Desde el Instituto Pedagógico del Chile democrático al Brasil dictatorial. Noche de pavor, orines y juramentos (frontera brasilera-uruguaya, año 1969)
Mi peor experiencia, mi más horrible pesadilla…salvé de milagro. Aún lloro cuando recuerdo esos trágicos días desglosados de mi propia irresponsabilidad e ingenua ignorancia de cómo era y actuaba realmente una dictadura. En 1973 volvería a saberlo
Arturo Alejandro Muñoz
A COMIENZOS DEL año 1969, llegué a la USP (Universidad de Sao Paulo) como alumno libre para participar en el post-grado “Historia Económica de América Latina en el siglo XX”, proviniendo del entonces afamado Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile,.
Se me asignó una pieza en el pabellón de internos extranjeros en la enorme universidad paulista, el cual compartí con Juan Carlos, argentino, y Ricardo, filipino. Hicimos muy buenas migas y conformamos el grupo de los “tres mosqueteros”, pese a que el “ché” estudiaba medicina y el asiático, ingeniería.
Junto con ello, amigos que vivían en Sao Paulo me habían conseguido un empleo como asistente de un jefazo gringo (en realidad, era hijo de suecos nacido en Memphis, EEUU) –mister Johan Erickson- en una empresa láctea, lo que me permitió, algunos meses más tarde, dejar el pabellón de internos de la USP y arrendar un pequeño departamento amoblado en la avenida Sao Joao, además de comprar –cómo no- un antiguo “escarabajo” Volkswagen del año’64, color azul piedra.
No veía muy seguido a mis ex – compañeros de cuarto, sólo me encontraba con ellos casualmente en el enorme casino central de la universidad, cruzando palabras de buena crianza y otorgándonos un abrazo o un apretón de manos, previo a seguir cada uno de nosotros el camino particular que las responsabilidades académicas nos indicaban.
Cinco meses después, terminé el postgrado pero no regresé a Chile debido a la cómoda vida que Sao Paulo me había permitido, olvidándome de continuar mi último año de estudios en el Instituto Pedagógico. Mis vísceras, en aquel entonces, recomendaban a mi cuerpo continuar en Brasil por un lapso de mayor prolongación.
Ricardo –el filipino- era un fanático del “Ché” Guevara y nadie podía hablar mal del revolucionario argentino sin recibir una andanada de argumentos y consideraciones histórico – sociológicas, que escapaban de sus labios con la misma secuencia que una ametralladora dispara sus tiros.
Estaba convencido –al igual que yo- que las consideraciones explicitadas por el ya mítico guerrillero constituían, por sí solas, un legado político para la América Latina que debería ser recogido por todos los hombres bien nacidos en esta parte del planeta.
Los últimos dos meses, el asiático había venido manifestando su incontenible deseo de leer el “Diario del Ché en Bolivia”, publicado en Chile por la revista “Punto Final” y distribuido a lo largo y ancho de ese territorio democrático. Pero, en Brasil estaba más que prohibido. Ser sorprendido con el famoso “Diario” equivalía a ponerse de pie frente al paredón, sin órdenes ni solicitudes.
Hasta hoy no he podido explicarme por qué tuve la maldita idea de encargar a Chile un número de la revista “Punto Final”, a sabiendas que estaba editada, ni más ni menos, por el Movimiento de Izquierda Revolucionaria –el MIR- hecho que no escapaba al conocimiento de los agentes de seguridad del gobierno militar brasileño.
Quizás fue el acostumbramiento a desafiar la autoridad –muy propio de los alumnos universitarios chilenos en aquellos años- o, posiblemente, la confianza en mi buena estrella. Pero, lo concreto es que cometí una estupidez indigna de mi calidad de profesional maduro, inteligente y cauto porque, tal vez, adolecía de esas tres cualidades.
