Debate Anatel: El oportunismo político y la traición institucionalizada

Arturo Alejandro Muñoz
– Este maldito mundo, muchachos, está dirigido hoy día sólo por dos bandos: la derecha calzonuda que esconde sus miedos y sus injusticias bajo las polleras del cura que dirige la pensión llamada Ciudad del Vaticano, y los “rojos” infames que manejan a los imbéciles de todo el mundo desde Moscú –nos había dicho un extraño personaje que acostumbraba viajar cada lunes desde Santiago hacia… quién sabe hacia dónde, porque nunca nos lo dijo.
Afirmaba llamarse Erick Hecvlika; yo calculaba su edad en unos cincuenta y cinco años. Su castellano mostraba rasgos del idioma alemán no bien movía la boca para saludar, lo que hacía con muy pocas personas ya que prefería viajar solo, en el último asiento del carro final y siempre abría la puerta del mismo para fumar un cigarrillo afirmado en la barandilla metálica, desde la cual observaba ensimismado el paisaje agrario que el convoy iba dejando atrás.
Fue Pablo, mi hermano menor, quien lo descubrió una lluviosa tarde de mayo, sentándose a su lado e iniciando una conversación que el extraño hombre cortó súbitamente con una pregunta cuyo contenido recién ahora vine a traducir.
– Si estuvieras en el desierto del Sahara, muchacho –dijo con su voz de acero- ¿Qué preferirías ser? ¿Un judío caminando hacia Jerusalén o un árabe montado sobre un camello?
– Un beduino –respondí con absoluta convicción, anticipándome a mi hermano ya que estaba seguro que Pablo no tenía idea de la diferencia.
– ¡¡Ah…yá…yá!! –dijo el tipo sonriendo de manera inefable- Bien contestado…muy bien contestado. Creo que vamos a ser buenos amigos.
Y lo fuimos. Grandes amigos. Al extremo que en otro de los viajes, Erick nos solicitó en voz baja y misteriosa, con su cara presa del miedo, que dijéramos que él era nuestro tío si alguien preguntaba por qué íbamos a su lado conversando tan animadamente. Pablo y yo nos limitamos a asentir con las cabezas, sin comprender nada de lo que estaba ocurriendo; ni siquiera entendimos algo cuando Erick abandonó el tren en la estación de Pelequén y minutos después tres carabineros, que vestían de civil y que habíamos visto subir al convoy en Rancagua, nos interrogaron sobre el misterioso personaje que había viajado con nosotros.
– Es mi tío Erick –mentí, con absoluto desparpajo y sin miedo alguno- Va a tomar el ramal a Las Cabras porque tiene que encontrarse con mi abuelo.
– ¿Qué hace tu abuelo? –preguntó uno de los policías.
– Tiene una tostaduría de café y de maní en Curicó. ¿Por qué?
– Por nada, “cabro”. No te preocupes, sólo queríamos saber quién era ese caballero. Ah, otra cosa, ¿por qué ustedes viajan tan seguido? Les hemos visto ya en cinco oportunidades.
Pablo, vivaz y astuto a pesar de sus cortos años, metió sus dedos en la boca y extrajo la placa de ortodoncia bañada en saliva y babas, mostrándosela a los carabineros que hicieron un gesto de asco.
– Tenemos que ir cada dos semanas a Santiago, para un tratamiento dental en el Jota Jota Aguirre.
– ¿Dónde viven ustedes? –preguntó otro de los policías con los ojos dirigidos al piso para no mirar la placa húmeda que Pablo sostenía en su mano como una bandera.
– En Curicó –respondí, divertido por el desagrado que había en los rostros de los “pacos”.
– Bien. Gracias por todo… y, por favor, métete esa porquería en la boca rápidamente…estás asustando a los pasajeros.
Los carabineros descendieron del tren en la estación siguiente y nunca más volvieron a presentarse ante nosotros.
Pero, Erick Hecvlika sí.
Cuatro semanas más tarde, nos esperaba en el último asiento del carro posterior a las 13:15 horas, recibiéndonos con un abrazo apretado y algunas bolsitas de dulces. Conversamos ininterrumpidamente hasta que descendimos en la estación curicana, despidiéndonos de Erick que movía su mano tras el vidrio de la ventanilla.
