¿Nuestros hombres de armas aman la democracia o adoran el poder?

Es sano estar siempre medianamente informado respecto de estos asuntos para no picar tan fácilmente como si fuésemos truchas baratas, esas que pican hasta con hollejo de uva
Arturo Alejandro Muñoz
Nuestros hombres de armas nunca han sido amantes de la democracia no defensores del pueblo. Jamás. Y lo saben, aunque se esfuerzan en negarlo e incluso alimentan económicamente a políticos para que mientan por ellos. Prefieren aparecer ante el público como personas austeras en el vivir y en el hablar, tanto como dejar siempre la impresión de ser individuos cuya palabra es incontrarrestable, tanto como su opinión y su ‘verdad’.
No obstante, en los hechos concretos se encuentran a millones de millas cósmicas de todo aquello, pues a no dudar constituyen una de las castas más politizadas dentro del mundillo político, aunque su participación (que nunca cesa) la realizan tras bambalinas, y por ello, en beneficio de su autoimagen, optan por utilizar y mangonear a sus muñecos asentados en el poder legislativo y en las mesas directivas de las grandes tiendas partidistas.
Digámoslo sin ambages y sin visos de errar en lo más mínimo. Los uniformados chilenos (marinos, militares, aviáticos) siempre han mezclado a Toscanini con Escarfazo y Napoleón, a Don Bosco y la Mignon, Carnera y San Martín. Es la fe en su propio cambalache la que históricamente ha movido a la mayoría de los altos oficiales de nuestras fuerzas armadas. El poder político, el poder bélico, el poder económico…ergo, el poder total. Y en ello el ejército lleva hoy la voz cantante, aunque la marina ha ido responsable de grandes desastres políticos y desangramiento de la patria en defensa de capitales e intereses foráneos, como la revolución de 1891 y el golpe de estado de 1973.
¿Y el ejército? Ah, el ejército…La “Historia Oficial” no lo registra con precisión de relojero, pero más allá de las exigencias historiográficas de los investigadores, resulta difícil desmentir que el ejército de Chile ha conocido etapas disímiles, lo que permitiría referirse pues a “tres ejércitos”.
El primero fue el constituido por un grupo de patriotas santiaguinos y penquistas, –muchos de ellos terratenientes–, que armó a sus peones, campesinos y trabajadores para luchar por la independencia del país. Ese primer ejército nacional, desorganizado y con ninguna preparación bélica salvo aquella que recibió entre faenas agrícolas, fue derrotado en una batalla que pasó a la Historia como el Desastre de Rancagua.
El segundo ejército nació de una revuelta, una especie de pequeña revolución. De acuerdo a la historia oficial, el 17 de abril de 1830, un enfrentamiento en la ribera del río Lircay dio fin a la guerra civil que selló el triunfo de las fuerzas conservadoras de Diego Portales por sobre los liberales.
Será ese ejército el que llevará banderas e intereses nacionales y extranjeros (ingleses, para ser precisos) a las arenas del norte en la Guerra del Salitre, o Guerra del Pacífico (1879-1883), conflicto que involucró bélicamente a tres naciones (Chile, Bolivia y Perú), con los resultados conocidos por todos.
El tercer ejército nacerá de la derrota por paliza, –rendición y entrega de estandartes incluidos–, de aquel segundo ejército que había triunfado en Chorrillos, Miraflores y Lima. Los vencedores de la Guerra del Pacífico fueron abatidos por la Armada de Chile (favorecida por la intervención de intereses foráneos) en la revolución del año 1891, específicamente en las cruentas batallas de Placilla y Concón que le pusieron un violento fin al gobierno de José Manuel Balmaceda.
Los vencedores –empresarios salitreros, mega comerciantes, el partido conservador, la Armada y sus apoyos extranjeros– disolvieron el ejército, lo reestructuraron y lo organizaron de acuerdo a sus intereses de clase. Sí, el ejército fue reestructurado por la aristocrática Armada de acuerdo a sus propios cánones sociales y económicos. ¿Qué tal?
Ese ejército, tercero del nombre, será el responsable de masacres de obreros y trabajadores agrícolas en los muelles de Valparaíso cuando sofocó a tiros la huelga portuaria (1903), en la Escuela Santa María en Iquique (1907), en la oficina salitrera San Gregorio (1924), en la oficina salitrera La Coruña (1925), o en Ránquil (1934).
En el año 1924 el tercer ejército protagonizó un golpe de Estado contra el presidente Arturo Alessandri Palma, como aún lejano precursor de la masacre que años más tarde cometería contra trabajadores, estudiantes y campesinos, y de la dictadura que se prolongó durante diecisiete largos años (1973-1990).
Ahora bien, ¿cuáles son las características esenciales de nuestro actual ejército? Hay una que comparte con la Armada y, en menor grado, con la Fuerza Aérea: los nichos de clasismo en que convirtieron a sus escuelas matrices. Para explicarlo, nada mejor que relatar una anécdota: el método de las parábolas probó su eficacia hace ya más de dos mil años.
Se trata de la presentación que realizó un contingente de soldados chilenos en el Londres de comienzos del siglo veinte. Desfile ordenado y vistoso. Pero, lo cómico (o tragicómico) fue la crónica publicada al día siguiente en uno de los diarios londinenses, en la cual el periodista aseguraba que el público de la City –al ver el marcial paso de los chilenos– se preguntaba llena de confusiones: “¿De qué país es esta gente donde la oficialidad es aria y el contingente de soldados es chino?”
Si extendemos en serio la democracia a las FFAA, ello exige que sus escuelas matrices abran sus puertas a la igualdad de oportunidades, pues casi la totalidad de los cadetes del ejército, la aviación y la armada procede de familias acomodadas, privilegiadas tanto social como económicamente. Las escuelas matrices reclutan sólo en el riquerío: los cadetes pertenecen al 10% más rico de la población.
En estas instituciones de “patricios” surgieron alguna vez ciertos “tribunos de la plebe” –como los generales Schneider y Prats– rápidamente sacados del camino mediante asesinatos arteros. La alta burguesía exige que el ejército, la marina y la aviación estén bajo su absoluto control, y a su vez la oficialidad de esas ramas castrenses exige que los políticos lo estén también.
La democracia, la verdadera república, podrá contar con defensores sólo cuando las FFAA abran sus puertas al pueblo de Chile en su conjunto, sin discriminaciones de ningún tipo.
De otro modo la democracia tendrá siempre, pendiendo sobre su cabeza, una espada que a lo largo de siglos ha estado al servicio de los poderosos. Una espada que va ceñida a la cintura de individuos que siempre procurarán alcanzar una manga del poder total, ya sea a través de sus títeres políticos o, simplemente de manera directa y brutal.
La democratización de las escuelas matrices de las fuerzas armadas y un escalafón único constituyen la condición sine qua non para lograr estructurar por fin una república en serio, y un país donde la tranquilidad y la justicia social sean bienes permanentes.