Mi primo Javier, que hoy es un próspero banquetero radicado en Australia, envió desde Santiago la revistita por vía aérea, mimetizada en medio de otros libros y publicaciones de carácter misceláneo. Recogí la encomienda en las oficinas que VARIG tenía en el centro de la ciudad y me dirigí directamente al dormitorio de Ricardo y Juan Carlos en el pabellón de internos de la USP. Al no encontrar a ninguno de ellos, decidí dejar la publicación (envuelta en papel de regalo) bajo la almohada del lecho del filipino, junto a una tarjeta que escribí allí mismo, deseándole un feliz cumpleaños número veintiséis.
Estaba seguro que ese regalo emocionaría al asiático hasta las lágrimas, y no me equivoqué.
Soy un convencido que los avatares del destino se encuentran prefijados con mucha antelación por la mano de alguien muy poderoso, que es quien guía nuestros pasos y despeja el camino –o lo ensucia, depende- para que avancemos hacia la meta que nos ha sido asignada y no a cualquier otro lugar que está fuera de las consideraciones divinas.
Yo dejé la revista “Punto Final” en el cuarto de Ricardo un día viernes a las dos de la tarde, aproximadamente. Después me dirigí hacia la oficina de mister Erickson para realizar mi trabajo de rutina, pensando cómo y en qué ocuparía a partir de ese fin de semana el resto del tiempo que me sobraba a raudales, ya que dos días antes había terminado mis labores de estudiante de post-grado en la USP.
En la empresa láctea fui sorprendido por las palabras de mi jefe, pues me informó que él tomaría vacaciones a partir del próximo lunes y su esposa tenía todo dispuesto para un período de treinta y cinco días en Memphis, su ciudad natal.
El “gringo”, amable como de costumbre, me hizo entrega de un jugoso cheque al que adosó algunos billetes de su propio peculio personal.
– Regresa a esta oficina en cuarenta días más –me dijo, sonriendo afable- También mereces unas cuantas semanas de descanso.
Nos abrazamos con civilizada alegría y nos despedimos sin más trámites.
Esa misma noche le comenté a un buen amigo, Ademir Texeira, que disponía de más de un mes para holgazanear a mi antojo.
– Siempre has dicho que tu mayor anhelo es recorrer el río Amazonas. Ahora tienes tiempo y dinero. ¿Por qué no viajas hasta Manaos y cumples tu sueño?
Dicho y hecho. Le dejé las llaves de mi departamento y del Volkswagen, luego de haber adquirido un pasaje aéreo hasta la lejana ciudad del caucho. El vuelo despegó del aeropuerto de Congonhas a las siete de la mañana del día siguiente, sábado.
Estuve más de cuatro semanas en Manaos, conociendo en vivo las ‘bondades’ de la Amazonía…asunto que por cierto constituye una crónica aparte. En lo que atañe a este relato, terminada mi estadía en aquellos parajes excelsos, debí utilizar varios tipos de transporte para regresar a la ciudad industrial, Sao Paulo. Viajé por vía aérea hasta Brasilia y de allí, por autobús, hasta Río de Janeiro.
No tenía más tiempo para dilaciones y divertimento, por lo que en Rio tuve que abordar el primer medio de movilización a mi alcance: el tren nocturno a Sao Paulo, en clase económica, rodeado de negros bulliciosos y en un carro carente de luz. Ningún inspector me solicitó los boletos, ya que era muy raro que un blanco (o semiblanco, como el suscrito) se aventurara a meterse en esos carros. Afortunadamente, mi piel es oscura, así que pasé “soplado” entre esos “criolhos” bullangueros. Para rematar el asunto, una negraza de labios gruesos me dejó a cargo de sus dos “crianças”, que durmieron a mi lado durante todo el viaje, mientras la mujer se zangoloteaba en el pasillo al ritmo del samba que entonaban unos graciosos viejos de tez arrugada, premunidos de cajas de fósforos y una armónica. La noche fue una fiesta continua, una verdadera “escola do samba” que no cesó su lúdica cadencia en toda la travesía. Al amanecer, el sueño y la fatiga tumbaron a la batucada de viejos y adormecieron a la negra de las “crianças pretinhas”, las que ni siquiera tuvieron atisbo de despertar en medio de la bullanga musical.
