegir bien un motel”.

Siempre que en Santiago debo transitar por la calle Marín en las cercanías de Vicuña Mackenna, recuerdo la perorata del “capitán-sargento” y la forma cómo se cuadró delante de un individuo que estaba descalzo, en pantalones, y con una camiseta relucientemente alba.

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1978, un incidente con el coronel Moren Brito

En 1978 una sombra tétrica pareció cernirse sobre un país ya suficientemente castigado por las acciones de la dictadura, aunque esta vez el terror provenía de situaciones diferentes y nos colocaba en estado de alerta máxima.

El gobierno militar argentino, tan tiránico como el nuestro, había declarado “insanablemente nulo” el laudo arbitral inglés que dejaba las islas Picton, Lennox y Nueva -ubicadas en el Canal Beagle, extremo último de la geografía sudamericana y puerta de ingreso al continente antártico- bajo propiedad y jurisdicción chilenas.

De Buenos Aires llegaban noticias alarmantes que referían el movimiento de tropas transandinas hacia la zona austral, mientras en el norte, en mitad de la pampa árida e histórica, nuestras propias unidades militares tomaban posición de combate ante un posible ataque ordenado desde La Paz y Lima.

Chile, a causa de la desquiciada administración de Pinochet que permitió incluso el asesinato de un exembajador chileno frente a las construcciones republicanas más representativas para los norteamericanos, en el corazón de Washington D.C., carecía de posibilidades reales para adquirir armamentos debido a la “Enmienda Kennedy” que era la forma que los gringos consideraron válida para castigar al gobierno militar.

Una tarde de jueves, mientras me encontraba a cargo de las actividades educacionales del turno vespertino en la Sede Apoquindo de Inacap, con las salas y talleres repletos de alumnos, se produjo un impresionante operativo militar que copó pasillos, jardines y oficinas.

Pensé que los uniformados venían –una vez más- a revisar prolijamente las dependencias en busca de armas (que nunca las hubo en ese lugar) o, simplemente, tras los pasos de alguna persona considerada «extremista y peligrosa» a juicio de la fatídica CNI.

El oficial a cargo era, ni más ni menos, Marcelo Moren Brito, exjefe operativo de la criminal DINA, coronel de ejército que sería involucrado muchos años más tarde por la justicia debido a su participación en horrendos actos de tortura –y asesinatos- llevados a cabo en sitios como Villa Grimaldi, Tres Álamos y en otros centros de espantos similares.

Se introdujo en mi oficina acompañado por tres soldados con armas en ristre y rostros pintarrajeados. Vestía uniforme militar y usaba un capote largo, de fina textura.

Me solicitó con voz autoritaria que le entregara mi identificación a objeto de comprobar que estaba conversando con la persona indicada. Los soldados me observaban con displicencia. Sentí que el húmedo y lúgubre hedor de la dictadura, ese mismo vaho de muerte que debía inundar las celdas de Villa Grimaldi, se había adueñado de mi lugar de trabajo.

Hechas las presentaciones y confirmada mi identidad, el general me exigió absoluta reserva respecto del tema que le había llevado a INACAP a esas horas de la tarde.

  • Como seguramente usted ya debe estar al tanto, pues supongo que es un hombre informado, tenemos una grave situación con Argentina que podría desembocar en un conflicto bélico de proporciones. No puedo adelantarle nada más, por razones obvias que estoy cierto usted comprende, pero necesito que sus jefaturas me hagan llegar a la brevedad posible un listado con todos –TODOS, ¿entendió?-  los profesionales y técnicos que trabajan en este Instituto. Especialmente aquellos que laboran en mecánica general, mecánica automotriz, fundición, técnicas de frío, comunicaciones y similares. El listado lo necesito mañana antes de mediodía. ¿Comprendido?
  • Absolutamente, señor –respondí- ¿A qué unidad militar debemos enviar lo solicitado?
  • Yo no estoy solicitando nada –contestó, alzando la voz- Estoy ordenando, que es distinto.

Me entregó un trozo de papel con un número telefónico. Nada de protocolo, nada de buenas y civilizadas maneras. Sólo un pedazo de hoja con unos números garabateados en medio.

  • Su Director Ejecutivo debe llamar mañana, a las 09:00 en punto, a este número y recibirá instrucciones específicas. Eso es todo.

Se levantó de su asiento y caminó hacia la puerta. Volvió su cara y dejó en el aire una afirmación que quedó vibrando en el ambiente.

  • Señor Muñoz, a partir de este momento usted es el responsable único del éxito o fracaso de mi misión. De usted depende que yo no deba verme obligado a regresar para pedirle explicaciones.

Salió tal cual había entrado. Como una tromba que arremolina papeles y tuerce espíritus. Tres minutos después, la calma había regresado a la Sede Apoquindo y los uniformados desaparecieron con la velocidad de un pestañeo.

Esa misma noche, terminadas mis labores, me presenté en la casa del Subdirector Ejecutivo para relatarle lo sucedido. Al día siguiente solicité estar presente en la oficina del Director Ejecutivo al momento de la llamada telefónica al misterioso número entregado la noche anterior por Moren Brito. Un oficial que dijo llamarse Cárdenas contestó el llamado de mi jefe superior, pero argumentó no tener idea de lo que se me había solicitado. “¿Puedo hablar con algún superior suyo?”, inquirió mi jefe. “Negativo señor”, fue la lacónica respuesta. “¿Pero trabaja allí el coronel Moren Brito?”, insistió el Director Ejecutivo. “Negativo señor”, y Cárdenas cortó la comunicación dejándonos a todos con un palmo de narices y muchas interrogantes.

Alarmados por lo sucedido, mis dos jefes se dirigieron prestamente al Ministerio de Defensa para entrevistarse con el Subsecretario de esa cartera. Fueron recibidos con presta diligencia. Expusieron el asunto y dejaron en manos de los funcionarios de esa repartición la solicitud u orden emanada del coronel.  Nunca tuvieron respuesta oficial.

Sin embargo, el lunes siguiente, recibí un llamado telefónico y reconocí la ronca voz de Moren Brito.

  • Le llamo sólo para informarle que puede estar tranquilo y satisfecho. Actuó correcta y diligentemente. Le felicito.

A mediados del mes de diciembre de ese año 1978, los periódicos publicaban los movimiento de tropas que Argentina realizaba. Nada se decía de lo que nosotros hacíamos.  Puesto que había conocido directamente la forma de actuar de uno de los generales de nuestro ejército, estaba seguro que Pinochet, en su habitual comportamiento de reserva y desconfianza, tenía tomadas las providencias necesarias y nuestras tropas debían estar acuarteladas en sitios estratégicos para enfrentar lo peor.

Pensé que la guerra se nos venía encima inexorablemente.

Luego de apresuradas y nerviosas reuniones entre los cancilleres de ambos países, El Vaticano aceptó intervenir y nombró un mediador insigne, el Cardenal Samoré.

Los humos bélicos se disiparon gracias al soplo eclesiástico y la paz reinició su marcha de regreso a la zona en conflicto.

La noche de Año Nuevo abracé a mi esposa y a mis amigos con especial cariño.  Creyeron que mi emoción se desglosaba por el simple hecho de tenerlos cerca. Recuerdo que salí al patio del edificio para observar la Cruz del Sur que caminaba hacia el poniente. Fumé un cigarrillo y recé una oración de gratitud que dediqué al Cardenal Samoré y a Juan Pablo II.

Así llegó el año 1979.

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Clasismo de la oficialidad de FFAA se exacerbó en dictadura

¿Cuántas personas han sido alumnas mías? Quizá, un par de miles, sin exageración. Tengo un recorrido que suma casi medio siglo en materia docente. Pero, ¿a qué viene este recuerdo de hombre ya jubilado? Simplemente, a que jamás olvidaré a aquel excelente alumno que tuve en cursos de tercero y cuarto años de Enseñanza Media, con quien conversé coloquialmente cuando él estudiaba ya en la Universidad de Chile, quien me confidenció el porqué de su desazón respecto de las fuerzas armadas, particularmente de las escuelas matrices donde se forma a la oficialidad.

La historia es simple, pero indignante. El alumno (guardo reserva de su nombre por razones obvias) estaba pronto a cursar el 2° año de Derecho en la ‘U’ cuando le correspondió presentarse en el cantón de reclutamiento. Dado que carecía de redes sociales necesarias para evadir el SMO (Servicio Militar Obligatorio), pues su domicilio estaba en la población La Victoria, fue considerado ‘apto’ y llamado a las filas. Corría el año 1978 y la dictadura galopaba cómodamente sobre ese corcel llamado ‘patria’, a la vez que las primeras brisas de inquietud bélica soplaban desde allende los Andes por causa de la vieja disputa con Argentina por el Canal Beagle y las islas últimas frente al Cabo de Hornos: Picton, Lenox y Nueva.

El muchacho –inteligente y con excelente formación académica- destacó prontamente del resto del contingente. Fue trasladado a Punta Arenas, y allí vivió la “cuasi guerra” con la república argentina. Alcanzó un grado superior en el escalafón pertinente, y su comandante le aconsejó no regresar a la universidad y optar por la vida militar mediante el ingreso a una de las escuelas del ejército, contando para ello con el total apoyo y recomendaciones del mismo comandante. “Carezco de dinero-contestó el joven- y la Escuela Militar General Bernardo O’Higgins es bastante cara”. 

Entonces recibió la respuesta que indignó su espíritu.

 – ¿Pretendes ingresar a la escuela de oficiales del ejército? No, pues…  gente de tu condición social puede optar preferentemente a las escuelas de especialidades y de suboficiales. No confundas las cosas.

Esta historia, verídica, me hizo recordar lo que alguna vez había leído en libros de la desaparecida Editorial Quimantú. ¿Cómo era aquello? Ah, sí… se trataba de la presentación que realizó un contingente de soldados chilenos en el Londres de comienzos del siglo veinte. Desfile ordenado y vistoso, como acostumbran efectuar todas las ramas de nuestras fuerzas armadas. Pero, lo cómico (o tragicómico) fue la crónica publicada al día siguiente en uno de los diarios londinenses, en la cual el periodista aseguraba que el público de la City –al ver el marcial paso de los chilenos- se preguntaba llena de confusiones: “¿y de qué país es esta gente, donde la oficialidad bien podría ser aria o sajona, y el contingente de soldados pareciese proceder de China?”

Los dos ejemplos entregados en estas apretadas líneas sirven para barruntar que el clasismo ha estado presente en nuestra sociedad desde el inicio de la conquista española hasta el día de hoy. Resulta indiscutible asegurar que en las escuelas matrices de nuestras fuerzas armadas “la descendencia y origen familiar” constituye casi condición sine qua non para ingresar a ellas.

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Los ocultos/públicos amoríos de José Ramón…

Ladino, solapado, enamoradizo, vivaracho, resbaladizo, mentiroso… características todas de nuestro conocido Augusto José Ramón Pinochet Ugarte, militar que sentía verdadero temor por su esposa, Lucia Hiriart, a quien no siempre amó y, menos aún, respetó.

Aparentaba ser un defensor fundamentalista y talibán de la familia, del matrimonio y de las tradiciones templarias del catolicismo, pero…

La historia se remonta al año 1957, cuando Pinochet, siendo oficial del ejército chileno (con el grado de Mayor) pero aún lejos del generalato, fue asignado por el gobierno de Chile a la República del Ecuador, específicamente enviado en misión militar a Quito, luego de haber sido seleccionado junto a un grupo de oficiales para potenciar la Academia de Guerra de Ecuador. Tres años y medio en que Pinochet fue parte de la socialité quiteña, pero en los que tuvo que lidiar con la atosigadora presencia de su esposa, Lucía Hiriart Rodríguez, con quien había contraído matrimonio en 1943.

En la hermosa capital ecuatoriana, con el volcán Chimborazo como magnífico telón de fondo, Pinochet conoció a Piedad Noé, distinguida dama perteneciente a la aristocracia quiteña, eximia pianista y dueña de hermosos ojos claros que encandilaron al duro militar sureño. El romance surgió vertiginoso y Lucía Hiriart, desencantada y furiosa, regresó a Chile con sus tres hijos -Augusto, Lucía y María- dispuesta no a terminar su matrimonio sino, por el contrario, a salvarlo y atarlo férreamente a su propia vera…como finalmente ocurrió.

Según el periodista ecuatoriano Byron Rodríguez, Quedaron el rumor y el enigma de que Piedad tuvo un hijo idéntico al padre. Lo concreto es que Pinochet regresó a Chile, país extremadamente conservador en asuntos de familia, pero jamás dejó de apoyar y ayudar a Piedad Noé en la manutención del hijo que ambos habían procreado.

En Ecuador, desde hace muchos años, circula el rumor de que Pinochet siempre estuvo preocupado por el bienestar y desarrollo de su hijo Juan, el que por cierto, siguiendo el ejemplo paterno, ingresó a la Escuela de Oficiales del Ejército del Ecuador, y desde allí, sin dudas ni titubeos, en una u otra medida y forma sirvió de corresponsal a su padre.

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José Tohá ‘salva pellejo’ de Pinochet y obtiene la furia y odio de doña Lucia

Pinochet no habría mantenido un romance únicamente con Piedad Noé en Ecuador, sino también jugó al “amante bandido” con una iquiqueña –de ancestros alemanes– que vivía en la capital de la región de Tarapacá, romance que en la época de la Unidad Popular fue “tapado” por el entonces ministro José Tohá, quien hizo lo posible por cuidarle las espaldas, el honor, la carrera y el matrimonio, a su ‘amigo’ general.

Para Lucía Hiriart, la cuestión se transformó en asunto de “seguridad nacional”, excelente ropaje con el cual disfrazó su propia ira en varios asuntos. Entre ellos se encontraba este secretillo personal de Pinochet, inconfesable públicamente ya que le habría significado el repudio de toda la cúpula del generalato, el cual logró resolver con la ingenua ayuda administrativa de su amigo, el ministro de Defensa, José Tohá González, en el invierno del año 1972… pero, doña Lucía no toleraba que el propio ministro de Defensa socialista se hubiese esforzado por cubrir los pecados carnales de su marido. Todos estos antecedentes forman parte del expediente judicial abierto el año 2000-2001 por el entonces ministro de la Corte de Apelaciones, Juan Guzmán Tapia, quien investigaba el asesinato de José Tohá.