Un día, cuya data exacta he olvidado, aquel misterioso extranjero nos informó que abandonaría el país muy pronto pues sus amigos le habían escrito desde Brasil, ofreciéndole formar una sociedad comercial para exportar materias primas de aquel lejano territorio. Por primera vez en meses, abrió su cofre de recuerdos para relatarnos quién era realmente, dejándonos con un palmo de narices y la locura de la aventura danzando en nuestros corazones. Dijo haber sido un cabo del ejército alemán durante el “glorioso Tercer Reich”, siendo sorprendido por el fin de la guerra en un lugar de Checoeslovaquia, donde formaba parte de un batallón de ataque que combatía a los “rusos malditos». Logró escabullirse por los campos, cambiando su uniforme por ropas de trabajador agrícola y dirigiéndose a la frontera con Austria. Vagó, hambriento y asustado, durante casi un semestre por territorios ocupados por los soviéticos, hasta que finalmente traspuso las fronteras del “Öestereich” y pudo seguir su viaje con menos precauciones, llegando a fines del verano del año 1946 al mar Mediterráneo donde embarcó en una nave griega que le dejó en las costas del norte de África. Allí trabajó como obrero en una fundición egipcia, cerca del Cairo, durante tres años. Por último, dejó ese continente cuando vio que los judíos invadían masivamente las tierras de Palestina gracias a la votación de las Naciones Unidas que le abrieron a esos “semitas inmundos” (así se expresaba de ellos) las puertas del Oriente Medio.
Vendió sus pocos enseres y echó mano a sus ahorros. Viajó por vía marítima a Sudamérica, a Argentina, donde vivió durante seis años en la tranquila ciudad de San Luis dedicándose a la compraventa de artículos y repuestos de maquinaria agrícola que él mismo reparaba. Sin embargo, hubo de dejar la beatífica paz de la pampa argentina al enterarse que un grupo de judíos, amparados por los Estados Unidos e Inglaterra y dirigidos por un tal SimonWiesenthal se encontraba en Buenos Aires tras los pasos de antiguos combatientes alemanes.
Sin pensarlo mucho, recogió sus cosas y dinero, abandonando la pequeña casita que había adquirido con gran esfuerzo, escapando una madrugada hacia Mendoza, para cruzar la cordillera y establecerse en Chile, país que le daba cierta seguridad ya que el gobierno estaba en las manos del general Ibáñez, “un hombre patriota y decente”. Desconfiaba de un posible mandato de Jorge Alessandri porque creía que “el paleta” traería consigo algunas de las monsergas y dictámenes socialistoides que pertenecieron a su padre, Arturo Alessandri, lo cual pondría en jaque una vez más su débil estabilidad.
Afortunadamente, había logrado restablecer contactos con unos amigos alemanes, quienes le escribieron ofreciéndole formar una sociedad en algún lugar de la amazonía brasileña.
Por eso se marcharía pronto, pero no quería hacerlo sin antes despedirse de nosotros y asegurarnos que siempre nos llevaría en su cansado corazón de guerrero germano.
Nos besó en las mejillas traspasándonos la humedad de sus lágrimas que resbalaron por nuestros cutis marcándonos a fuego para siempre, y nos dejó como recuerdo una especie de escapulario que en su centro mostraba a un guerrero del medioevo con una gruesa espada levantada en su mano y con una cruz sobre su cabeza.
– Es un templario –nos dijo- Mi propio padre me lo entregó en Münich el año 1938, cuando marché por primera vez fuera de Alemania con los ejércitos del “Führer”.
Guardé ese recuerdo por muchos años como algo propio, pero al crecer me enteré realmente de los asuntos y detalles de la Segunda Guerra Mundial, así como de la real participación de los soldados alemanes en territorios ocupados por la irrefrenable voracidad de Hitler. Supe de Treblinka, Auschwitz, Dachau y otros campos de concentración nazis. Me estremecí con la lectura del “Juicio de Nüremberg” y la terrible historia de “Ana Frank”; lloré con la obra de VirgilGeorghiu, “La Hora Veinticinco” y abominé definitivamente del intento conquistador y asesino de quienes decían ser la “raza superior”, cuando leí y releí la magnífica obra “Auge y Caída del Tercer Reich”.
Quemé el escapulario en la chimenea de la casa de mis padres, cuando ya estábamos viviendo en Santiago y yo cursaba el primer año de Historia y Geografía en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile. En ese entonces, mi corazón se acercaba a la frontera del marxismo.
Obviamente, nunca más supe de Erick Hecvlika. Por tercera vez en mi corta existencia, la decepción era una forastera que se instalaba en mi ánimo. Me costó largo tiempo cerrar la herida de la frustración, pues había llegado a admirar a Erick en pocos meses pero, luego de comprobar la falacia de su pensamiento, su imagen se deshilachó como por encanto y quedé sumido nuevamente en la amarga sensación del engaño y la mentira. Pero me consideraba, así y todo, una especie de “elegido” por tener la posibilidad de experimentar tantas aventuras y adquirir conocimientos sobre asuntos que para la mayoría de mis pares constituían un misterioso camino de insondable paisaje.