Mientras, yo juraba que nunca más haría un viaje como ese. Por tierra y sin dinero.
Ah, nunca juren en vano, pues la mano de Dios es más larga que la esperanza.
En la estación abordé un taxi y me dirigí a casa de mi amigo Ademir, pues allí estaban mi Volkswagen y las llaves del departamento.
EL MIEDO
Apenas traspuse la reja del antejardín, me percaté que algo malo había ocurrido, ya que doña Severa, la madre de Ademir, me miró como si hubiese visto aparecer un fantasma. Sin remilgos me arrastró al interior de la casa haciéndome ingresar a uno de los cuartos posteriores, mientras cerraba la puerta y corría las cortinas de las ventanas. Luego, se llevó las manos a la boca y prorrumpió en sollozos.
Yo la miraba con la mejor cara de estúpido que podía tener en esa situación.
– Tienes que huir del país –me dijo por todo comentario, y siguió llorando.
Una vez repuesta del asombro inicial, me relató lo que había ocurrido durante mi ausencia. Y era algo en verdad terrible y desconsolador.
Mi amigo, Ricardo, el filipino, había sido detenido por los gorilas de la “Seguridad” paulista. La policía me buscaba afanosamente por toda la ciudad. Se me acusaba de “extranjero agitador y marxista confeso”. Tenía los días contados.
Doña Severa me relató los sucesos ocurridos la tarde misma que dejé bajo la almohada de Ricardo el número de la revista “Punto Final” donde se publicaba, en extenso, el famoso “Diario del Ché en Bolivia” que el filipino deseaba leer como si fuera la Biblia de todos los revolucionarios.
Inesperadamente, y por primera vez en ese año, la policía universitaria realizó un allanamiento de rutina en los pabellones de internos a las ocho de la tarde.
Encontraron el “Diario del Ché” descansando sobre el pijama de Ricardo junto a mi tarjeta de felicitaciones.
De inmediato se inició una operación combinada de la policía con agentes de “Seguridad” para dar caza a Ricardo y a Juan Carlos, el argentino. Ambos estaban en la biblioteca de la USP.
Les trasladaron a los sótanos de un inmueble ubicado cerca de Guarulhos, donde les “interrogaron” con la ferocidad y locura que permitían las técnicas usadas para la tortura.
A la mañana siguiente –yo había aterrizado a esa hora en Manaos- fueron tras mis pasos y allanaron mi departamento, encontrándolo vacío y con claras señales que indicaban mi viaje hacia un lugar que, por cierto, los agentes desconocían. .
Concurrieron, entonces, a la empresa láctea donde yo trabajaba como asistente de un gringo que, también, en ese momento se hallaba fuera de Brasil; Ricardo, en la sala de ‘interrogatorios’, había mencionado que ese era mi lugar de empleo. Obviamente, tampoco me hallaron allí
Pero la cacería había comenzado, ya que mis dos amigos, como única forma de alivianar la saga de torturas y palizas, cargaron sobre mis hombros toda la responsabilidad de aquel acto (“introducir al país material terrorista”), lo que era considerado “altamente ilícito” por la dictadura brasileña..
Los aeropuertos fueron bloqueados para mí esa tarde, y mi nombre apareció muy fugazmente en un programa de noticias de un canal de televisión.
Asustado, Ademir escondió mi Volkswagen en el patio trasero de la fábrica de botones de Gaspar, un sobrino de doña Severa, de francas ideas derechistas y participante en grupos de análisis políticos de partidarios abiertos del dictador Costa e Silva. Nadie me buscaría en ese sitio, además Gaspar fue informado derechamente por Ademir sobre la situación que se estaba viviendo, y su primo empresario aceptó el asunto valiente y solidariamente.
-Debes abandonar Brasil ahora mismo –insistió doña Severa- Si te agarran aquí, eres hombre muerto.