En su libro “Ego Sum, Pinochet”, las periodistas Raquel Correa y Elizabeth Subercaseaux, en la segunda edición de esa obra (año 1999), cuando el dictador estaba detenido en Londres, avalan la existencia de la ya mentada amante iquiqueña y las razones que pudieron haber motivado a Lucía Hiriart para solicitarle al Mamo Contreras el asesinato de Tohá. Esto está claramente explicitado en el proceso judicial que llevaba adelante el juez Guzmán, pero, así como uno de los testigos principales, de apellido Fischman, se acobardó y optó por el silencio, también la propia familia del ex ministro Tohá decidió no ahondar en el asunto para evitar que saliese a la luz pública un posible acto de corrupción administrativa efectuado por el ex ministro de defensa en beneficio de su ‘amigo’ Augusto Pinochet.

Queda flotando en el limbo informativo una suposición que bien podría tener bastante de cierto… que la muerte de José Tohá no la ordenó Pinochet directamente (el que tampoco deseaba matarlo) sino, y este es el quid a investigar, la orden –saltándose los manidos ‘conductos regulares’ propios de una organización jerarquizada– habría emanado de manera directa desde la más alta instancia de la DINA… la cual era muy leal con la fanática y despechada Lucía Hiriart.

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Carrizal Bajo, Inacap  y el Chompalhue

¿Sabían ustedes que el barquichuelo que transportó las armas a Carrizal Bajo se llamaba “Chompalhue” y que hasta pocos meses antes de esa arrojada acción había pertenecido a INACAP? Y cuando digo esto, me estoy refiriendo a un INACAP (Instituto Nacional de Capacitación Profesional), aún filial de la CORFO, dirigido en ese entonces (1981) por militares, como el excoronel Oscar Coddou Vivanco, quien fue partícipe (y actor) de una anécdota hilarante en la que aquel barquichuelo tuvo protagonismo.

Aclaremos un punto. En aquellos años todavía el Instituto Nacional de Capacitación Profesional dedicaba parte importante de sus labores a la formación y capacitación de trabajadores altamente calificados. Entre ellos, patrones de embarcaciones pesqueras, timoneles y similares. Por eso, con enorme esfuerzo económico el Instituto había adquirido dos “barcos-escuelas”, el Chompalhue y el Huapilacuy, los que fueron ‘aggiornados’ y equipados en la bahía de Puerto Montt, pero fue necesario trasladarlos a la zona central y norte a objeto de comenzar a usarlos como talleres en los cursos de formación ya señalados.

El encargado de pilotar el viaje marítimo hasta el puerto de Talcahuano fue quien en esos años fungía como director de la sede de INACAP en la comuna de Renca, un viejo exoficial de la marina de apellido Echegoyen, quien, por cierto, llevaba ya muchos años fuera de borda, de nave y de mar, toda vez que estaba dedicado de lleno a la administración de una de las principales sedes de INACAP a nivel nacional… ni más ni menos que Renca, en aquellos años el espejo del Instituto.

Coddou Vivanco, coronel que se según dijimos líneas atrás era el Director Ejecutivo de esa filial de CORFO por designación directa de su compadre Augusto Pinochet (sí, compadre, porque Coddou era el padrino de Marco Antonio Pinochet Hiriart), venía de regreso de una criticable experiencia como Agregado Militar en la Embajada de Chile en España, donde según las malas lenguas –dadas sus características de ‘lacho’- habíase involucrado en frondosos líos diplomáticos al encamarse con alguna esposa de cierto attaché europeo en la tierra de Franco. Obviamente, con el debido recato que caracterizaba a los colijuntos beatos españoles y pelotillehuenses, el ‘caudillo’ fascista recomendó a don Augusto retirar de la embajada al coronel y llevarlo de regreso a las tierras sudacas. Así se hizo, pero Pinochet no abandonó a su compadre… por ello, con la anuencia de doña Lucía, lo designó Director Ejecutivo de INACAP el año 1979.Hasta ahí la historia de cómo y por qué ese coronel llegó a donde llegó.


El asunto es que Coddou Vivanco, siempre proclive a la faramalla espectacular de bandas de guerra, formaciones militares y, obviamente, televisión y prensa para impresionar a su compadre (especialmente a su difícil comadre, doña Lucía), decidió viajar a Talcahuano acompañado de selecta comitiva de CORFO, ordenar al milicaje y a los ‘managuás’ de la zona esperar –con bombos y platillos- el arribo del Chompalhue y del Huapilacuy que venían, por mar obviamente, desde Puerto Montt.

Hubo formación militar y marinera. Bandas de guerra. Pendones, banderas, periodistas… gran expectación de la ‘gallada’ que a esa hora transitaba o laboraba por las cercanías de la zona prohibida a los ‘paisas’, como se les llama en lenguaje milico a los civiles. Coddou estaba henchido de orgullo. Demostraría a su compadre cuán capaz era en cuanto a administrar con mano militar una institución de fuste.

La llegada de los dos buques-escuela estaba programada para las 11:00 horas. El día presentaba cielo nublado, sin viento ni lluvia y mar calmo. Ochenta militares y sesenta marinos esperaban, en correcta formación, la llegada de los navíos. Mucha oficialidad se preocupaba de mantener galones y zapatos con el debido lustre, después de todo, la televisión estaba también presente y era un hecho cierto que don Augusto vería en Santiago el despliegue efectuado para la ocasión. La banda de la Armada se encontraba lista y dispuesta para atacar con los sones pertinentes no bien aparecieran las embarcaciones frente al puerto.

A mediodía, una hora después de lo programado para el arribo, un preocupado coronel Coddou ordenó hacer contacto radial con Echegoyen ya que las embarcaciones no aparecían frente a las costas de Talcahuano.

–    Atento Chompalhue… atento Chompalue…indique posición….

–    Aquí Chompalhue… bordeando costa Arauco, pronto a ingresar a puerto (respondió con voz segura Echegoyen).

Treinta minutos más. Del Chompalhue… ni luces. Sudando frío, el excoronel Coddou solicitó nuevo contacto radial. La voz de Echegoyen sonaba fuerte y clara, indicativa de que el susodicho se encontraba muy cerca del puerto. Pero, pasaban los minutos y ninguna embarcación mostraba su arboladura frente a las formaciones de milicos y marinos, donde el coronel compadre de Pinochet comenzaba inquietarse de verdad.

–    Chompalhue, señale QTH

–    Atención Talcahuano, ya estamos al arribo

–    Chompalhue, ¿divisa el morro?

–    Negativo, Talcahuano, negativo…

Minutos después, Echegoyen radió su posición señalando que habían bordeado siempre la costa, teniendo tierra firma permanentemente a babor… pero, en este caso, el director de la sede de Renca –ignorante tal vez de la geografía de Chile- olvidó que al sur de Talcahuano se encontraba la desembocadura del río BioBio… por allí entró, subiendo río arriba en día nublado. Cuando se percató del error, Talcahuano estaba atrás… y la vergüenza se hallaba cerca, frente a sus narices.

Un helicóptero de la Armada guió a Echegoyen y sus embarcaciones de regreso a Talcahuano. Coddou retornó a Santiago con la mierda hirviendo en sus intestinos. El Chompalhue y el Huapilacuy fueron enviados al norte, a Iquique y Antofagasta, a cumplir labores de capacitación.

Algunos años después, luego de haber servido fielmente a las impetraciones de capacitación pesquera, el noble ‘Chompalhue’ cumpliría funciones muy distintas… más audaces… más novelescas.

¿Qué ocurrió finalmente al querido e histórico “Chompalhue?  En la página “Soy Calama” (soychle.cl), Christian Carrasco nos relata el requiescat in pace  de aquel navío lleno de historias y de Historia. Me permito transcribir textualmente lo escrito por Christian Carrasco.

<<Tuvo uno los destinos menos pensados para un navío de más de 20 metros de largo y cinco de alto, como es “recalar” en el desierto más árido del mundo y convertirse en disco pub.

<<La “Chompalhue” que se hizo conocida por la internación de armas desde por la Tercera Región, por Carrizal Bajo, vive sus últimos días en una finca del sector de Topáter, donde su actual dueño tomó la decisión para desarmarla.

<<En la ciudad no existe mano de obra para desarmar un navío de tales proporciones, por ello llegó hasta la ciudad, Deliro Paillalebe, un chilote que sabe de barcos y embarcaciones de menor tamaño, quien a su pesar comenzó con el desarme, donde se ha encontrado con madera nativa que está hecha el navío, donde destacan maderas nativas como mañío, pellín y ciruelillo. Además de cobre en varias partes de su estructura como clavos de gran dimensión>>.

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Día de furia (escabullendo el cuerpo a la CNI)

La Tercera Protesta fue nuevamente violenta. Santiago parecía una ciudad en guerra. Muchos empresarios abandonaron el país, buscando la seguridad personal en territorios lejanos. Para variar, Pinochet tampoco estuvo en la capital durante esa jornada.

A comienzos de junio de 1983, viví un momento de angustia y temor.

Conducía mi taxi por Avenida Matta, a las dos de la madrugada, portando el permiso de la Guarnición de Santiago para trabajar durante el toque de queda vehicular (esas autorizaciones las había conseguido la empresa de Radiomóviles “Cordillera”), cuando en mi equipo de radio se escuchó la voz de M-11, un colega de inefable comportamiento y muy conocido en las calles.

– Eme seis…bájate una…

Accioné el dial y bajé una canal.

– Eme once…aquí eme seis…roger.

– Tenís bandidos a la cola, negro. Nos cruzamos en Plaza Bulnes y detrás de ti, como a media cuadra, te seguía un Opala azul con cuatro “gallos” adentro.

– ¿Seguro?

– Positivo, negro. Después volví a toparme contigo en Club Hípico, y el Opala siempre atrás. Ahora te crucé en Matta con San Ignacio y el Opala…siempre ahí.

– Eme seis…aquí eme cinco…

– Adelante eme cinco…

– Estamos en “Rumba Ocho” con eme nueve, eme catorce y eme tres. Siga avanzando tranquilo compañero. Apague el “Libre” y diríjase a la Rotonda Pérez Zujovic. Ahí métase hacia el Club de Polo. Váyase despacio, como si nada ocurriera. Nosotros le seguiremos.

– Eme seis –M-11 volvía a hablar- Házle caso al colega y anda a la Rotonda…. métete hacia el Club de Polo y espera nuestras instrucciones.

– QSL…QSL –respondí con temor evidente.

No me cabía duda que la CNI andaba tras mis pasos. Yo era el próximo “elegido” para desarticular el Comando Nacional de Trabajadores antes de la Cuarta Protesta, que ya había sido fijada por nosotros para el día catorce de junio. Si me agarraban, la paliza era segura y quizá… la detención y el exilio. Pensé en los mellizos. Qué diablos, había que jugársela.

Mis colegas taxistas estaban dispuestos a ayudarme. Además, ellos tenían clara conciencia de mis actividades sindicales, las que eran imposibles de disfrazar ya que mi rostro había aparecido repetidamente en los diarios aquellas semanas. Un reportaje sobre las protestas en un periódico me catalogó como “el delfín de Federico Mujica. El hombre de las ideas nuevas en el Comando Nacional de Trabajadores”.

Llegué a la Rotonda Pérez Zujovic siempre con un par de luces reflejadas en mi espejo retrovisor. Pero, sólo esas luces… nadie más parecía acompañarme. Para qué voy a negarlo; me entró un miedo bárbaro y estuve a punto de acelerar el Datsun para originar un “aprecué” urgido y rápido. Sin embargo, confié en mis colegas, pues sabía que eran solidarios ante el peligro, y lo habían demostrado una infinidad de veces ante asaltos a otros taxistas.

Giré por la rotonda e ingresé hacia la calle que conducía al Club de Polo. Las viviendas del sector, verdaderas mansiones frente a la franciscana estructura de mi propia casa en La Florida, se encontraban con sus luces apagadas y los portones herméticamente cerrados.

La calle en cuestión era más bien amplia, con un bandejón central cubierto de pasto y flores.

Las luces del Opala aparecieron en el espejo. El coche de la CNI venía a una cuadra de distancia. Cinco cuadras adelante topé con el ingreso al Club. Rejas celosamente cerradas. Oscura soledad. Giré y retorné por la calle hacia la rotonda, enfrentando los faroles del Opala que avanzaba lentamente por la vía situada a mi izquierda.

– Eme seis… párate ahí. Mantén el motor funcionando y las luces altas. Cuando yo te indique, acelera y escapa a toda velocidad hacia Rumba Ocho.

Me detuve y el Opala hizo lo mismo. Nos separaban sesenta metros, no más. Estuvimos algunos segundos enfocándonos directamente. Por fin, mi radio trepidó.

– ¡¡Ahora, negro!! ¡¡Acelera y escapa a toda velocidad!!

El Datsun llegó a levantar el tren delantero y los neumáticos chirriaron como demonio. Salí cual bólido hacia la rotonda, pasando por el lado del Opala que comenzó a girar para perseguirme. Llegué a la Pérez Zujovic y me topé de frente con siete taxis que ingresaban a mediana velocidad hacia la calle del Club, con sus luces apagadas y abiertos en abanico. Reconocí al inefable M-11 y a M-5, el compadre de mi hermano.

Los taxis encerraron al Opala impidiéndole el paso. Después supe que tres de los taxistas se habían bajado de sus vehículos con fierros en las manos, mientras los otros cuatro se mantenían en sus vehículos, amenazando chocar de frente al coche de la CNI. Este, perdida su presa y abortada la misión de atraparme en caminos solitarios, optó por acelerar y huir hacia el oriente. Una batalla con taxistas sería algo imposible de ocultar a la prensa.

Durante dos meses dejé de trabajar el taxi y dediqué mis esfuerzos al sindicato, y al Comando de Trabajadores.

En una conferencia de prensa dada por Federico Mujica, entre otros importantes temas, se tocó el asunto de mi frustrada persecución nocturna. Ningún periódico lo publicó.

