Los 60 años de un grande de nuestra historia,Jorge González. Por Juan Francisco Torres
Manuel Rodríguez y los caballos ‘cuevanos’. Un jirón de la Historia de Coltauco
Un episodio del guerrillero en las tierras del ‘patrón’ Cuevas, en Coltauco, hace 200 años
Arturo Alejandro Muñoz
Hace más de doscientos años, en 1817 para mejor precisión, las esperanzas chilenas de lograr la independencia estaban instaladas allende los Andes, en Cuyo, Argentina, donde los generales José de San Martín y Bernardo O’Higgins -junto a miles de soldados cuyanos y chilenos- realizaban los aprestos para la histórica travesía cordillerana a objeto de enfrentar a las tropas del rey de España, derrotarlas y alzar la nueva bandera.
Mientras ello ocurría en Argentina, en Chile un hombre en solitario organizaba cuadrillas, conquistaba voluntades, recorría la zona central a todo galope y se esforzaba en disgregar y engañar a las tropas de Casimiro Marcó del Pont. Era Manuel Rodríguez Erdoiza. Su historia la conocen casi todos los chilenos, ya que se ha transformado en leyenda, pero tal vez poco o nada sepan de este jirón que enorgullece a los nobles habitantes de un pueblo generoso y de corazón ancho: Coltauco.
Para relatar a ustedes estos eventos he recurrido no sólo a mis apuntes de estudiante de los años 60 en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, sino también, y muy especialmente, a la obra de un historiador de fuste, don Ricardo Latcham. En las próximas líneas ustedes conocerán cómo en nuestra Historia se entrelazaron el guerrillero, don Pedro Cuevas y sus magníficos ‘pingos’, los caballos cuevanos.
Ricardo Latcham nos relata:
Al sur del cordón de cerros de la cuesta de Carén, vivía un patriota muy considerado entre los comarcanos por su riqueza y sus expansiones de carácter. Era don Pedro Cuevas, que se hace célebre más tarde por el prestigio de sus caballos y vacas. Son famosos los caballos “cuevanos” por lo sufridos para el trabajo y por la resistencia que ofrecen al ser ocupados en faenas penosas.
Moraba el hacendado en su feudo rural llamado “Lo de Cuevas” (esa localidad conserva ese nombre y pertenece hoy a la comuna de Coltauco), situado al norte del río Cachapoal. Cuevas es un hombre campechano, dicharachero y típicamente criollo. Lo llamaban “el manco Cuevas”, porque había perdido varios dedos de la mano derecha en la faena de enlazar. Su propiedad era rica en recursos y prestó siempre señalados servicios a los patriotas.
El manco Cuevas sentía admiración por el abogado y guerrillero Manuel Rodríguez.
Un día llegó un propio al fundo de Cuevas y comunicó la secreta noticia: Rodríguez se hallaba escondido en Quilamuta y los españoles lo buscaban empeñosamente. Su cabeza se cotizaba ocultamente en cinco mil pesos y muchos sentían la tentación de traicionarlo si no mediara el miedo y el avance de la libertad, cuyos emisarios encendían todo el sur del país con voces de aliento y socorros en armas y dinero.
Cuevas se inflama de entusiasmo y monta a caballo. Había que hablar con Rodríguez y prestarle ayuda. Rodríguez estaba disfrazado de campesino y descansaba en las casas de Quilamuta, de donde mandaba emisarios a San Fernando.
Cuando se encontraron los dos patriotas, hubo un instante de recelo por parte de Rodríguez; pero pronto lo gana la campechanía del manco Cuevas.
Juntos montaron a caballo y, volviendo a cruzar la cuesta de Carén, se descuelgan sobre el valle del Cachapoal. Cuevas había conseguido la ayuda de varios parciales muy seguros e hizo venir desde Los Rastrojos y otros sitios a distintos cooperadores campesinos.
Como la región se hallaba amagada por carabineros realistas, Cuevas cree más prudente ocultar a Rodríguez mientras se encuentran con un lote más numeroso de insurgentes. Por esta razón lo guía hasta la Quebrada del Calabozo; fronteriza al fundo ‘Parral’ que pertenecía a la familia Vial.
En un rancho que ocupa por varios días el guerrillero vestido humildemente, recibe la visita de los distintos emisarios junto con víveres frescos, charqui y algunas armas que le remite el Manco.
San Fernando, entretanto, descansaba sosegadamente en las manos del hacendado español don Manuel López de Parga. Era ese subdelegado un realista frenético y se apoyaba para ejecutar sus órdenes en ochenta carabineros que obedecían al capitán Osores.
El pueblo estaba minado por los enviados de Rodríguez y por las noches, burlando la vigilancia de los peninsulares se escapaban las cabalgaduras con rumbo al escondite del arriesgado criollo.