LA HUÍDA
Ademir pasó por mí en la tarde y me llevó escondido en el asiento posterior de su auto a casa de Gaspar. Me sentí como un judío huyendo de las SS en Hanoover, sin un centavo en los bolsillos e impedido de ir al banco a retirar algo de dinero. Estaba a merced de la voluntad de mis amigos, quienes mostraban en sus rostros la ansiedad que sólo el miedo sabe dibujar.
Gaspar me protegió en un cuartucho que ocupaba para guardar herramientas y cachivaches, en la última oscuridad de su casa.
A las once de la noche, me sacaron del escondrijo para transportarme a un sitio más seguro. A través de otro amigo, Magrela, que trabajaba en APSA (Aerolíneas Peruanas) donde había alcanzado el puesto de Jefe en el mesón de la aerolínea en el aeropuerto de Congonhas, lograron tomar contacto con el Consulado de Chile en Sao Paulo.
El maldito Cónsul no se interesó en mi problema y optó por dejar el caso en manos de las autoridades locales, argumentando que se trataba de un asunto meramente policial.
Juré que jamás votaría en Chile por un candidato demócrata cristiano. El gobierno de Eduardo Frei Montalva mezquinaba su apoyo en un momento que mi vida corría verdadero peligro.
Ademir y Gaspar me dejaron en el segundo piso del edificio donde vivía Pascual, un español que oficiaba de secretario administrativo en el Consulado.
Este hispano tenía su propia historia, llena de peligros idos y batallas añejas pero, preferentemente, conocía en carne propia el sabor de la derrota y de la fuga, pues en su país natal fue perseguido a muerte por elementos “carlistas” que luchaban en la guerra civil al lado de Francisco Franco.
Pudo escapar de milagro, cruzando la frontera en medio de los Pirineos. Desde Francia se las emplumó a Argentina. En ese entonces, Pascual tenía 23 años de edad. Trabajó en el puerto de la Boca como cargador, luego como despachador y finalmente obtuvo el cargo de auxiliar de servicios en la Embajada de Chile en Buenos Aires. Años de duro trabajo y estudios nocturnos le permitieron ascender al cargo de secretario.
Hacía sólo siete meses que le habían transferido en comisión de servicio al Consulado de Chile en Sao Paulo.
Afortunadamente, acostumbraba viajar en APSA, atendido por el propio Magrela. Por eso, eran amigos.
Pascual era soltero, vivía solo y tenía rango diplomático. Él y su casa contaban con inmunidad.
Le relaté en detalle los trágicos sucesos y se mostró dispuesto a ayudarme para salir de Brasil. Habló pestes de los gobiernos sudamericanos, calificándolos de “machitunes con corbata”. Hubo una frase que me causó honda impresión.
– Los hijos de España no han podido abandonar su inclinación a los desfiles, al garrote y al amo. Mira a Chile. Tu gente siempre fue colonia. Primero de los incas y su imperio, después, de España y el rey; luego, de los oligarcas ingleses y ahora de los “yanquis”. Ese país vuestro le debe una revolución a su Historia.
Era simpático el “coño”; e ilustrado, además. Yo debería agregar “extremadamente solidario”, pues se encargó de estructurar mi escape paso a paso, indagando horarios y combinaciones de autobuses hacia Uruguay. Logró, además (no sé cómo), retirar algo de dinero desde mi cuenta bancaria mediante un simple documento que firmé en su propio departamento.
Por fin, la tarde de un jueves, Pascual tenía todo listo. Había trabajado a espaldas del Cónsul, poniendo en jaque un futuro laboral seguro y cómodo, pero lo hizo porque alguien tenía que hacerlo.
– Viajarás por tierra, esta misma noche, en la línea “Pluna” hasta Porto Alegre. Allí transbordarás al autobús uruguayo de la empresa “Onda” que se dirige a Montevideo. Te buscan en los aeropuertos, no en los rodoviarios. Cruzarás la frontera con Uruguay en Chuy; eso será, más o menos, en la medianoche de pasado mañana. ¿Conoces Chuy?