– La única forma de evitar que lo maten, “tigre”, es logrando ser conocido a nivel nacional.

Federico me llevó a cuanta reunión, asamblea, conferencia y entrevista hubo en esos días. Muy pronto, mi nombre y mi rostro fueron medianamente conocidos por el país.

Pinochet nombró a Sergio Onofre Jarpa como ministro del Interior, dos o tres días antes de la Cuarta Protesta que fue, precisamente, la más violenta de todas. A mediados de junio Jarpa sacó dieciocho mil efectivos policiales y militares a la calle. Hubo tiroteos, bombazos, incendios, destrozos, apaleos, más de veinte muertos y un desastroso daño a la propiedad pública. Como siempre, ese día Pinochet estuvo fuera de Santiago mientras su esposa, doña Lucía, se hallaba con sus hijas en Isla de Pascua.

Jarpa invitó a los representantes políticos del llamado “Acuerdo Nacional” a dialogar en La Moneda. Prefería conversar con ellos y no con nosotros, los trabajadores, que éramos los verdaderos artífices de la lucha contra el dictador.

Luego de conversaciones interrumpidas, tensas y extenuantes, se firmó un compromiso político que restó al movimiento sindical su figuración en el primer plano de la actividad nacional. Seguel y Bustos, desde sus lugares de aislamiento, bendijeron esa firma porque el partido al que pertenecían les ordenó hacerlo.

Una vez más, los trabajadores habíamos sido carne de cañón para que los hombres de los discursos y las mentiras, los vagos de siempre, pudiesen volver a las andanzas demagógicas.

Mi furia concluyó con mi renuncia al Comando Nacional de Trabajadores, días después que Vasco Estivales, un connotado dirigente de la Minera Andina, se auto excluyera de esa organización por las mismas razones.

Algunas radioemisoras me entrevistaron pues requerían saber las causas que originaron tal decisión. Fui claro y contundente. Repetí de manera sucinta los seminarios que habíamos dado a lo largo del país junto a la Fundación “Hans Seidel”, la que por cierto comprometió sus recursos para ampliar el programa con nosotros.

Al año siguiente, producto de nuestros esfuerzos y merced a ser conocidos por los hombres de prensa, tanto como por una parte de la opinión pública, la CORFO accedió a nuestras demandas y decidió sacar al coronel Coddou del cargo de “Rector” de INACAP.

En su reemplazo sería nominado Patricio Escudero, otro coronel de ejército también retirado recientemente de su institución.

Una victoria a lo Pirro.

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Fernando Astorga, el muchacho de Talcahuano que prestigió a Chile en Sao Paulo

Hay héroes y bandidos chilenos anónimos…este es uno de los primeros…un personaje que merece mejores líneas que las presentes

Todo comenzó en 1967, cuando junto a dos compañeros de universidad realizamos un veraniego viaje ‘mochilero’ que nos llevó desde Santiago de Chile hasta Brasil, a Sao Paulo, al barrio Brooklin Paulista…más precisamente a la “rua Santo Arcádio”. Allí conocí a Paulo, Rogerio y Tonico, quienes hoy son mis “hermanos paulistas” que me prestigian con su cariño y amistad desde hace más de medio siglo. A partir de ese momento, año 1967, una especie de inextinguible hermandad nos ha unido férreamente,

Un año después, apareció en mi casa un muchacho delgado, algo introvertido, llamado Fernando Astorga. Venía llegando de Concepción y traía un sobre que me entregó sin explicarme de qué trataba su visita. Un jugador del equipo de fútbol Naval de Talcahuano –que estaba al tanto de mis amistades paulistas por boca de otros jugadores que yo conocía- solicitaba mi ayuda para “recomendar” a Fernando a mis ‘hermanos’ de Sao Paulo, ya que el muchacho deseaba radicarse en esa enorme metrópolis. Fue así como ese querido penquista arribó dos semanas más tarde a la “cidade da garoa” siendo recibido con los brazos abiertos por Paulo y Rogerio.

Durante más de cinco años Fernando Astorga trabajó como fotógrafo a domicilio, específicamente retratando bebés. No le fue mal, pero él quería más. Finalmente, habiendo juntado algo de dinero, decidió abandonar el centro de la gigantesca urbe paulista y trasladarse a un pequeño municipio ubicado a 20 kilómetros: Carapicuiba. Más precisamente a la “Aldea de Carapicuiba”, lugar que posee una hermosa y dura historia que se remonta al año 1580, cuando un sacerdote de apellido Anchieta levantó varias aldeas destinadas a proteger a los indígenas de la esclavitud. De esas aldeas, sólo se salvó de la destrucción de los esclavistas la “Aldeia de Carapicuiba” debido a su difícil acceso en ese lejano entonces.

Allí, en un lugar de historia y folclor, Fernando instaló su negocio…un local rústico, un restorán que ofrecía “cardapio” (menú) chileno y que bautizó con el poco original nombre de “Peña don Fernando”. Era el año 1975. Poco a poco –gracias a una humilde publicidad en un par de diarios- la colonia chilena residente en Sao Paulo adquirió el hábito de ir a esa Peña cada fin de semana, y luego, en cualquier día de la semana ya que Fernando ofrecía no sólo platos criollos chilenos, sino también música en vivo…música que a los chilenos estremecía de emoción y nostalgia por la patria ausente.

En 1978 se produjo el salto que el penquista venía persiguiendo desde su arribo a Sao Paulo. La Peña abrió sus puertas a toda la comunidad hispanoparlante sudamericana sita en Sao Paulo. La música en vivo ya no era solamente chilena; había temas paraguayos, argentinos, bolivianos, colombianos, peruanos…aunque el ’cardapio’ seguía siendo chileno: empanadas de horno, cazuela de ave, cordero al palo, humitas, pastel de choclo, pollo asado, pisco sour, vino chileno, pescado a la lata y el peixe no barro, que elevaron a la Peña a niveles de altura en la gastronomía paulista.

Ese año -1978- estuvo inundado por los aires bélicos que estuvieron en un tris de desatar una guerra fratricida entre Argentina y Chile por la posesión de las islas Lennox, Picton y Nueva situadas en el Canal Beagle, en el austro.  Fernando apostó por la paz entre ambas naciones hermanas…y la Peña se destacó en Sao Paulo en ese sentido, logrando que la prensa paulista le otorgara páginas significativas.

Pero el hecho principal del comentado ‘salto’ ocurrió la noche de año nuevo, en Sao Paulo, en pleno centro de la ciudad. Tradicionalmente, a media noche se iniciaba en esa época la mundialmente famosa “Corrida de Sao Silvestre” (un maratón de 15 kilómetros por el centro de la ciudad), que atraía a los más importantes maratonistas del orbe. Esa noche, ante una multitud agolpada en los últimos 200 metros de la Corrida, y cuando el colombiano Domingo Tibaduiza punteando el evento apareció trotando con fuerza hacia la meta, surgió de la nada, de la multitud, un maratonista desconocido portando las banderas de Chile y Argentina alcanzando la meta antes que el chico de Colombia.  Era Fernando Astorga…

Obviamente, la policía lo detuvo de inmediato y la prensa corrió a fotografiar y entrevistar al audaz espectador que se había metido de improviso en la carrera cuando restaban solamente 50 metros para el final. “Es mi grito solitario y honesto en beneficio de la paz eterna entre chilenos y argentinos”, exclamó el penquista. Más pronto de lo esperado la prensa obtuvo la información que señalaba a Fernando Astorga como dueño de una Peña chilena en Carapicuiba…sus fotos y su historia aparecieron en todos los diarios de Sao Paulo, en la televisión y en las radioemisoras. De la noche a la mañana, la “Peña don Fernando” adquirió enorme popularidad, y mi querido amigo vio cumplidos sus dos sueños: la paz entre Argentina y Chile…y el éxito de su amada ‘Peña’.

Un domingo, uno de los principales diarios paulistas (Folha de Sao Paulo) destacó a la Peña don Fernando como lugar de privilegio para los turistas, sitio al que todos debían acudir si deseaban conocer las delicias culinarias chilenas, argentinas, bolivianas, peruanas, colombianas.

Más de treinta años ese rústico restorán folclórico ubicado en la Aldea de Carapicuiba recibió a cientos de parroquianos de distintas nacionalidades. Allí se respiraba la paz y la hermandad…allí vivía realmente la hermandad latinoamericana.

El año 2006 fue la última vez que estuve en Carapicuiba, en la Peña, junto a Fernando, compartiendo con él y con su familia recuerdos, anécdotas, pequeñas historias y esperanzas. Luego de degustar el famoso pescado a la lata, Fernando nos invitó (a Paulo, a mi esposa y a mí) a beber un “cafezinho” en su casa, ubicada muy cerca del local de la Peña. Fue emotivo recordar el inicio de todo, aquel que habíase despertado en Santiago, en casa de mis padres, el año 1968. Recuerdo que lloramos juntos.

Fernando falleció pocos años después. La Peña hoy trabaja solamente como “encomenda” (delivery). No he regresado a Sao Paulo ni a Carapicuiba. Pero le llevo en mi corazón, donde la figura y recuerdo de ese chileno magnífico, de ese verdadero héroe anónimo de la paz y la hermandad, ocupa un lugar especial.

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El teatro durante la dictadura


Eran los años de oscurantismo cultural, donde la sempiterna presencia de agentes del estado hostigando, persiguiendo y encarcelando a quienes osaban hacer arte que estuviese fuera de los marcos ideológicos militarizados, pretendía imponer a golpes de bayonetas la deshuesada idea de que la cultura sólo era aquella que calzaba botas y manejaba fusiles.

Algún día, los historiadores dedicarán sus esfuerzos a investigar en profundidad las acciones realizadas por decenas de mujeres y hombres en el exitoso intento por desarrollar y parir cultura durante los ‘años negros’ sufridos por las artes, la música y las letras durante el largo período totalitario.

Me permito destacar –en cuanto al Teatro mismo- a dos de esos tozudos y valientes luchadores por el arte y la libertad: Marco Antonio de la Parra y Jaime Miranda, pues sus historias personales, así como sus obras, merecen especial reconocimiento.


1. Marco Antonio de la Parra.

Es el autor –entre muchas otras- de la obra “Lo crudo, lo cocido y lo podrido” (1978), la cual llegó a la conciencia ciudadana con gran impacto, despertando vivas polémicas por sus mensajes de ruptura con el orden totalitario.

Cuenta de la Parra: 

“Sin embargo, pese a las dificultades y prohibiciones, la obra pudo estrenarse después en puestas de escena mucho más modestas pero no menos polémicas. Los tablados para representarla fueron variados, desde un salón de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile, hasta gimnasios municipales, salas de juntas de vecinos y clubes deportivos. Todos los sectores se sintieron criticados por un texto y un montaje excesivamente oscuro, depresivo y poco auspicioso”.

Pero al arte nada se le oculta, y esa es justamente su necesidad, su virtud y su riesgo. En realidad, de la Parra entregó una demostración de coraje que, sin embargo, se activaba más por la pasión que por la conciencia, según él mismo confesara años después…lo que también posee un alto valor artístico.

Recuerdo al respecto las múltiples opiniones vertidas en El Mercurio, La Tercera, La Segunda y canales de televisión por ‘distinguidos’ comentaristas que calificaron a esa obra como vulgar, violenta, grosera, pornográfica…cuidándose de ocultar la decadencia de las clases políticas y las alusiones a la tortura que en ella subyacían a través de un lenguaje nuevo e inteligente, específicamente creado para disfrazar lo que la dictadura prohibía dar a conocer.


La obra teatral comentada, estaba inserta en el marco de inflexibilidad política emanado del anuncio que Pinochet hiciera del Plan Chacarillas (1977), bajo el cual la dictadura había endurecido su posición al fijar los marcos de una nueva institucionalidad que le permitiría su continuidad en el tiempo. Es en ese momento que el autoritarismo amplía los mecanismos de censura y promueve un teatro de perspectiva ‘anti-pueblo’ y acrítico, que se refleja en la comedia frívola, en el musical y en el montaje de textos clásicos considerados ‘inocentes’ por los servicios de inteligencia militar.

El obvio objetivo de estas representaciones implícitamente oficialistas –dicen los autores Andrade y Fuentes- era anestesiar a la audiencia con una visión que le asignaba al teatro la mera función de espectáculo, o que mostraba la conflictividad como un hecho personal exclusivamente situacional, evitando de tal laya cualquier proyección problemática hacia lo social.

La dictadura no lo logró. Tuvo algunos exiguos momentos de éxito al promover esas obras en la televisión, pero, por el contrario, fue el teatro profesional y aficionado quien montó –a pesar de los pesares- obras que develaban una visión crítica y, en ciertas instancias, transgresora del orden autoritario. En ese marco político-cultural se inscribe “Lo crudo, lo cocido y lo podrido” y su consiguiente prohibición o estreno oficial.

Valientemente, con este modo de representación dramática, Marco Antonio de la Parra se acercó a un realismo que restableció la imaginación y un lenguaje rotundo, en un momento histórico en que el teatro antidictatorial luchaba decorosa y tenazmente por imponerse y sobrevivir.

Creo en el arte como inquietud, no como academia, como arte de lo imposible, como negociación entre el deseo y la realidad (De la Parra).

II.- Jaime Miranda.

Logró notoriedad pública cuando retorna a Chile luego de diez años de exilio y presenta su obra “Regreso sin causa”, la que obtuvo el Premio del Círculo de Críticos de Arte (1984) y el de la Municipalidad de Santiago (1985). Este último galardón no lo pudo recibir ese año porque el alcalde de Santiago – Carlos Bombal (fervoroso ‘marchante’ en Chacarillas tras Pinochet)- ordenó la suspensión del acto de entrega de premios.

Nacido en Copiapó el año 1956, Miranda es uno de los dramaturgos jóvenes que pertenece a esa generación paradigmática del autoritarismo que, al ver tronchada su formación, opta por el exilio. Forma parte del ‘teatro chileno de la diáspora’, uniéndose a dramaturgos, actores, estudiantes y compañías teatrales que, premunidos de la experiencia común del golpe y el destierro, obedeciendo obligadamente a la necesidad del éxodo político, trajo nefastas consecuencias para la vida cultural del país.

