El cine no requiere ‘expertos’, sino espectadores

 El cine no requiere ‘expertos’, sino espectadores

Una opinión a contra corriente y a contra pelo de lo “políticamente correcto” en materias de informaciones de prensa sobre cine

Arturo Alejandro Muñoz

En asuntos de cine soy un “arroz amargo”, pero no voy “contra corriente”. Para nada. Pertenezco a eso que los especialistas en cualquier cosa llaman “el grueso público”, es decir, formo parte del tumulto, de la poblada. Especialmente en materias de cine, televisión y espectáculos masivos. Para gastar mi plata en esos eventos jamás me dejo guiar por opiniones de expertos en cine, arte o música. Aprendí tempranamente que la cuestión se trata de gusto personal, y no de obedecer lo que algún iluminado ordena, aconseja o critica.

Hace varias décadas internalicé que en cine, arte  y espectáculos la cuestión es personal. Si te gusta, aplaudes… si no te gustas, callas y guardas tu opinión para no entrar en polémicas ‘intelectuales’ con nadie. Menos con alguien que en ese momento es tu profesor o profesora. Me ocurrió una vez, y me permito contarlo aquí para que ustedes entiendan por qué dije lo que ya leyeron.

“Asistan al cine y vean la película “El discreto encanto de la burguesía” dirigida por Luis Buñuel”, nos dijo en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile el profesor –cuyo nombre me reservo para no herir sus sentimientos ni su prestigio. No se trataba de una invitación, sino de una tarea. Analizar el film siguiendo los datos entregados por el académico respecto de la alienación y sus consecuencias. A la semana siguiente, él consultó nuestra opinión respecto de una breve escena de ese film (en ella, tres parejas de burgueses, ebrios y felices, abandonaban una fiesta y bailaban en un extenso prado cerca de una fontana en la que también se empapaban con sus aguas).

Fui el primer desafortunado elegido para responder la consulta del maestro. “No tengo opinión –manifesté- la escena por la que usted pregunta no me dijo nada”. Poco faltó para que el profesor me expulsara del grupo obligándome a tomar ese ramo con otro académico. Dio una lata y densa explicación respecto de los alcances filosóficos y psicosociales que tal escena entregaba. El resto de mis compañeros aplaudieron al finalizar la perorata de nuestro profe y yo me transformé en el hazmerreír del lote, cuestión que reverdecía cada vez que alguien traía un ejemplar de periódico donde ciertos expertos en cine opinaban sobre ese film, y esa escena en particular, de manera parecida a la de nuestro profesor.

Pasaron los años y el asunto lo olvidé. Sin embargo, una noche de sábado, en un programa de televisión conducido en ese entonces por Raúl Matas, hubo dos invitados estelares, el principal era Luis Buñuel, el famoso director español de cine… el otro era Marina de Navasal, respetada crítica de cine en nuestro país en aquel tiempo. En un momento de la larga conversación, Matas tocó el tema de la película que había causado mi desagrado hacía 15 o 20 años antes. Puse atención. Marina de Navasal, de pronto, se explayó respecto de la misma escena de la controversia entregando diversos considerandos psicológicos y sociológicos al respecto, pero la respuesta de Buñuel me hizo saltar del asiento y aplaudirlo casi a grito pelado.

Dijo Buñuel: “en estricto apego a la realidad, esa escena nunca tuvo otro objetivo que rellenar algunos minutos del film para completar su duración, y junto al editor, tanto como con la asistencia de uno de mis ayudantes, al momento de editarlo decidimos agregarla luego de buscar otras escenas que tampoco fueron incluidas en la cinta. Así entonces, la escena a la que usted se refiere y entrega considerandos de corte sociológico no fue sino un relleno que insertamos disparando a la bandada y por mera necesidad de agregar cuatro minutos”. 

¡Yo siempre había tenido la razón! Buñuel me la dio. A partir de ese momento me quedó claro que en cine, en literatura, música y fútbol, las opiniones de expertos en cada una de esas materias sólo les sirven a ellos, pues quienes finalmente otorgan éxito comercial (¿hay otro tipo de éxito que sea relevante?) a una película, un libro, una canción, una obra de teatro, un programa de radio, uno de televisión etc., es el mero público.

Hoy cualquiera obtiene el Nobel de la Paz, y cualquiera también es nominado al Oscar que entrega la Academia… ¿academia de qué? Ni idea. Lo entrega la Academia, eso dicen (¿se referirán a Magallanes F.C. ‘manojito de claveles, Academia del fútbol chileno?).  No soy experto en nada, simplemente soy un vulgar espectador, tal vez el más vulgar de todos, porque sólo asisto al cine los miércoles cuando el valor de la entrada está rebajado (y al teatro cuando el alcalde se digna contratar a alguna compañía para que actúe en el gimnasio municipal de mi comuna).

Pero la TV cable logra enderezar mis falencias. Durante un tiempo me dio la tontera de ver películas que contaran con “buena crítica” de los sempiternos experto’ contratados por diarios, radios y canales de televisión, cuyos nombres me reservo para no ser obligado a concurrir a tribunales y defenderme por injurias, aunque usted, al igual que yo, tiene claro que esos “expertos” aman algunas películas que al grueso público no le gustan.