Asentí con un vago sabor a muerte posible jugueteando en las paredes interiores de mis mejillas.
Había estado en aquel pequeño y simpático poblado meses atrás, en un viaje relámpago que realicé al lado uruguayo para revalidar mi “Cartera 19”, especie de visa que los brasileños exigían a los extranjeros. Recordaba con cierta exactitud la extraña vida de ese lugar. Una calle ancha y polvorienta separaba Uruguay de Brasil. En cada acera se levantaban comercios con letreros en español y en portugués. La gente caminaba “de un país a otro” libremente, pues ambas aduanas se levantaban en las afueras del pueblo, en los ingresos norte y sur. Eso era Chuy. Una raya en la pampa, una irrupción de color en el vasto paisaje plano, un punto diminuto en lontananza.
– Bien, entonces me evito tener que hacer dibujos sobre el papel –dijo Pascual, agregando misterio a sus próximas palabras- El bus llegará directo al costado sur de Chuy, bordeando el pueblo y parando a veinte metros de la aduana uruguaya, frente a un puesto militar brasileño. Los pasajeros irán amodorrados con el sueño, por lo que el asistente del conductor bajará de la máquina para que los militares revisen y timbren el listado con los nombres de los viajantes. El autobús se moverá de inmediato hacia territorio uruguayo, aparcando en la aduana donde los trámites de ingreso resultan más demorosos.
Hizo una pausa que me anunció la llegada del peligro. Me tomó del brazo y se lanzó por el tobogán del aviso que erizó mi piel.
– Si los militares ordenan encender las luces interiores de la máquina y piden que los pasajeros desciendan, significa…..
– ¿Sí? –pregunté alelado.
– Que te van a detener –me miró con profunda seriedad, intentado conocer el grado de pánico que mi cobardía era capaz de alcanzar; no obstante haber tiritado yo como un postre de jalea, Pascual continuó capacitándome para ese eventual momento de riesgo- No hagas ninguna estupidez. Ellos no tienen tu fotografía, de eso estoy seguro, por lo que puedes mimetizarte con el resto de los pasajeros. Sal del autobús con absoluta calma y camina lentamente hacia el puesto militar. Detente a unos cuatro metros del ingreso y deja que otras personas entren al lugar. Hazte el loco. Enciende un cigarrillo….¿tú fumas, no?….bueno, disfruta, o aparenta hacerlo, del sabor del tabaco y del aire de la noche.
– Lo tengo claro –tartamudeé- Pero, en algún momento me obligarán a entrar.
– No puedes hacer eso. Apenas veas que los soldados se esmeran en ayudar a los pasajeros para ingresar a esa oficina, corre…
– ¿Corro? ¿Hacia dónde? –gemí.
– Hacia la aduana uruguaya que está a veinte metros de allí, en línea recta. Corre como alma que se lleva el diablo. En ello te va la vida, muchacho. No bien llegues donde los uruguayos, solicita a gritos asilo político.
– ¿Me lo darán? –todo mi cuerpo parecía cimbrarse de pavor.
– De inmediato, carajo, de inmediato.
LA NOCHE DE LA FUGA Y LA VERGÜENZA
El viaje hasta Porto Alegre fue una pesadilla. No pegué pestaña y sudé como un gordo en baño turco. Cada vez que el “Pluna” se detenía en algún lugar, mis esfínteres amenazaban abrirse.
Hice un rápido trasbordo al autobús de “Onda” y ocupé el primer asiento junto a la puerta. Ni siquiera recuerdo el rostro del pasajero que se ubicó a mi lado. Estaba molido con el trayecto de dieciocho horas desde Sao Paulo, y me quedaban otras tantas hasta la frontera.
Creo que dormité brevemente.
Llegamos a Chuy a la una y media de la mañana. El pueblo dormía bajo un manto de estrellas impresionante.