Estrenada en los últimos años del régimen autoritario, en un momento que se exigía una solución definitiva al derecho a vivir en la patria, “Regreso sin causa” se perfila como una pieza clásica por revelar –a través del eje temático exilio/desexilio- los efectos de la dictadura en un amplio sector social. Además, porque constituye una excelente muestra de la resistencia cultural y continuidad histórica del teatro chileno realizado fuera del país…en el caso de Jaime Miranda, en Venezuela.

En esos duros años, para lograr la ‘debida obediencia’ por parte de actores y directores, una noche, después de la función, los esbirros del pinochetismo hicieron volar la sala de una carpa que presentaba una obra crítica al régimen. Entonces, a falta de teatros, algunos actores y directores se vieron en la obligación de transformar los patios de sus casas en salas de espectáculo, naciendo así una serie de “teatros de bolsillo”.

En uno de esos nuevos teatros estrenó su obra Jaime Miranda (en el Galpón de los Leones, ex teatro La Taquilla), con una capacidad máxima de 282 personas, incluyendo a quienes se sentaban en los pasillos.

Cuenta Jaime Miranda: de múltiples formas la dictadura intentó que ‘Regreso sin causa’ se dejara de exhibir. Primero buscaron cerrar el teatro por la vía administrativa: enviaron a fiscalizadores del Servicio de Impuestos Internos para que hicieran una auditoría de los últimos años de funcionamiento del teatro; gracias a un grupo de contadores amigos que se encerró un par de noches a poner todo en regla, no lograron clausurarnos. En seguida mandaron a un sujeto que pertenecía a un organismo relacionado con el Medio Ambiente, a medir la cantidad de decibeles que producían las voces de los actores.

Luego mandaron a gente del Servicio Nacional de Salud a exigir una cierta cantidad de baños por cada tal número de espectadores, lo que era prácticamente imposible de cumplir; pero, como el actor que protagonizaba la obra era primo de un industrial que fabricaba artefactos sanitarios, nos dimos el lujo de poner más del doble de los exigidos, llegando con ellos hasta la calle. Luego llamamos a la prensa y se produjo una carcajada en la opinión pública.

“Eso no le gustó nada a la dictadura y entonces ella se endureció: durante varias funciones tuvimos sobrevolando el techo del teatro a un helicóptero militar que producía –sin duda- gran temor entre los espectadores”.

El Premio del Círculo de Críticos de Arte salvó a la obra…y a su autor. Vinieron entonces las presentaciones en provincias, donde Carabineros y militares extremaron esfuerzos para impedir su puesta en escena. Viña del Mar, Penco, Lota, Angol, La Unión, entre otras ciudades, contaron con mucho público dispuesto a presenciarla, aplaudirla y defenderla. El día 07 de septiembre de 1987, en Rancagua, efectivos militares detuvieron a todo el elenco. Paradojalmente, actores, tramoyas y director fueron rescatados oportunamente por Carabineros.


En Viña del Mar, la alcaldía puso a la entrada del teatro a dos furgones y un blindado de Carabineros para atemorizar al público e impedir su asistencia. El público los ignoró y al término de la función los apedreó, iniciando una batalla callejera a la cual se sumaron transeúntes que ni siquiera habían estado presenciando la obra.

En fin, en estos dos dramaturgos he querido resumir –seguramente mal- el esfuerzo notable de la gente del teatro chileno que logró iluminar en parte la oscura noche totalitaria. En la presentación del libro “Teatro y dictadura en Chile”, sus autores (Elba Andrade y Walter Fuentes) inician la labor escritural con las siguientes palabras: “A estos ‘trabajadores del arte’, como se solía decir entonces, deseamos, pues, reconocer en primera instancia”.

***

No era yo, era mi cuñado

En los años 1981 a 1984, en plena disputa sindical con el coronel Óscar Coddou y los militares que se habían apoltronado en muchas filiales de CORFO, trabajé como nunca más lo hice en mi larga vida. En INACAP comenzaba mi jornada laboral a las 08:30 horas, la salida era a las 17:25 horas. De inmediato me dirigía a la sede de nuestro sindicato en calle Teatinos donde desarrollaba la correspondiente actividad sindical hasta las 21:00 horas aproximadamente. A partir de ese momento abordaba mi taxi y laboraba hasta la medianoche.

Algo similar hacía mi cuñado, esposo de mi hermana, funcionario del Banco del Estado y dueño también de un taxi con el que trabajaba desde el atardecer hasta avanzada la noche. Transcurridos algunos años, él decidió entregar su taxi a un chófer que, según lo acordado, debía suministrarle una determinada cantidad de dinero diariamente. Por cierto, el chófer trabajaba ese taxi 24/7, vale decir, toda la semana sin restricción de horario.  

Ambos vehículos estaban inscritos en una empresa de radiotaxis, ‘Cordillera’, por lo que gracias a ella contábamos con radio de comunicación y autorización de la Guarnición de Santiago para laborar durante el toque de queda en esos años, cuando la prohibición de transitar en tales horas estaba dirigida solamente a los vehículos, pues la gente podía trasladarse de un lugar a otro, pero a pie… o en radiotaxis autorizados.

Un viernes en la tarde, mi cuñado me llama telefónicamente a mi oficina preguntándome si yo iba a trabajar en el taxi el fin de semana. “Tengo que pagar una letra de cambio que vence el próximo miércoles y me falta algo de plata para completar la totalidad”. Él conduciría mi taxi la noche del viernes y todo el sábado. Accedí no solamente por ayudarle, sino también porque hacía meses que no tenía un fin de semana dedicado a mi familia, especialmente a mis hijos.

En la madrugada del día domingo el rinrin del teléfono alertó mis sentidos. Mi hermana se encontraba en el Hospital Ramón Barros Luco porque la empresa de radiotaxis le había informado que su esposo estaba siendo atendido en ese centro hospitalario debido a haber sufrido un violento asalto en la avenida Santa Rosa. Llamé a la empresa ‘Cordillera’ y solicité que algún colega fuese a mi domicilio para recogerme allí y trasladarme al Barros Luco en la Gran Avenida.

Carlos, mi cuñado, presentaba un golpe en su cabeza que le había hecho perder momentáneamente el conocimiento, y moretones violáceos en su rostro, productos de golpes de puño. Dos carabineros le tomaban declaración al momento de mi arribo al hospital, por lo que me prohibieron el ingreso a esa pieza. Con meridiana claridad, relató a Carabineros los acontecimientos acaecidos en la medianoche del sábado.

Tres sujetos abordan el taxi a las 12:30 horas, aproximadamente, en la esquina de Alameda y San Ignacio. Uno de ellos se sienta junto a Carlos, quien a través de la radio informa a la central ’Cordillera’ que transporta a tres pasajeros varones hacia el paradero 25 de Santa Rosa.

En la primera estación de servicio (bomba bencinera) que encuentran el taxi se detiene; el pasajero que viaja junto a mi cuñado desciende del vehículo para conversar brevemente con uno de los bomberos de esa estación. Asunto breve, rápido. El taxi continúa su trayecto.

Otra estación de servicio y se repite la acción anterior. Lo mismo sucede comuna tercera bomba de bencina. Los sujetos le señalan a mi cuñado que en una determinada esquina vire hacia su derecha. Carlos obedece y se topa con un callejón oscuro, sin pavimento y sin salida.

Extrañado, Carlos detiene el vehículo e intenta preguntar a sus pasajeros si esa era la dirección que buscaban…la respuesta fue un violento macanazo propinado por no de los sujetos que viajaban en el asiento posterior. Otro macanazo y luego una seguidilla de golpes de puños propinados por el pasajero de junto y por el otro individuo que también viajaba en el asiento trasero.

 Creyó perder el conocimiento pero fue asunto de segundos nada más. Se percató que los tipos revisaban sus documentos usando lo que le pareció era una pequeña linterna.  Nuevos golpes contra su cabeza y su rostro… hasta que la voz de uno de los individuos señaló casi con rencor: “nos equivocamos, este no es el pájaro”. “Pero este es su auto” -terció otro de los tipos. “Claro que este es su auto, pero no lo está manejando él”.

A Carlos, pese a su estado de semi inconsciencia, le pareció que otro vehículo arribaba al lugar. Los tres sujetos abordaron ese nuevo automóvil y desaparecieron del aquel sitio. Mi cuñado usó la radio y se comunicó con la empresa informando el asalto y entregando el QTH (dirección) donde se encontraba. En breves minutos varios taxistas llegaron a su lado y le condujeron al Hospital Barros Luco.

Terminada esa declaración, los carabineros quisieron interrogarme ya que se enteraron que el automóvil asaltado era de mi propiedad, y además, desde alguna central policial fueron informados de mi actividad sindical.

  • No pierdan el tiempo -les respondí- esto les queda grande… se trata de gorilas de la CNI que andan buscándome para asesinarme en las tinieblas, a mansalva, como acostumbran.

Este suceso, posterior a lo vivido en las calles del Club de Golf semanas antes, me decidió a vender el taxi y abandonar ese bello oficio desarrollado preferentemente en las noches. No hacerlo significaba tentar a la buena estrella que me había acompañado todo aquel tiempo.    Además, desde los escenarios sindicales quedaba aún mucho por qué luchar, mucho por esforzarse y mucho por decepcionarse.

 

***

Amores de confesionario

A objeto de resguardar sus identidades les llamaremos Óscar y Nancy. Eran mis amigos, compañeros de universidad y de partido, el socialista (en aquella época; hoy es una amalgama de cualquier cosa).

Óscar era soltero, Nancy -su prima en segundo grado- era casada, aunque casi separada de hecho, pues su marido trabajaba en el ejército con el grado de sargento, y por cierto en ese momento se encontraba cumpliendo funciones en terreno, bastante lejos de la comuna donde ocurrieron los hechos que relato.

Óscar y el sargento se odiaban. Cuestiones ideológicas, obviamente. El desdén del sargento hacia Óscar era aún mayor debido a que su esposa cada vez mostraba más adhesión al gobierno de la Unidad Popular. El primer quiebre matrimonial se produjo en junio, con ocasión del ’tanquetazo’. La discusión fue acalorada entre Nancy y su esposo. El quiebre final ocurrió diez días después del golpe de estado.  No hubo forma alguna de recomponer lo estragado.

  • Y si te pillan ‘hueveando’ en la calle con el cantito culiao ese de la revolución que entonan los universitarios resentidos como vos, no contís conmigo, te las barajai solita, socialista de mierda.

Esa fue la despedida del sargento, quien abandonó la casa y se instaló con camas y petacas en el regimiento al que pertenecía.  Por cierto, Nancy continuó su accionar libertario, esta vez ayudada por su primo Óscar. Pero, una noche en el mes de agosto de 1974, se produjeron los hechos que dan pábulo a este relato.

Repartían una hoja que hacía las veces de “informativo rebelde”, cuyo objetivo no era otro que mantener viva la comunicación con el pueblo trabajador, informando de detenciones arbitrarias y torturas, de enfrentamientos y allanamientos.  Un destartalado Peugeot 404 era el vehículo en el cual cargaban las hojas y se movilizaban por el populoso barrio de Franklin y San Diego evitando encontrarse con patrullas militares o con carabineros.

El toque de queda comenzaba a las 10 de la noche, y ese día Nancy y Óscar soslayaron aquello. La noche les sorprendió ‘volanteando’ el informativo de marras cuando apareció de improviso una patrulla de soldados de la Fuerza Aérea. El Peugeot, conducido por un gordito cuyo nombre no recuerdo, huyó prestamente y se perdió en las calles aledañas. Eran las 21 horas y cuarenta minutos. Óscar y Nancy corrieron desaladamente hacia el norte amparados por la oscuridad reinante en aquel barrio donde las luminarias públicas eran amarillentas y débiles.

La sirena de un coche policial les hizo temblar. Carabineros venían también desde el norte hacia ellos. A sus espaldas, los hombres de la Fuerza Aérea. Estaban encerrados y casi cazados como ratones.

Pero Óscar conocía viene ese barrio, pues había vivido varios años en el segundo piso de un viejo inmueble ubicado en la calle Chiloé. Tomó a Nancy del brazo y corrió hacia una oscura esquina donde alzaba su estructura una capilla católica que él -un agnóstico a todo dar- conocía sin embargo muy bien.

  • Aquí, chica…  aquí -le susurró a su prima.

Sabía que el portón que protegía la entrada a la capilla era de fácil maniobrabilidad, por lo que empujó con fuerza -varias veces- una de las hojas de aquella puerta, hasta que esta finalmente cedió. Él y la chica ingresaron a la total penumbra del interior de ese recinto. Nancy empujó una banca para mantener cerrado el portón desde dentro. El lugar parecía desierto.

Los hechos comenzaron a desarrollarse con cierta celeridad. Sintieron el ronroneo de un motor pasando frente a la capilla. A la distancia, en la lejanía, comenzaron algunos disparos y uno que otro tableteo de ametralladora. Después, el silencio… y el frío.

A medianoche estaban casi congelados, entumecidos por la baja temperatura y la humedad reinante aquel sitio. Debían esperar hasta las seis de la mañana, hora en que se levantaba el toque de queda, para poder salir de allí. El frío aumentaba… Óscar recordó que en el lado derecho de esa capilla había un par de viejos confesionarios. Quizás en su interior podrían soportar los azotes del frío el resto de la noche.

Acurrucados en el interior del confesionario se abrazaron para capear la dureza del clima imperante. Así estuvieron largo rato, a la vez que se susurraban palabras de aliento que prontamente fueron transformándose en murmullos de algo más.

Llegó el momento en que ya no sintieron frío, sino un calorcillo que amenazaba quemarles la sangre. Del abrazo protector transitaron, primero tímidamente, a algunas caricias en el cabello, en los brazos, en las espaldas, en los cuellos…en las piernas.