Nunca ellos han dicho, por ejemplo: “oh, qué entretenido es ese film de Schwarzeneger cuando tiene que luchar contra un cazador extraterrestre en las selvas de Nicaragua”. O “no se pierda la película interpretada por Denzel Washington “El Justiciero”, porque hay mucha acción, efectos especiales y agilidad en la trama”. Jamás dirían algo así, pese a que si usted mira las boleterías de los cines donde esos filmes se exhiben, comprobará que hay largas filas de espectadores ansiosos por ver la trama, y que soportan con estoicismo horas de interminable espera por ingresar a esa sala.

“Ah, es que tú no has visto cine de verdad, del bueno, del extraordinario; no te pierdas “Los puentes de Madison”, la exhiben en un canal del cable mañana a las 23:00 horas… vas a llorar y saldrás encantado con Meryl Streep y Clint Eastwood”, me dijeron dos amigas. Fui a verla. A los 25 minutos me quedé dormido… a los 50 minutos me cambié de canal.  Chanfle, película latosa, densa, lentísima. Los expertos deberían decir con absoluta claridad que esas son películas preferentemente para personas románticas a morir…o también para seres que tienen corazones de jengibre, como el león del ‘Mago de Oz’, pero no para brutanteques como yo (y millones como yo, que somos mayoría) que gustan de la acción, la rapidez, los efectos especiales, la Historia versionada, la risa, el baile, los puñetazos, las carreras de autos, los combates de naves extraterrestres, etc., etc. 

“Ah, entonces tienes que ver “Crepúsculo” me dijeron mis amigas. Fue peor. Si la anterior me aburrió, esta era definitivamente mala, y tonta. Los vampiros no asustaban ni a los niños.

A mis amigas cinéfilas (que en verdad son amigas de mi hijo menor), les respondí que si deseaban ver buenas películas románticas, o semi románticas, con interesantes tramas, lindas tomas, excelentes actuaciones y una dirección de maestría (formando aquello un todo único), tenían que buscar filmes antiguos en la internet, especialmente cuatro de ellos:  “Love Stoy” (con Ryan O’Neal y Ali McGraw), “Doctor Zhivago” (Julie Christie y Omar Sharif), “Shakespeare apasionado” (con  Gwyneth Paltrow) y “Trenes rigurosamente vigilados” (un tremendo film checo de los 70). Lo hicieron y al mes siguiente  confesaronque les había encantado mi recomendación.

A millones de espectadores (que son quienes a la corta y a la larga financian las películas) les gustan los filmes de acción, esos que los expertos califican de “clase B”. Soy consciente que hay espacio (o ‘nichos’) para todos los gustos, como es el caso del Cine-Arte (del cual escapo pues ya no acostumbro a dormir la siesta en una sala de cine, y con las películas de ese corte los ojos se me cierran sin orden previa).

Por ello, cuando entre amigos (todos ‘expertos’ en el ‘séptimo arte’, menos yo), me enrostran mis gustos acusándome de ser partidario de películas que vuelven locos a las bestias de las barras bravas futboleras, respondo con una pregunta cuya respuesta jamás llega, ya que sólo he escuchado silencio luego de plantearla.

“¿Si fueras escritor de novelas preferirías escribir libros que postulan al Nobel de literatura, o escribir libros que los compre el cine clase ‘B’ y con ello no sólo ganes millones de dólares sino, también, centenas de millones serán las personas que conozcan tu maestría? Recuerda que hoy las obras del Nobel las leen algunos iluminados y académicos nada más, y los ingresos son menores, muy menores, comparados con los anteriores”. No hay respuesta, sólo un encogimiento de hombros y el punto final a la conversación, pues ninguno de mis amigos conoce siquiera los nombres, nacionalidades y obras de los agraciados con el Nobel en los últimos años.  

<Este tipo (se refieren a mi), cuando hablamos de cine, es un “arroz amargo”>, dijo un amigo. Y quedé con ese apodo, el “arroz amargo”, pues sigo prefiriendo cintas como “Depredador”, “Alien”, “Sexto sentido”, “Mi pobre angelito”, “L.A. Confidential”, “Los imperdonables”, “Gladiador”, “El bueno, el malo y el feo”, “El Padrino”, “Fuerza antiganster”, etc., a películas que los expertos recomiendan como “imperdibles, extraordinarias, maestras”. Ya no les creo ni les obedezco.  Soy un “arroz amargo”, pese a que ese era el título de un film clásico protagonizado en los años 50 por los actores italianos Silvana Mangano y Vittorio Gassman, película que vi junto a mis padres (siendo yo un adolescente, y que me aburrió), sin embargo, décadas más tarde Gassman se reivindicó ante mis ojos cuando protagonizó “Il sorpasso” y “Los monstruos”.

¿Se da cuenta? No hay una línea exclusiva en estos asuntos cundo se trata de opinar al respecto. Usted siga sus gustos, no el de los otros (y menos aún el mío).

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