La máquina se detuvo frente a la barrera del puesto brasileño. Tres soldados se nos acercaron. El asistente del conductor habló con ellos e ingresó al galpón que servía de oficina. Yo sudaba como caballo de tiro. Tenía ganas de orinar y oleadas de asco subían por mi esófago hasta la garganta. Pensaba en Chile. Añoraba mi calle y mis padres, a la vez que maldecía al “Ché” por haber escrito un jodido diario de campaña.
El asistente regresó a paso rápido. Venía sin la lista. Encendió las luces y con palmetazos sonoros ordenó a todos los pasajeros descender del bus.
¡¡Me habían descubierto!!
Bajé temblando de pánico en medio de los pasajeros que protestaban a viva voz por ser obligados a salir al descampado bajo el frío nocturno. Dejé que siete u ocho de ellos ingresaran al puesto, flanqueados por los militares.
Me detuve y encendí un cigarrillo. Mis manos bailoteaban en la oscuridad.
Las luces de la aduana uruguaya se observaban nítidas A UNA CUADRA DE DISTANCIA. Una cuadra. Cien metros. “Me van a zurcir a balazos”, lloriqueé interiormente.
Uno de los soldados se acercó a mí con rapidez, fijando su mirada en mis manos. Me tomó del hombro y me llevó hasta el punto donde había algo de luz. Me oriné.
– ¿O señhor tem un cigarrilho pra’ gente?
Le pasé el paquete de “Minister” sin conciencia real, automáticamente. El uniformado agradeció mi gesto con profundas reverencias; acomodó su fusil sobre el hombro y comenzó una charla intrascendente, mientras yo escuchaba un relato deportivo que escapaba de la radio que los guardias uruguayos tenían encendida a todo volumen en la aduana.
No ingresé al puesto brasileño porque el soldado me retuvo a su lado conversando. Pude ver al asistente del conductor subir y bajar del autobús con un balde, paños, escobillón y hojas de periódicos.
Yo olía mi propia orina. Estaba aterrado, esperando escuchar la orden de arresto y recibir una andanada de golpes e insultos.
Pensé en Ricardo y en Juan Carlos, desnudos en la “parrilla”, resistiendo a la muerte que viajaba dentro de un cable eléctrico. ¿Podría yo haber soportado similar tortura? .
– Todos los pasajeros deben subir al autobús –gritó el conductor- Llevamos mucho retraso.
La gente fue abordando la máquina con una calma que tensó aún más mis estragados nervios. Me despedí del soldado y corrí al bus. Tomé asiento sobre mi propia vergüenza y hundí la cara en mis manos para sollozar quedamente.
¿Qué había pasado? ¿Por qué se nos ordenó descender de la máquina y, luego, se nos dejó marchar sin contratiempos?
Una niñita de cinco o seis años había vomitado en la parte posterior del autobús, por lo que el asistente del piloto aprovechó la detención en el puesto brasileño para limpiar el estropicio mientras timbraban la lista de pasajeros.
¡¡Y yo me había orinado por nada!!
Con la humedad de mi pavor hediendo a amoníaco, rescaté mi maleta y solicité a los uruguayos su autorización para ducharme en el baño que estaba a disposición del público.
Bañado, rasurado y con ropa limpia, salí a respirar el aire de la libertad del Chuy oriental. Me aproximé a la caseta para conversar con los guardias, a quienes pregunté con la mejor cara de inocencia que pude teatralizar sobre el partido de fútbol que se transmitía a esa hora.
– Es la repetición del encuentro entre Peñarol y Flamengo –dijo uno de ellos, solazándose por algo que yo no alcanzaba a entender- Jugaron ayer tarde, en Río de Janeiro. Peñarol les dio un baile a los negros. Ganó 3×0. Subimos el volumen para que los colegas de más allá sufran un poco.
Reí junto a esos hombres de aspecto duro y mostachos gruesos. Era hermoso sentirse entero y libre.
¡¡Viva Uruguay!! ¡¡Viva Artigas!! ¡¡Viva Peñarol!!
Cinco días más tarde, valija en mano, tocaba el timbre a la puerta de la casa de mis padres, en plena avenida Vicuña Mackenna, en Santiago de Chile.