Se besaron apasionadamente, jurando ambos que siempre se habían querido, tal vez se amaban, pero los requiebros y normas rígidas de una sociedad de mierda les había impedido dar rienda a sus cariños… hasta que la dictadura y las patrullas militares abrieron los cauces adecuados para dejar que su amor galopara libre y sin ataduras.

Se amaron, se besaron y follaron hasta las cinco de la madrugada. Una hora después se dirigieron a casa de Nancy, donde continuaron su apareamiento hasta la hora de almuerzo.

Nunca contaron a nadie estos hechos. Nancy me los relató catorce años después, cuando Óscar, que se había exiliado en Inglaterra, falleció víctima de leucemia, y ella, casada en segundas nupcias y tempranamente viuda, a escasas semanas de su jubilación, confesó no haber amado nunca nadie con tanta pasión, como amó a Óscar, pero que ese amor duró solamente las horas transcurridas entre el refugio en la vieja capilla y la mañana en su propio hogar.

  • Tonteras que provocaba la calentura cuando una era joven y el peligro excitaba, nada más que eso -me dijo como colofón a nuestra conversa.  

Ahora sé que los confesionarios también pueden servir para “confesarse” dignos prisioneros del amor o la pasión… lo que supongo y espero no sea considerado un hecho pecaminoso por iglesia alguna. 

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¿Quién fue realmente el ‘inventor’ de la Concertación de Partidos por la Democracia?

Nada molesta e irrita más a los políticos que un pueblo con buena memoria. O cualquier ser humano con buena memoria.

Nada es lo que siempre se dice que es, ni nada procede cien por ciento de la vertiente que siempre se asegura. Si la duda cartesiana se aplica a los eventos políticos, jamás quedará decepcionado quien así lo haga, pues logrará demostrar que el vulgo informado a través de prensa oficial –o prensa administrada por el establishment- es simplemente vulgo desinformado a propósito, con la intención de evitar que los intereses del familisterio de turno en el gobierno puedan resquebrajar su autoridad y su moral.

Si lo anterior parece algo enredado, déjenme decirles que al relatar ciertos detalles de la década de 1980 la luz se derramará sobre las líneas oscuras, y todo se hará más claro y entendible…pero también provocará urticaria en muchos lectores y sorpresa en la mayoría.

En política, el año 1983 es considerado por el suscrito como un “año bisagra”, ya que en esos tensos y agitados doce meses se fraguó mucho de lo que es el establishment actual, vale decir el duopolio binominal y el familisterio que se ha apropiado de Chile en toda su largura. Acuerdos, traiciones, cobardías, entreguismos y manejo mañoso de información aherrojando a la democracia, surgen ese año… y por ello, desde entonces, todas las tiendas políticas que conforman los dos bloques oficialistas (Alianza y Concertación), han querido cubrir con el polvo del olvido y la sombra fantasmal de la no existencia.

Hace ya muchos años que la prensa independiente viene asegurando que existe una ‘sociedad de intereses económicos’ entre la derechista Alianza por Chile y la supuestamente progresista Concertación de Partidos por la Democracia. Pese a los intentos realizados por algunos dirigentes concertacionistas en orden a negar lo anterior, a estas alturas del desarrollo de la política chilena caben pocas dudas respecto de lo certero que resulta el comentario de marras. ‘Patrones’ unos, ‘mayordomos’ los otros…así califica una parte de la ciudadanía a ambos bloques (adivine usted, buen adivinador, cuál de ellos es el ‘mayordomil’).

¿Es lo anterior una injuria, una falsía, un insulto gratuito? ¿Hay bases concretas para afirmar que la Concertación, desde su nacimiento, fue siempre una empleada servil y obsecuente del ‘patroncito’ derechista transnacional? Definitivamente, sí, las hay, y son difíciles de desmentir.

La historia del entreguismo comienza en 1983. 

Los hechos duros, sólidos, concretos, comienzan ese año con la elección del nuevo presidente de la poderosa Confederación de Trabajadores del Cobre (CTC). Los dirigentes de los sindicatos de Chuquicamata, El Salvador y El Teniente, reunidos en Punta de Tralca (instalaciones que la iglesia católica tiene en el litoral central cerca de El Quisco), luego de tensas reuniones y mini asambleas que duraron casi una semana, decidieron entregarle a un joven dirigente de base, Rodolfo Seguel Molina –presidente de un pequeño sindicato de empleados del mineral El Teniente-, el mando de la confederación en uno de los momentos de mayor tensión existente entre los trabajadores organizados y el gobierno dictatorial de Pinochet, representado en esa área por el ministro del trabajo, José Piñera Echenique, quien había parido el nefando Plan Laboral y la Reforma Provisional, reflejada esta última en el inmoral negociado de las Isapres y las AFP’s,

Con Seguel al mando en la CTC, se produjo la unidad sindical de importantes federaciones y confederaciones que se agruparon en torno a ella, siendo las principales: CEPCH (Confederación de Empleados Particulares de Chile), Coordinadora Nacional Sindical (CNS), el Frente Unitario de Trabajadores, y la Unión Democrática de Trabajadores.

Debido a su inexperiencia dirigencial y política, Seguel se va de lengua ante la prensa y ante sus propios socios sindicales convocando a un Paro Nacional en momentos que ninguna organización sindical ni gremial en Chile se encontraba en condiciones de “parar sus labores” ante un gobierno de facto que, sin titubeos, ordenaba el despido inmediato para quienes ‘pararan’, así como arrestos, torturas, relegaciones -e incluso la muerte- para aquellos líderes que osaran contravenir las normas de regimiento impuestas por Pinochet y sus adláteres (Tucapel Jiménez, el presidente de la ANEF, había sido asesinado en febrero del año anterior -1982- por un comando de la DINE, la dirección de inteligencia del ejército).

Finalmente, Seguel y la CTC abren sus oídos a los consejos y propuestas emanadas de las otras organizaciones y deciden cambiar el llamado a Paro Nacional por las Protestas Sociales, emulando en parte lo acaecido en París el año 1968 durante “la revolución de las flores”, el inolvidable movimiento popular que tuvo contra las cuerdas a Charles de Gaulle y su gobierno ultraderechista.

El éxito de las Protestas Sociales fue absoluto, total. Por cierto, Pinochet intentó –como era su costumbre- reaccionar con violencia, pero hubo de sufrir una nueva derrota ya que la Corte Suprema de Justicia señaló que las ‘protestas’ no eran ilegales, marcando con ello un antecedente importante para la oposición a la dictadura. Las ‘protestas sociales’ se iniciaron el 11 de mayo de 1983, y la más dura de ellas se dio en los días 11 y 12 de agosto de 1983, ocasión en la que el país se paralizó completamente y las fuerzas de carabineros resultaron insuficientes para “desalentar” a la población que se había tomado las calles y las plazas en muchas ciudades del país. El ejército una vez más salió de sus cuarteles a controlar –a balazos, como siempre- las manifestaciones populares.

Pero, ni siquiera la presencia de militares armados para la guerra, ni el tránsito de tanquetas, tanques, carros blindados, helicópteros artillados y aviones de la FACH realizando sobrevuelos rasantes para amenazar a los chilenos, fueron elementos suficientes en orden a terminar con las manifestaciones y descontentos de la ciudadanía.

Pinochet se encontraba acorralado por las fuerzas vivas de la nación, vale decir, por los trabajadores, los estudiantes y los pobladores. Se veía venir, tarde o temprano, la caída del régimen y la más que probable irrupción de una Asamblea Nacional y un gobierno popular nacido de las bases mismas de la población, lo que podía significar echar por tierra los ‘avances’ neoliberales y predadores estructurados por la dictadura e impuestos a bayoneta y bala por el régimen totalitario.

Entonces, tras diez años de violenta represión militar los trabajadores retoman la iniciativa, y en las jornadas más masivas y combativas de la historia reciente de Chile, pusieron en retirada a la dictadura, la cual, con la jerarquía católica y la embajada norteamericana como intermediarios, aceptará presentar al país la hoja de ruta para contener la explosión social e iniciar una salida negociada.

Un ministro de Pinochet crea la ‘concertación’

Al iniciarse el mes de agosto de 1983, Pinochet decide nombrar como ministro del interior a un político ‘profesional’ (como gustaba llamar el tirano a todos aquellos civiles que se dedicaban a tales afanes). Es así que entrega la conducción del gobierno interior al ultraderechista terrateniente y ex parlamentario Sergio O­nofre Jarpa, miembro activo del antiguo Partido Nacional (que era la unión de conservadores y liberales), quien se había destacado por su virulencia en la lucha frontal contra el gobierno de Salvador Allende una década antes.

Jarpa era zorro vejo en esas lides y tenía claro que con los trabajadores organizados en el Comando Nacional poco y nada lograría; por el contrario, intentar negociaciones con ellos sólo provocaría al gobierno militar el más absoluto y sonoro de los fracasos y, peor aún, originaría el derrumbe de toda la argamasa fascista-empresarial estructurada en esos años de conducción “chicaguiana”.

También sabía Jarpa que los dirigentes políticos de las tiendas partidistas opositoras (hasta ese momento declaradas “fuera de la ley” por la dictadura) coincidían con él en tales aprensiones, ya que ni los democristianos, ni los socialdemócratas, y tampoco un sector de los socialistas, aceptarían ser sobrepasados por el mundo sindical perdiendo no sólo las calles sino, principalmente, el control y conducción de las masas.

Luego de varias reuniones en las que Sergio O­nofre Jarpa tomó tecito y comió galletas con algunos dirigentes políticos opositores (seleccionados por La Moneda en un trabajo llevado a efecto por el propio Jarpa junto con su subsecretario Alberto Cardemil), y después de constatarse el éxito de la cuarta protesta social encabezada por el Comando Nacional de Trabajadores, con la anuencia del régimen pinochetista y bajo la innegable conducción y apoyo del ministro del interior del régimen, el día 22 de agosto de 1983 nace la Alianza Democrática conformada por el partido Demócrata Cristiano, el Partido Republicano (de clara tendencia derechista), el Partido Radical, el Partido Socialista, el Partido Socialdemócrata y la Unión Socialista Popular, dispuestos todos a negociar con Pinochet una transición a la democracia.

En ese intríngulis, la Alianza Democrática –por exigencia explícita del dictador y de su jefe de gabinete- llama a los dirigentes sindicales que pertenecían a sus tiendas partidistas y les ordena “entregar las banderas” de la conducción popular a los nuevos mandamases de ese ave fénix político (que de ‘nuevos’ nada tenían ya que eran los mismos actores que conjugaron la tragedia de los años 70, incluyendo por cierto a Jarpa, Cardemil, Pinochet y todos los demás).

Poco tiempo después, el 10 de noviembre de 1983, la izquierda-izquierda manifestó su descontento con lo acontecido y da origen al Movimiento Democrático Popular (MDP), que en aquel entonces se configura claramente como una alianza de la oposición alternativa de izquierda al gobierno militar-empresarial, ya que el Partido Comunista y otros sectores aledaños a esa tienda (Clodomiro Almeyda, el Mapu Obrero Campesino y el PS-CNR) habían sido excluidos de la Alianza Democrática por orden de Pinochet con la pública anuencia de los dirigentes de ese bloque.

Fue así, en suma, que los principales dirigentes del Comando Nacional de Trabajadores bajaron sus banderas y se inclinaron servilmente ante las órdenes partidistas de sus respectivas tiendas, cediéndoles la conducción de las masas y el control de las calles al nuevo esqueleto político que era del pleno gusto de Pinochet y que, pocos años después, se llamaría Concertación de Partidos por la Democracia, un bloque que se estructuró desgajándose de aquel huevo de la serpiente llamado Alianza Democrática que –en estricto rigor- había sido pensada, impulsada, orientada y creada por el ministro del interior pinochetista, Sergio o­nofre  Jarpa, cual última y desesperada forma para detener lo que hasta ese momento surgía como irrefrenable: el avance de los trabajadores hacia una Asamblea Nacional y el derrumbe de la estructura de capitalismo salvaje impuesto por el régimen tiránico.

Conocido lo anterior es posible entonces explicarse la espontánea y efusiva reacción de alegría exteriorizada por O­nofre Jarpa la noche en que el ‘pueblo concertacionista’ obtuvo el histórico triunfo en el Plebiscito de octubre de 1988, cuando el ex ministro de Pinochet fue a saludar y fundirse en abrazos con dirigentes ‘opositores’ al régimen militar, tales como Enrique Silva Cimma, Patricio Aylwin y Andrés Zaldívar, tal que si esa victoria le perteneciera también a él.

¿Y qué podía ello tener de extraño? Nada, pues, ya que estaba felicitando a sus alumnos, a su propia creación política que desde ese año 1988 –en calidad de mayordomos del gran patrón del norte- formaría parte activa e interesada del modelo que Pinochet y los ‘Chicago boys’ habían creado para beneficiar los intereses económicos de grandes consorcios transnacionales, predadores sin fronteras, Dios ni ley.

Y con la capa de falso ‘socialismo’, esa Concertación –nacida bajo el impulso y embrujo de los pinochetistas como un andamiaje sistémico- gobernó a los engañados chilenos privilegiando a todo dar, en los hechos ciertos, a quienes, precisamente, siempre habían estado (y siguen estando) a favor de la explotación del pueblo y de las enormes diferencias de clases.

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FFEE y el líder revolucionario “Fuenteovejuna”

Ocurrió algunos años después de terminada la dictadura, pero la anécdota merece estar en estas páginas porque es muestra inequívoca de cuán incultos e ignorantes eran los dueños de la férula durante esos diecisiete años de terror.

La duda no surgió ahora; ella tiene largas décadas de existencia. En mi caso particular, comenzó cuando me encontraba cursando el primer año en la Facultad de Filosofía y Educación de la Universidad de Chile, maravilloso lugar de academicismo y aprendizaje mejor conocido como “Instituto Pedagógico”.  Uno de mis profesores –específicamente me refiero a Armando Cassígoli- estaba convencido de la característica violenta que se exigía a ciertos carabineros para ejercer sus funciones. En ese tiempo, tales policías eran los que formaban parte de secciones policiales llamadas “Grupo Móvil”, verdaderas bestias amantes de dar golpizas al por mayor a quien se le cruzase en el camino, sin que les importase edad ni sexo de la víctima.