Don Francisco Salas había logrado reclutar cien huasos y tenerlos listos en Roma, al oriente de San Fernando. Don Feliciano Silva, por su lado, consiguió convencer a cincuenta más de toda confianza para que lo secundaran en el asalto.
La idea de atacar a la población la tenía planeada Rodríguez desde el mes de septiembre y se conoce una carta suya a doña Mercedes Hidalgo, esposa de Silva, en que se adivina tal propósito.
Por muchas partes se deslizaron armas y había capachos que ocultaban municiones, puñales y otros elementos de combate.
Desde el sur arriban nuevas voces alentadoras y se informa que Pelarco, en la región de Talca, padeció un asalto de los chilenos sublevados.
Cuando todo estuvo calculado, sólo faltaban caballos en que montaran algunos de los asaltantes. En la noche se reúnen conciliábulos en que Rodríguez, Magno Pérez, El Enjergadito Silva, Celis y otros, disponen los postreros detalles.
Desde luego Rodríguez estima mejor dar el impulso inicial del ataque, pero por una razón que no se ha conservado, prefirió no participar personalmente en él.
Una noche, adentrados en lo más montuoso de la quebrada, discurren los últimos preparativos. Una fogata ilumina estos rostros bronceados por el sol de los cerros y por las penosas marchas entre matorrales, bosques y montañas
Rodríguez está alegre y enciende los cigarros de hoja mientras a su alrededor zumban los murmullos de sus compañeros. Un bulto familiar se aproxima y entrega el santo y seña. Es el propio Manco Cuevas.
– Todo está listo don Manuel y tengo aquí cerca los caballos.
– ¿Qué dice, mi señor don Pedro? Parece un sueño lo que oigo…
Una tropilla de briosos caballos «cuevanos» descansa muy próxima, en un rincón impenetrable de la acogedora quebrada.
Rodríguez se entusiasma y abraza fuerte al manco
– Quiera Dios, don Pedro, que Chile pague alguna vez estos sacrificios que hace por la santa causa que defendemos.
El guerrillero habla con nerviosa locuacidad. Su rostro curtido por las marchas y fugas se ilumina con los reflejos de la fogata. A su lado están conversando, bebiendo y jugando a las cartas unos cuantos campesinos.
Pasan unos instantes y se despide emocionado de Cuevas. Este hacendado tenaz y generoso ha puesto en mano del guerrillero los recursos más eficaces para llevar la ofensiva a la capital de Colchagua. Un tumulto de cabalgaduras avanza hacia allá conducida por un baqueano de Lo Cuevas
En los magníficos caballos chilenos fue fácil llegar luego al próximo vado del Cachapoal situado un poco más abajo de Coínco. Conducidos por el experto guía, los insurgentes lo cruzaron de noche por temor a que hubiera en la región algún lote de carabineros realistas.
El investigador Patricio Núñez Henríquez, nos relata:
Días después se produce la acción revolucionaria en San Fernando. Barros Arana dice lo siguiente: “Dos vecinos del distrito de San Fernando, don Francisco Salas, hombre de condición modesta, y don Feliciano Silva, arrendatario de una hacienda de campo, y ambos jóvenes entusiastas y animosos, eran los directores de esos trabajos.
“Ayudados por algunos jóvenes de sus relaciones, habían conseguido tener listos el primero en el lugar denominado Roma, al oriente de San Fernando, unos cien hombres de empresa, y el segundo, otros cincuenta, cuatro leguas más al norte. En la noche del domingo 12 de enero esas bandas, convocadas por sus cabecillas, se reunían cautelosamente a espaldas de un cerrito que se alza en los primeros de aquellos lugares.”
La leyenda cuenta en un artículo aparecido en el periódico El Chileno (30-V-1904), reafirmándolo el historiador Ernesto Guajardo quien ha investigado ese momento, que Manuel Rodríguez estuvo presente en esta acción, pues días antes había acampado al pie de la Angostura de Malloa, y al día siguiente en Cañadilla.
Según El Chileno: “En este lugar hizo colocar piedras en capachos, de esos que usan los campesinos para dar de comer a sus caballos, taparlos con pedazos de cuero seco, y atados a los lazos, y estos al pegual de las cinchas, entraron a San Fernando de repente. Rodríguez y los suyos arrastrando los capachos con piedra y metiendo bulla tan infernal que los españoles no sabiendo darse cuenta de lo ocurrido en la oscuridad de la noche, creyeron que se trataba de un ataque de artillería de las fuerzas del ejército libertador, y corrieron en todas direcciones, dejando la ciudad en poder de los patriotas.” Es la versión que conocemos desde niños.
Días antes, Manuel Rodríguez estuvo escondido en los cerros de Doñihue y Coltauco, en campo de propiedad de don Pedro de las Cuevas que como bien sabemos lo auxilió con víveres y caballos para el asalto a San Fernando.
Don Pedro era primo de los hermanos Carrera, y muy cercano a Juan José.
Con capítulos como este se fue construyendo nuestra Historia.