Curicanos adolescentes y el ‘Carloto’, una historia del Chile de 1960

 Curicanos adolescentes y el ‘Carloto’, una historia del Chile de 1960

Arturo Alejandro Muñoz

Procedente de la ruritania campesina de ese Curicó de los años 60, aún tengo grabado a fuego en mis retinas la arquitectura de aquel barrio santiaguino al momento de nuestro arribo familiar. Me parecía más relevante poder insertarme en algún grupo de amigos que habituarme físicamente a mi nuevo hogar. Por mi juvenil mente circulaban todavía las historias de aventuras y ‘chorezas’ protagonizadas por jóvenes pandilleros capitalinos –calificados por la prensa de la época como “coléricos”- las que en provincias, relatadas bajo las estrellas en noches de estío, habíanse convertido casi en leyendas. La del “Carloto” era, sin duda alguna, la más famosa. 

En plena época de los ‘rebeldes sin causa’ –motejados como ‘coléricos’ por la prensa- un fatal hecho estremeció al país. Al atardecer del día 13 de abril de 1959, Carlos Boassi – a bordo de una motocicleta Ducatti- fue a buscar a su polola, María Luz Tamargo González, de 15 años de edad, a la Plaza de Armas de Santiago, específicamente en la Librería ‘Tamargo’, cuyo propietario era el padre de la muchacha.

Juntos, como una normal pareja de enamorados, se dirigieron a contemplar las estrellas de aquel anochecer otoñal en los potreros aledaños a la entonces despoblada avenida Peñalolén, en la esquina de calle Cruz Almeyda. Allí se desató la tragedia. Luz María Tamargo falleció en extrañas circunstancias. ¿Asesinato o suicidio?

Cuatro décadas más tarde, el 30 de octubre del 2003, el diario “La Cuarta” comunicaba el deceso del otrora famoso muchacho agregando algunos antecedentes del luctuoso hecho acaecido en abril de 1959:

< Víctima de cáncer falleció ayer jueves Carlos Boassi Valdebenito, el «Carloto», conocido también como el James Dean chileno, uno de los últimos grandes «coléricos». Sólo lo sobrevive Peter Rock, con quien compartió los mejores años de su juventud, su pasión por las motocicletas y la velocidad. El nombre de Boassi interrumpió violentamente la siesta pueblerina del Santiago de 1959, la tarde del 13 de abril.

<Cerca de las 19 horas, el «Carloto» pasó a buscar a su polola María Luz Tamargo González, de 15 años, en su moto y se la llevó de paseo a Peñalolén. En sus bolsillos, el joven llevaba su último chiche de niño consentido, una pistola Famae 6,35 milímetros.

Faltaban sólo minutos para las 20 horas cuando una vecina de calle Cruz Almeyda escuchó un disparo. Corrió hacia donde poco antes había visto a la pareja y, al llegar, vio a la niña en el suelo. De su sien derecha manaba un hilo de sangre.

<«Se suicidó, porque la iba a dejar», le dijo el «Carloto».

<La justicia no le creyó y la gente se dividió. Muchos lo acusaron de homicidio.

<Se presentó voluntariamente ante el magistrado Raúl Guevara Reyes, del Sexto Juzgado del Crimen, quien ordenó su inmediata detención.

<La opinión pública de la época lo despedazó en un juicio público ventilado a través de la prensa.

<«No juzgaron al ‘Carloto’, sino que a los ‘coléricos’, a la juventud rebelde», le dijo Boassi al periodista José Carrasco (posteriormente asesinado brutalmente por la CNI), cuando obtuvo su libertad tras cumplir la mitad de la condena a trece años que le impuso la justicia por inducción o colaboración en un suicidio.

<El cabro siempre alegó inocencia. Dijo que fue sorprendido por un súbito arrebato de la lola cuando le mostraba el arma.

<Salió libre en diciembre de 1967, tras cumplir la mitad de su pena en la cárcel de Melipilla, luego que la justicia acogió una petición de clemencia solicitada por su mujer y rubricada por el presidente Eduardo Frei Montalva.

<Chile nunca fue el mismo tras la muerte de María Luz Tamargo y el juicio al «Carloto». La tranquila siesta de la tarde había terminado y comenzaban las pesadillas.>

Ello había ocurrido en 1959, pero solamente dos calendarios separaban aquella historia de mi arribo a la gran ciudad, y en mis ensoñaciones adolescentes seguía transitando el cúmulo de leyendas atribuidas a los ‘coléricos’, jóvenes imitadores de la muchachada estadounidense que mostraba el cine de Hollywood, aunque los nuestros, los criollos, pertenecían a familias acomodadas económicamente y, además, mostraban una rebeldía inefable que montaba motocicletas en las que desafiaban a la pueblerina policía de esos años.

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