“Para ingresar a esa cuadrilla policial –aseguraba Cassígoli- es requisito sine qua non poseer temperamento ultra violento y carecer de respeto por la sociedad civil”.

El Grupo Móvil de Carabineros ya no existe… quien lo reemplaza en la actualidad se hace llamar “Fuerzas Especiales” (FFEE), y nada debe envidiarle al antiguo referente pues sus actuales integrantes han perfeccionado la brutalidad e incrementado el desdén por los estudiantes y los trabajadores.

No todos los componentes del cuerpo de Carabineros de Chile son iguales a los mencionados. Es injusto generalizar, por ello me permito ser específico y apuntar la crítica sólo a ese grupo llamado “FFEE”. Hoy siento que las opiniones de mi querido profesor han resultado completamente acertadas. Para ingresar a ese grupo la exigencia principal pareciera residir en la característica violenta del interesado, más que en su preparación para actuar ante personas del amplio mundo civil. Y de la formación cultural, mejor omitimos comentario.

Lo anterior no es una simple presunción, ya que varios de los oficiales de rangos intermedios (tenientes, capitanes) han sido señalados por la prensa como responsables de violencia desmedida en varias ocasiones. Ellos no hablan, no reflexionan, no dialogan, no sopesan situaciones… sólo golpean, patean, gasean disparan.  Desprecian al pueblo, a Fuenteovejuna…

¿Fuenteovejuna? Soy partícipe de una anécdota (100% verídica) ocurrida en Coltauco, región de O’Higgins, con referencia a esa obra y a las fuerzas especiales de carabineros. Quizá, la anécdota sea demasiado puntual, tal vez casuística, pero me atrevo a sospechar que retrata en gran medida a ciertos energúmenos que ofician de mandantes en las fuerzas especiales de nuestra policía uniformada. Mejor, les cuento lo ocurrido y ustedes juzgarán.

A comienzos del presente siglo, los vecinos de la localidad de Almendro nos organizamos para trabajar en el asfalto participativo de nuestra bella y campesina avenida rural. Lo logramos, y el MOP junto al SERVIU dejaron nuestra calle tan hermosa como un chiche. Incluso vino el entonces presidente Ricardo Lagos a inaugurar la obra porque era justamente el “kilómetro mil” de todas las obras de asfalto participativo ejecutadas en su gobierno.

Sin embargo, dos años después a nuestra Municipalidad se le frunció que era indispensable instalar el servicio de alcantarillado en el sector de Almendro, lo que por cierto obligaba a destrozar la calle en un tramo de 3 km. Los vecinos exigimos que esos trabajos los realizara la misma empresa que años antes había asfaltado espectacularmente nuestra calle. No se nos escuchó… entonces decidimos tomarnos la avenida e impedir el paso de vehículos hasta que las autoridades y la prensa llegaran al sector. Así fue… llegaron…

Pero también llegaron los Carabineros de Fuerzas Especiales, quienes se encontraban en la cabecera comunal resguardando un acto cívico en el que participaban cadetes de la Escuela Naval junto a un par de autoridades regionales (era el 20 de mayo, 24 horas antes del festivo que recuerda el combate naval de Iquique). Los policías aparecieron con sus vehículos a toda velocidad, premunidos de escudos, cascos y, por cierto, bastones y lumas.

Nosotros (los vecinos) estábamos ya prestos para abandonar el lugar pues habíamos logrado el objetivo (atraer a autoridades y prensa), sin embargo, el teniente a cargo de ese grupo de carabineros, al verme ubicado en primera línea, mirándome fijamente me preguntó con voz estentórea:

“¿Quién es el líder que organizó esto?”.   Le respondí: “Ah, pero el organizador ya no está aquí… se fue hace rato, junto con la prensa; se marchó a Rancagua”.

“¿Cómo se llama esa persona? -rugió el teniente- Deme su nombre”.

Y se lo di con voz fuerte y clara: “Fuenteovejuna señor, así se llama, Fuenteovejuna”.

Para enorme sorpresa mía, el teniente sacó una libretita y un lápiz y comenzó a anotar al tiempo que me preguntaba: “¿el nombre de pila del señor Fuenteovejuna, cuál es?”

Aguantando la risa contesté: “Juan José, señor, Juan José Fuenteovejuna.”

Rematando la ridícula actuación que estaba protagonizando, el teniente me lanzó la última pregunta: “¿Fuenteovejuna se escribe con “b” larga o con “v” corta?”

Dos dirigentes del Comité de Pavimentación, que se encontraban a mi lado, tuvieron que escabullirse para esconder sus carcajadas en medio del resto de los vecinos.

Nos retiramos del lugar, y los carabineros regresaron a sus comisarías.

Siempre pienso en lo que a ese teniente debe haberle dicho su oficial mayor cuando llegó con datos de un líder llamado Fuenteovejuna en Coltauco…. Créanlo, la anécdota es verídica. Por eso, cuando alguien menciona a las FFEE, mi mente no recuerda a Lope de Vega ni al Comendador, sino a un teniente de carabineros y al fantasmal líder ‘revolucionario’ coltauquino llamado Fuenteovejuna.

En fin, la anécdota es mínima, pero siempre la he considerado como mi venganza cultural contra las fuerzas especiales de carabineros. Un asunto menor que, sin embargo, resulta divertido a la hora de clarificar ciertas cuestiones atingentes a nuestra policía uniformada.

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Los coligües

El colihue, coligüe, quila, caña colihue, caña coligüe, o caña, de nombre científico Chusquea Culeou, es una planta de la familia poáceas, arbustiva perenne, de la subfamilia de los bambúes. Crece en zonas húmedas de los bosques templados del suroeste de Argentina y del sur de Chile.

Los coligües o coligues son utilizados principalmente como tutores en plantaciones de frutales y hortícolas – en la minería – como señalética – en revestimiento de interiores – como sombreadoras en construcciones rústicas, entre otros múltiples usos.

Pero, en las campañas electorales de antaño resultaban prácticos y necesarios. Allí se ataban banderines y pequeños lienzos con citas variadas, generalmente ideológicas. Por cierto, llegado el caso servían también como arma bélica. Recordemos que hay coligües de diversas longitudes, pero pueden alcanzar una altura de cuatro metros, y un grosor cercano a los 60 centímetros.

En las manifestaciones y movilizaciones masivas, antes de la dictadura, era habitual observar a centenares de jóvenes enarbolando coligües portadores de banderines de una determinada tienda política o de un candidato al Parlamento o a la presidencia de la república. Eran transportados en camionetas o en pequeños camiones, y esos mismos vehículos los retiraban de regreso a una sede partidaria, cuál si se tratara de tesoros valiosos porque, en realidad, no eran fáciles de conseguir.

Como bien se sabe, el golpe de estado cívico-militar ocurrió el martes once de septiembre de mil novecientos setenta y tres. La semana anterior a ese día, vale decir, el cuatro de septiembre, con un país ya insanablemente dividido, los partidarios del gobierno popular y del presidente Salvador Allende se movilizaron masivamente en Santiago para celebrar un aniversario más del triunfo electoral alcanzado en esa misma fecha el año 1970. Miles de personas desfilaron por la Alameda rumbo a La Moneda para expresar al presidente de la república su incondicional apoyo al gobierno popular. Los coligües abundaban, y observando esa marcha desde cierta distancia, confundidos en la multitud semejaban ser lanzas de las centurias del imperio romano avanzando hacia los terrenos del enemigo.

Mi buen amigo Pablo, estudiante de la UTE (Universidad Técnica del Estado), pertenecía a las huestes de las Juventudes Comunistas, y ya que vivía cerca de Plaza Italia (donde se producían todos los inicios de marchas y movilizaciones), su partido le autorizó ser también “guardián de los coligües” de una determinada brigada. Pablito guardaba los coligües en el patio de la casa de sus padres, desde allí salían cada vez que se les necesitaba, y a esa casa regresaban una vez terminado el evento.

El martes cuatro de septiembre no fue la excepción. Finalizada la masiva movilización, mi querido amigo apuró el regreso portando un atado de coligües que la camioneta destinada para ello aún no recogía. Sorprendió a sus padres verle llegar a casa sin coligües, sudado y con cara de pocos amigos, ceño fruncido y un genio de los mil diablos.

¿Qué había ocurrido? Casi al terminar la movilización comenzaron los enfrentamientos con grupos ultraderechistas pertenecientes a “Patria y Libertad”, movimiento de tendencia neonazi conformado por elementos extremadamente violentos, armados y siempre dispuestos a disparar a cualquier persona que les enfrentase. En esa ocasión la riña fue mayúscula. Los dirigentes comunistas determinaron que debían usar los coligües como armas de ataque, pero también decidieron que Pablo llevase un atado de aquellas varas para salvarlas en caso de significativas pérdidas de tan preciado material en esa trifulca.

Caminando por calles mal iluminadas, con el atado de cañas al hombro, a escasas cuadras de su hogar, Pablo se topó cara a cara con una camioneta en la que circulaba una patota de individuos pertenecientes a ‘Patria y Libertad’, el belicoso grupo de ultraderecha que era abierta y fanáticamente anti izquierdista. En fracciones de segundo Pablo distinguió los linchacos y las macanas que portaban varios de los ocupantes del pickup del vehículo.  Y en fracciones de segundos también, encontró la solución.

Esbozando una amplia sonrisa de alegría corrió hacia la camioneta y lanzó al pick-up el atado de coligües al tiempo que gritaba: “Gracias a Dios eran ustedes… me vienen siguiendo los ‘rojos’; les robé estas varas allí en la avenida Portugal”.

  • ¡¡Diablos, compadre, qué buena!!! -contestó el chofer del vehículo.
  • ¿Me pueden llevar a mi casa, vivo cerca -apuntó Pablo- los ‘rábanos’ deben tenerme cachado, y si me agarran, me matan.

Fue así entonces que Pablo llegó a casa, sin las varas y furioso consigo mismo porque los matones de ‘Patria y Libertad’, creyéndolo uno de ellos le condujeron a su hogar entre risas y felicitaciones. Pero, ya sabían dónde vivía, y era posible que ante otros eventos similares al de esa movilización podían pasar a buscarlo para participar de lleno en las riñas y persecuciones…  “contra los comunistas”.

Sin embargo, a la semana siguiente se produjo el golpe de estado y los dirigentes de ‘Patria y Libertad’ determinaron disolver y ponerle candado a ese movimiento para colaborar abiertamente con los dictadores. 

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En 1973 todos fuimos pinochetistas…aunque usted no lo crea

¿No lo sabía? ¿Cree que estoy bromeando? Lea la nota y descubra la irónica verdad, la indesmentible y cruda verdad. La horripilante verdad.

Un amigo, que es afamado caricaturista, me envió desde México una vieja fotografía en la que aparecen, sonrientes y felices (barruntando que el futuro les pertenecía), los principales periodistas y columnistas del popular diario “Puro Chile”, periódico que fue enviado a las catacumbas por el golpe militar el año 1973.

Precisamente de ese mismo año es la fotografía en cuestión.  En ella están inolvidables hombres y mujeres de prensa, como el desaparecido Eugenio Lira Massi, la escrituralmente prolífica Lucía Sepúlveda, además de Juan Ostoic,  José ‘Pepe’ Gómez López, René Pizarro Illanes, Togo Blaise, Jorge Varas, Patricio de la O, Jorge Mateluna, Carlitos Ossa, Ángel Castro, Hugo Gómez,  José Antonio Gómez, María Eugenia Camus, Eduardo Soto Díaz, Gladys Quinteros, Sergio Pérez, Mario Barrios…en fin, puro ‘filete’ periodístico acompañando al nunca bien ponderado ‘enano maldito” que sonríe encabezando esa fila de profesionales de la prensa.

En caso de que usted, amigo lector, no lo hubiese notado, en el grupo anterior estaba José Antonio Gómez, hijo de José Gómez López, y que fuera ministro de Justicia en uno de los gobiernos concertacionistas y actual ministro de Defensa (nada menos) en el gabinete de la presidenta Michelle Bachelet.  

Todos ellos, sin excepción, fueron en ese momento 100% pinochetistas. Al igual que yo. ¿De qué se extraña, amigo lector?  Me dirá seguramente que los chiquillos del ‘Puro Chile’ eran reconocidos izquierdistas, allendistas. Sí pues, claro que sí, lo eran…al igual que yo. Y todos, ellos y yo, éramos también pinochetistas. Bueno,  al menos lo fuimos hasta la madrugada del día once de septiembre de ese año, cuando descubrimos  la traición y nos percatamos, tarde ya, de cuánto nos había engañado el tipejo aquel de gafas oscuras e instintos genocidas.

De los muchachos y muchachas que aparecen en la añosa fotografía del ‘Puro Chile’, sólo uno de ellos continuó siendo pinochetista hasta hoy: Juan Ostoic. Es decir, uno de 18…lo que se condice con el porcentaje actual de adoradores del militar asesino, ya que menos del 01% de la población trabajadora chilena manifiesta algún grado de simpatía por el tirano. 

Cuando el día 23 de agosto de 1973, el general Carlos Prats renunció a la comandancia en jefe del ejército, en su carta dirigida al Presidente Allende, afirmaba que: «Al apreciar, en estos últimos días que quienes me denigraban habían logrado perturbar el criterio de un sector de la oficialidad del Ejército, he estimado un deber de soldado de sólidos principios no constituirme en factor de quiebre de la disciplina institucional y de dislocación del Estado de Derecho, ni servir de pretexto a quienes buscan el derrocamiento del Gobierno institucional»

Muchas personas se preguntaron quién, en el Ejército, debía ser el sucesor de esa ínclita línea de conducta profesional y respeto irrestricto a la Constitución, iniciada por el general René Schneider y continuada por el general Carlos Prats.  La gente de derecha sólo deseaba un golpe de estado, una masacre de izquierdistas y el exilio para todos aquellos que habían ostentado algún cargo en el gobierno de la Unidad Popular. Esa gente de derecha odiaba al general Prats y, por supuesto, también odió durante un mes al sucesor: Augusto Pinochet Ugarte…mientras que nosotros, los de izquierda, los progresistas, aplaudíamos a Pinocho jurando al cielo que él sería nuestro principal estandarte dentro de las fuerzas armadas para detener cualquier intento fascista por interrumpir el proceso democrático. 

Si hasta Miguel Henríquez y el ‘Chico’ Pérez (capos del MIR en esos años) valoraron tibiamente la posibilidad de que Augusto Pinochet –a fines del mes de agosto de 1973- pudiese continuar la línea constitucionalista de Schneider y Prats. 

Es así que desde el 23 de agosto hasta la madrugada del 11 de septiembre de 1973, la Unidad Popular fue 100% pinochetista. Desde las 07:00 horas de ese 11 de septiembre, hasta hoy día, fue la derecha dura y la parte ultramontana de la DC quienes amaron a Pinochet, le prendieron velas y añoraron sus ‘razones políticas’, tanto como sus ‘democráticas formas’ para ejecutarlas.  La carta enviada por Eduardo Frei Montalva al Primer Ministro italiano, Mariano Rumor, confirma lo anterior.

Tal cual puede deducirse, en el año 1973, por una u otra razón, todos fuimos pinochetistas.   Y todos, sin excepción, fuimos traicionados por el tal Daniel López, que nos puso en fila india para violentarnos y explotarnos uno por uno.

A la gente de izquierda la asesinó, encarceló, torturó y exilió. A la gente de derecha la utilizó implacablemente, la estrujó sin misericordia, y se hizo finalmente de una mal habida fortuna en dólares, propiedades y acciones que ya la hubiese querido Angellini.  A muchos de sus subordinados militares los traicionó dejándolos en la estacada. Y a algunos de los principales dirigentes de la DC de entonces, simplemente los despreció, lanzándolos más temprano que tarde a las covachas oscuras de la represión. Es que un traidor no confía en otro traidor. Así de claro.

Por ello, si en el año 1973 todos fuimos –en una u otra forma- momentáneamente pinochetistas, hoy sólo algunas ancianas y unos pocos vejestorios inundados por la nostalgia de los años duros, siguen siendo proclives a revivir el agotado recuerdo de un gobierno criminal.   Si la Historia y los historiadores cumplen con su responsable rol, Pinochet deberá ser calificado como el ‘Tartufo Mayor’ de la política chilena a lo largo de sus dos siglos de vida independiente.

Pero, hay algo más que debe destacarse. Muchos de los actuales dirigentes políticos exconcertacionistas han hecho suya ‘la obra económica’ del dictador, mejorándola y acurrucándola como si el modelo impuesto a sangre y fuego fuese la panacea universal.

Esos dirigentes son los que jamás abandonaron su admiración por Pinochet…aun estando en el exilio. Por ello no movió a asombro descubrir que ninguno de los candidatos a alcalde o a concejal, a diputado o a senador, a gobernador regional, a constituyente, como también las tiendas políticas que conforman el actual conglomerado conocido como Nueva Mayoría, han intentado siquiera proponer en serio cambiar el modelo heredado.

En esencia y en estricto rigor, luego de cinco décadas muchos de nuestros actuales dirigentes seudo demócratas siguen siendo pinochetistas en los hechos.

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El descuartizado de Matucana. ¿Un doble crimen perfecto?

COMENZABA EL CONFLICTIVO año 1973 y los chilenos dedicaban sus esfuerzos a la lucha política que dividió al país en dos bandos irreconciliables, por lo que difícilmente una noticia que fuese ajena a lo anterior tenía impacto en la comunidad nacional.

Sin embargo, en el mes de marzo de ese año ’73 se produjo un descubrimiento que aleló a todos, especialmente a los habitantes de la capital chilena, ya que la prensa informó acerca del macabro hallazgo de restos humanos que fueron utilizados como alimento por una desprevenida familia.

El domingo 18 de febrero, Dagoberto Riveros Campos, hombre que tenía el oficio de cartonero y deambulaba junto a su pequeña hija de 10 años de edad por el sector del Puente Manuel Rodríguez –en las cercanías de la Estación Mapocho-, encontró un paquete con carne cuyo peso se aproximaba a los seis kilos. El sujeto estaba completamente ebrio y determinó que la carne correspondía a trozos de cerdo mal faenado. Sin pensarlo dos veces, a través de su hijita envió la carne a su esposa, María Carilén, solicitándole que ‘preparase una cazuela y algo de asado’ para compartirlo con los amigos. Durante la espera, Dagoberto Riveros se reunió con otros cartoneros cerca del Mercado Persa y siguió bebiendo hasta perder la razón.

Más tarde, su hija llegó con unos churrascos que el grupo de ebrios comió sin sospechar que se trataba de carne humana. El caso de antropofagia salió a la luz cuando María Carilén le vendió un pedazo de carne a su vecina, Margarita Mora, quien se percató de que algo raro sucedía con la presa, porque tenía muchos vellos. Ambas mujeres acudieron a la Tercera Comisaría de Carabineros, donde se constató que la carne correspondía a restos de ¡¡una pierna humana!! En ese momento comenzó policialmente el caso del ‘Descuartizado’.

Aquel mismo día, pero en las proximidades del Cementerio de Quilicura, un grupo de personas se topó con otro macabro hallazgo: el torso desmembrado de un individuo de sexo masculino. Las primeras pericias policiales espantaron definitivamente a la población de Santiago, ya que aparentemente el hombre había sido descuartizado vivo. La única pista sólida que se encontraba en manos de Investigaciones se circunscribía a los restos del pantalón que vestía el individuo, prenda que era de buena factura, lo que permitía suponer que el cadáver correspondía a una persona carente de problemas económicos.

El día 03 de marzo el caso dio un vuelco insospechado, pues en un departamento de la avenida Matucana, en Santiago, se encontró tendido en la tina de baño, con la cabeza destrozada a golpes, el cuerpo semidesnudo de la española María del Carmen Fernández (43 años). Cuando los detectives periciaron -en el clóset de aquel departamento- las ropas del marido de la mujer –el que no aparecía por ningún lado- las prendas coincidieron exactamente con la calidad del resto de pantalón hallado en Quilicura.

Fue entonces que se supo, o se presumió, la identidad del ‘descuartizado’: se trataba de Mariano Salazar Díaz, español de 45 años de edad, esposo de doña María del Carmen Fernández. Mariano Salazar era un comerciante con significativo grado de éxito en sus negocios, dueño de dos departamentos en el edificio Santiago Centro y propietario del restaurante ‘Gino’, ubicado en la calle Matucana, inmuebles que recientemente había vendido para, se sospechaba, viajar a España y radicarse en ese país.

El caso del ‘Descuartizado’ dio entonces un nuevo giro, ya que el diario ‘La Tercera’ tituló escandalosamente: “El descuartizado es el Descuartizador”, con lo cual el matutino acusaba a Salazar de haber asesinado a su esposa María del Carmen. Esta teoría periodística se basó en que el desaparecido europeo tenía una cicatriz de dos operaciones médicas: apendicitis y hernia, mientras que los restos encontrados en Quilicura sólo presentaban señales de la primera intervención.

Otra arista de la investigación determinó que Salazar no era precisamente una blanca paloma, sino que estaba vinculado al tráfico de divisas y de televisores, muy escasos en los últimos meses del gobierno de la Unidad Popular, lo que abría puertas a un escandaloso y rentable mercado negro. La familia del comerciante nunca aceptó esa presunción y presentó una querella en busca de los responsables de ambos asesinatos.

Días después, apareció una cabeza humana en Renca, pero debido al avanzado estado de descomposición el hallazgo no sirvió de mucho para la identificación de la víctima. Era tanta la confusión que rodeaba al caso en esos días, que se llegó a pensar que el extranjero había simulado su propio homicidio. La nueva hipótesis policial señaló que Mariano Salazar buscó a alguien de similares características físicas, le puso su ropa y luego de embriagarlo hasta la inconsciencia lo mató para que se pensara que el cadáver era el suyo propio. Después habría asesinado a su esposa y luego, con inusitada rapidez y facilidad, habría abandonado el país con identidad falsa. Para consuelo de la familia de Salazar, los estudios forenses determinaron que el hombre falleció en completo estado de ebriedad, por lo que no habría sufrido dolor al ser mutilado. La alcoholemia practicada a la sangre coagulada del tronco humano indicó que al momento de ser asesinado el individuo se hallaba al borde del coma etílico.

Una de las últimas informaciones sobre el caso fue publicada el 21 de marzo del ’73. En ella se aseguró que el cráneo del descuartizado mostraba claramente un impacto de bala en el parietal derecho. Paulatinamente el tema fue perdiendo importancia para la prensa, tanto escrita como televisada. Por último, la policía determinó que el cuerpo del descuartizado correspondía al del comerciante español, aunque sin certeza científica exacta, pero como Chile se mostraba atareado dramáticamente en el quiebre político, el asunto se fue difuminando en el olvido y, hasta hoy, se desconoce la identidad del o de los asesinos de Salazar y su mujer.

Durante los días que siguieron a la aparición del torso, sobre todo luego haber trascendido a la opinión pública la historia del cartonero que confundió un muslo del descuartizado con carne de cerdo, se dejó caer la psicosis general ya que mucha gente comenzó a denunciar que había comprado bifes de algún cristiano. Otra psicosis nació luego de que se hicieran públicas las dudas sobre la identidad del descuartizado, pues entonces el supuesto Mariano Salazar comenzó a ser visto deambulando por todos lados en Santiago y en provincias. El Servicio Nacional de Salud debió intervenir, asegurando: «no hay ninguna posibilidad de que supermercados y carnicerías expendan carne humana en el país»; mientras el director de Investigaciones ratificaba que el cadáver correspondía al comerciante español.

¿Era Mariano Salazar realmente un traficante de divisas y televisores? ¿Pertenecía a una cofradía política-mafiosa dedicada a ganar dinero ilícitamente, a la vez de provocar desabastecimiento y mercado negro en Chile, incentivando la caída del gobierno de la Unidad Popular? ¿Sus ‘socios’ le asesinaron a él y a su esposa porque sospecharon que ambos eran proclives a abandonar la conjura y escapar del país? ¿Salazar pensaba delatar a sus asociados? ¿Quiénes eran esos ‘asociados’ y quiénes los asesinos?

Preguntas que hasta hoy se encuentran sin respuestas…todavía.

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BONUS TRACK, un cuento de aquellos años     Sólo el miedo es libre   AYER COMENZÓ de verdad el otoño. El mes de mayo trajo los fríos, las nubes y los temores. Hay un vientecillo húmedo que arrea malos presagios.   Si llueve, el acto de protesta se irá al tarro de la basura. Los estudiantes son revolucionarios sólo cuando el clima acompaña al grito…. y de lunes a viernes únicamente. Sábado y domingo la revolución muere en las fiestas ocultas, en los partidos de fútbol, en las visitas al cine.   Desde la ventana de mi dormitorio observo caer las primeras gotas y veo la calle asfaltada cambiar de color lentamente, con el reflejo de las luminarias dibujando rayas lúdicas en los charcos incipientes. A lo lejos, escondidos en el manto nuboso, los relampagones de la tormenta eléctrica descifran puzles geográficos permitiendo adivinar que allí se encuentra la cordillera. La libertad está a escasos kilómetros. Tan cerca y tan imposible.   Las ráfagas de viento norte golpearon el vidrio del ventanal. El agua comenzó a caer como cortina líquida. Un automóvil pasó velozmente frente a mis ojos. Fue el único atisbo de vida que pude distinguir en la calle. La ciudad dormía el letargo de la ignominia. Pronto aparecerían los vehículos militares tomándose las esquinas y la gente se obligaría a amortiguar las luces de sus viviendas con cortinajes o cartones para evitar que una bala interrumpiese el miedo. Cerré las persianas dejando mi cuarto en aquella oscuridad que difumina el temor y embadurna la rabia.   La lluvia caía con fuerza, rebotando orquestalmente en tejados y aceras. Me fui a la cama, seguro de haber perdido la oportunidad de protestar. Nadie llegaría mañana al patio central de la universidad. Todo el esfuerzo de meses, toda la audacia desplegada y la atrevida insinuación repartida de boca en boca, moriría bajo el chapotear del primer temporal de lluvia del año junto a los centenares de panfletos distribuidos en las distintas Facultades.   La campanilla del teléfono despertó nuevos temores. Mi padre surgió tras la puerta con el ceño fruncido. Le desagradaba atender llamadas nocturnas que no le pertenecían. “Di a tus amigos que estas no son horas para socializar”.   La voz de Mariana temblaba de pavor, articulando frases inconexas, urgentes.   – Huye…huye de inmediato. Carlos y Rubén fueron detenidos a las cinco de la tarde. Ahora vendrán por nosotros. – Pero… ¿cómo?… ¿cuándo? –titubeé, sintiendo que una mano orlada de garras se apoderaba de mi estómago. – Estoy en casa de amigos. Es un refugio temporal. Mañana trataré de asilarme en la embajada de Venezuela. ¡¡Huye!! ¡¡Vete!! –gimoteó Mariana y cortó la comunicación.   Era un aviso certero. Provenía de Mariana, la más seria mujer de mi grupo, la única que jamás había mentido y que, además, nunca exageró las desgracias. Si ella estaba advirtiéndome de un peligro severo, era llegado el momento de tomar decisiones.   Con un manotazo sobre el velador recogí los documentos guardándolos en el bolsillo trasero de mi pantalón. Me enfundé con la chamarra que me había regalado mi madre en el último cumpleaños y encasqueté en mi cabeza el viejo sombrero de fieltro negro que perteneció a mi abuelo.   Con el corazón desbocado y el pulso danzando una carrera vertiginosa, tratando de no provocar ruidos que alertaran a mis padres que descansaban en el cuarto vecino, alcancé hasta la cocina y me deslicé por el ventanuco que topaba con las techumbres de las casas colindantes. Con poco esmero, cerré desde fuera la hoja de la ventana y respiré profundo bajo la pertinaz lluvia antes de echarme, casi de vientre, sobre las planchas de zinc. Cual reptil escabullendo las garras del águila, transité los metros que me separaban del patio interior de la parroquia.   La oscuridad era completa, por lo que hube de adivinar el lugar preciso por el cual dejarme caer hasta el piso embarrado que circundaba el único árbol del lugar, un magnolio gigantesco que mecía sus ramas tétricamente con las sacudidas del viento. El agua se deslizaba bajo mi chaquetón, mojándome pecho y espalda, haciéndome saber que aún continuaba vivo y libre.   Pegué el cuerpo a la pared de ladrillos que servía de separación de los edificios aledaños y caminé acezando de pavor hacia la reja que miraba a la calle. Me encontraba en la avenida paralela a la de mi domicilio. No se divisaba automóvil alguno ni personas apostadas en las esquinas.   La quietud era absoluta, a no mediar el tintineo fantasmagórico de las gotas de lluvia golpeando la vida.   Un solo pensamiento ocupaba mi mente. Llegar, al igual que Mariana, a las puertas de una embajada y solicitar asilo político. Pero las legaciones diplomáticas se hallaban en Santiago, muy lejanas de mi actual paradero. Era tan grande el riesgo y tan exigua la esperanza.   Ruidos de motores señalaron el arribo al barrio de los vehículos militares. Venían por mí. Pronto se iniciarían las carreras, los gritos y las órdenes, confundiéndose con los allanamientos de casas en procura de un estudiante que había osado desafiar al régimen.   Salté la reja de la parroquia iniciando una carrera enloquecida rumbo al lado oriental de la comuna. Tengo un vago recuerdo de las veces que me dejé caer sobre el asfalto para escudriñar la limpieza de la fuga. Me adosé a muros y árboles, rodé bajo estructuras de camiones estacionados en las bermas cual monstruos paleolíticos soportando estoicos el aguacero.   Corrí, corrí, corrí… hasta dejar atrás las últimas casas y adentrarme en terrenos baldíos sorteando arbustos, piedras, basuras y hondonadas. El llanto y el miedo eran mis solitarios contertulios. Frente a un peñasco de dimensiones respetables detuve mi andar y vomité el nerviosismo que me apresaba.   La cordillera se alzaba frente a mis ojos, oscura e impenetrable en sus primeros contrafuertes. Di un rodeo al peñasco y comencé a ascender por la estrecha senda que alguna vez sirvió de ejercicio a ciclistas aventureros de fin de semana. El viento aumentaba su velocidad y los relámpagos querían incendiar mi cobardía.   Recostado sobre un saliente rocoso, giré la cabeza para mirar el panorama. Estaba sobre el pueblo que dormía el susto de cada noche. Abajo, a mi derecha, las luces tenues y amarillentas de Codegua señalaban mi posición. Hacia la izquierda, recibiendo una cortina líquida, mi casa y mi barrio simulaban una despedida.   Subí la pendiente y encontré un camino despejado, estrecho y zigzagueante, que me pareció terminar en ninguna parte. Un rayo cayó desde el cielo hendiendo la montaña en las alturas. “No debo guarecerme a la vera de árboles gigantes –recordé- Allí es donde apuntan los rayos”.   Entre el sonido del viento, una voz se dejó oír nítidamente, provocando un salto a mi corazón. El grito rebotó en las cortezas arbóreas, imponiéndose al ulular de la tormenta y al zapateo de mis temores. – ¡¡Por aquí!! ¡¡Por aquí!! ¡¡Pronto, muchacho… pronto!!   Sobre mi cabeza, más allá del bosquecillo, la figura de un hombre vestido de sombras y rodeado por ignota escena se destacó con el fulgor del relámpago. Un lazo cayó desde las alturas golpeando mis hombros. – ¡¡Amárrelo a su cintura!! –dijo la voz.   Fui levantado en vilo con la facilidad que se avienta una pluma. Durante cinco segundos permanecí colgando y balanceándome sobre el precipicio. Otro fuerte tirón me llevó hasta terreno seguro. Entonces vi el caballo a cuya montura el individuo había atado la soga. Hombre y bestia parecían surgidos de un cuento de terror. Se precisaba estar muy cerca de ellos para ubicar sus cuerpos. Todo era negro, penumbroso. No había un mísero brillo en las vestimentas del hombre ni en los aderezos del animal. El sujeto saltó con agilidad y acomodó su cuerpo sobre el lomo del jamelgo. Extendió su mano, indicándome hacer lo mismo. En la densa oscuridad logré percibir el brillo malicioso e intrépido de su mirada.   Con poca gracia, trepé como pude a las ancas de la bestia y hundí mis uñas en la gruesa manta que cubría el cuerpo del jinete. Escuché el tintineo de los espolines y la fusta marcó un sendero de brisas antes de golpear suavemente el lomo del noble bruto que comenzó a tranquear con firmeza hacia sitios más altos.   Pasados los últimos estorbos de árboles y gruesa maleza, la cordillera desnudó sus extensiones entre castillos de rocas que replicaban con sonora angustia el gorgoteo del agua destilando pasiones. De trecho en trecho yo volvía la vista hacia el poniente, sin lograr desentrañar la ubicación del que fuera mi pueblo, ahora oculto en el valle bajo y cubierto de nubes. Al arribar a un desfiladero sacudido por el soplo de la tormenta, el jinete tiró las riendas y me ordenó apear.   – Tendrá que colocarse esta capucha, mi amigo –la voz sonaba risueña- Será sólo por algunas horas. – ¿Una capucha? –creo que balbuceé. –  Si es que desea vivir –acotó el hombre, siempre alegre- No puedo permitirle conocer el camino que le salvará el pellejo. Bajó también de su montura y se plantó a mi vera. El grueso sombrero caía sobre su faz, escondiéndole el continente, y el cuello de la manta, subida, ocultaba cualquier rasgo humano. No era más alto que yo… ni más bajo. Una vez que estuve encapuchado, me ayudó a montar. Los brazos eran fuertes y la voz ronca. – Guarde silencio hasta que yo le indique que puede conversarme, pues los sarracenos tienen oídos de zorzal.   Mis sentidos señalaron que comenzábamos a descender en medio de espacios abiertos. Me pareció percibir que el caballo, en tres oportunidades, giraba hacia el lado izquierdo, ora subiendo, ora bajando. Luego, la lluvia cesó su martilleo y el retumbar de los cascos se dejó sentir a través de ecos abombados. Creí entonces encontrarme dentro de un largo túnel sin techumbre. Extendí mi brazo izquierdo y los dedos golpearon contra roca sólida. Repetí la operación con el brazo derecho. Roca nuevamente. El paso era tan angosto que apenas permitía el tránsito de una cabalgadura.   El jinete desconocido parecía dormitar sobre la montura, pese al viento y a la lluvia que no cesaban sus arrestos. Se le notaba tranquilo, confiado, pero yo estaba seguro que sus sentidos se mantenían en permanente alerta ya que enderezaba su cuerpo no bien se escuchaba cualquier sonido extraño a la geografía y al clima de ese lugar de alturas.   Comenzó a nevar tenuemente y sentí los copos gélidos metiéndose en mi cuerpo a través de la pendiente del cuello. Los ecos cesaron y el ruido cambió de tonalidad. Cabalgábamos por un sendero nevado y resbaladizo cuya extensión recorrimos en un par de horas hasta que el retumbar sonoro de los cascos del animal regresó junto a la lluvia.   – ¿Sigue vivo? –preguntó el jinete en sordina. – Vivo, pero con mucho frío –respondí en voz baja.
– Esa es buena señal. Si comienza a sentir un calorcillo que invade sus piernas, avíseme de inmediato. Tendría que hacerle correr delante del caballo para evitarle el congelamiento. Mientras tanto, tenga… beba un sorbo pero no se desprenda de la capucha.   A tientas, cogí un adminículo que reconocí como una bota de cuero. Tragué el líquido fuerte y amargo que me hizo toser.   – Aguardiente –explicó el hombre- Beba otro sorbo. – ¿Qué estaba haciendo usted en la precordillera de Codegua? –pregunté, con cierto temor.  – Beba y calle –apuntó el sujeto con voz severa- Nos acercamos al “paso de la noche”. Más allá, se encuentran su libertad y mis compromisos.   Otra vez al silencio y a los tamborileos de una lluvia fina azotando peñas y riscos. La modorra provocada por el aguardiente venció mis aprensiones y un letargo plácido ganó espacios en mi consciente. Creo que dormité durante un rato largo.   Horas después, una bocanada de aire frío y húmedo anticipó un nuevo aguacero al mismo tiempo que los ecos comenzaban a difuminarse. El caballo apuró el paso y trotó libremente. Un picar de espuelas transformó en galope lo que había sido trote cansino. Bajo la tela de la capucha, las primeras luces del día me volvieron a la vida. Ahora llovía condenadamente.   Por fin, el jinete detuvo la cabalgadura y me permitió apear y desprenderme de la capucha. Los prolegómenos de una inacabable pampa dominaban el paisaje feraz. Un océano terrestre marcado por malezas y pastos oscuros abarcaba toda mi visión. Hacía una hora, o más, que el amanecer se había hecho presente en ese sitio, pero la oscuridad seguía reinando merced a la capa de nubes gordas y densas que querían tocar el suelo.   – El aguacero va a amainar en poco rato –dijo el hombre- Y en poco rato tendré también que despedirme de usted. – ¿Me va a dejar aquí? –pregunté, aún asustado.
– Este es mejor lugar que aquel donde lo encontré –respondió con sorna.
– ¿Dónde estamos?   Bajo el ala del sombrero los ojos oscuros chispearon ironía. Extendió la mano enguantada mostrando un panorama de silvestre soledad.   – Argentina, mi amigo…. la tierra del cuyano San Martín. La tierra desde la que usted podrá recomenzar su lucha por la libertad.   Quise hacer mil preguntas, confundido en dudas y desasosiegos, pero el hombre eludió mi ansiedad imponiendo su voz sobre mis interrogantes.   – Siga caminando hacia la salida del sol. En dos horas, más o menos, llegará a una aguada donde verá cabezas de ganado y algunos gauchos cuidándolas. Ellos le indicarán cómo arribar al pueblo más cercano. – ¿Usted no vendrá conmigo? – Su lucha no es la mía. Tengo mis propios problemas, y le aseguro que no son pocos ni pequeños. Vaya en paz y confíe en Dios – ¿Pero, puedo considerarme libre en este lugar? –tartajeé.
– Sólo el miedo es libre, mi amigo –me pareció que sonreía bajo sus disfraces. – ¿Cuál es su nombre? –pregunté. Sin mirarme, apuró el pingo con un fustazo en las ancas. “Ehh… ehh… ehh…vamos “Huacho”, vamos…” – Por favor, dime quién eres….   Dio un tirón a la rienda, picó espuelas y el caballo se alejó al galope corto. Un sentimiento de confusiones me hizo gritar las preguntas postreras.   – ¿Quién eres? Por favor, no me dejes con una deuda imposible. Dime quién eres –mi voz temblaba de emoción. – Un compatriota loco ayudando a los débiles –respondió secamente.
–  ¿Volverás a la frontera para socorrer a otros?   La carcajada con que me respondió fue opacándose bajo las nubes a la vez que hombre y bestia se perdían en el infinito de la pampa, rumbo al norte.  

Convertidos casi en un punto indistinguible, creí escuchar su despedida atenuada por la distancia y transportada en brazos del viento. ¡¡Viva Chile!! ¡¡Viva la patria!!     Han pasado más de cuarenta años y los requiebros de aquella aventura jamás dejaron de estar presentes en mi alma y en mi mente.   Pienso en el guerrillero. Lo imagino confundido con las sombras, arma al cinto, montado en un jamelgo que estila audacia, empapado hasta los huesos cruzando a la otra banda por un paso montañés que sólo él conoce. La leyenda –no la Historia- afirma que fue Justo Estay, asistente gaucho de San Martín, quien le confidenció la existencia de la huella perdida entre desfiladeros y farallones. Manuel Rodríguez murió abatido por balas cobardes sin heredar a nadie el mapa de esa travesía que él realizaba en una noche. De Santiago a Mendoza, del valle del Maipo a Cuyo, en doce horas.   Nunca he contado a nadie mi experiencia cordillerana, pese a que muchos amigos aún preguntan cómo logré escabullirme de los verdugos que buscaban mi cuerpo una lluviosa noche de mayo de 1974.   ¿Qué podría haberles contestado? ¿Qué Manuel Rodríguez apareció desde los patios de la Historia y me salvó el pellejo? ¿Me habrían creído? ¿Lo creo yo?   Siempre que me es posible, viajo a Santiago y me detengo ante la estatua de Manuel Rodríguez, allí donde se inicia el Parque Bustamante. Gustosamente, gasto mi tiempo en observar la escultura de bronce que muestra al guerrillero, montado en su jamelgo, gritando: “aún tenemos patria, ciudadanos”.   Me siento a los pies del monumento y calladamente converso con él, agradeciéndole su salvadora participación, pero arrepintiéndome no haberle seguido los pasos en aquella pampa lejana.   ¿Alguien sabrá que su caballo se llamaba “Huacho”?   ¿Sabrán también que Manuel sigue allá arriba, cada noche, tramontando la cordillera en busca de libertarios para salvar y patria para parir? No he vuelto al sitio montañoso donde me encontró. No me atrevo. Quizás, en mi subconsciente, algo me advierte y me aconseja dejar las cosas como Dios las ordenó.   Siempre que me alejo del sitio donde se ubica el monumento en su memoria, creo notar que el audaz guerrillero me sonríe con ironía a través de su mirada moruna e irreverente. Yo también lo hago, mientras acaricio la deteriorada bota de cuero que mantuve en mi poder luego de aquella noche increíble. En la parte superior, bordada con trenzados hilos negros, se lee una dedicatoria: “Al amigo Rodríguez. Con afecto, José Miguel”.   Nota: José Miguel Carrera (uno de los padres de la patria chilena) y Manuel Rodríguez (el libertario y heroico guerrillero) eran vecinos y muy amigos. Ambos combatieron tenazmente por la independencia del país contra las tropas españolas, y ambos murieron de forma trágica; Carrera, fusilado en Mendoza, y Rodríguez asesinado por la espalda en Tiltil.     F I N
   

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