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“Con los ojos de mi padre”, la nueva novela de nuestro columnista Arturo Alejandro Muñoz

Nuestro columnista y escritor, Arturo Alejandro Muñoz, tiene ya terminada y afinada una nueva novela, aunque en esta ocasión no se tratará de una especie de thriller a los que Arturo nos tiene acostumbrados. No será fácil determinar el estilo literario al que corresponde esta nueva creación suya titulada bellamente “Con los ojos de mi padre”.
¿Cómo definirla en lo escritural? Tal vez asignarla a lo relativo a autobiografías…pero, no, …pues cuando el lector supera las primeras veinte páginas se percata que se ha adentrado en una especie de criollismo político, o de recorrido histórico criollista…o quizás otro nombre, otro género. Vaya uno a saber, pero la cuestión es que página a página se va abriendo a nuestros ojos ese olvidado Chile provinciano de las décadas 1950-60.
Quizás sea esta la primera vez en la literatura política que usted podrá conocer, en su total desnudez, aquel país llamado Chile, cuya existencia transcurrió desde los aparentemente apacibles años 50 hasta el momento actual, merced a la visión que de él tuvo un hombre corriente.
Nada de expertos en Politología ni en Historia o Sociología.
Nada de eso. Esta vez, el Chile real es aquel que nos muestra un ciudadano común, como usted, como yo, un hombre que tuvo en suerte vivir en primera persona algunos de los momentos más relevantes acaecidos en esas décadas.
Y lo que podría parecer un simple -e incluso humilde- relato autobiográfico, adquiere cierta dimensión emocional cuando el lector advierte que se trata de una herencia. Sí, una herencia. La mejor de las herencias.
Es el pequeño tesoro que el autor de las líneas siguientes ha dejado a sus hijos a objeto de que ellos conozcan “la otra historia”, la no oficial…la verdadera… la que ha sido vista con los ojos de su padre.
INFOSURGLOBAL se complace en publicar un extracto de esa interesante novela. Pase y lea.
Es el año 1960…y la ciudad es Curicó.
Sí…los inviernos de antes eran realmente más duros y fuertes que los actuales.
Los terremotos también.
Yo había tenido conciencia de un par de temblores fuertes y de una serie de pequeños movimientos sísmicos que no trajeron novedades mayores, salvo el cotorreo habitual que se armaba luego del episodio y la formación de un corrillo alrededor de la radio para saber “dónde había sido el epicentro”.
Siempre que temblaba, mi padre nos hacía refugiarnos bajo un arco que dividía el comedor de la galería, porque “aquí es donde va la cadena”, solía decir. Y pasábamos el fenómeno sísmico muertos de la risa, haciendo bromas e imaginando cómo se moverían los cables del tendido eléctrico en las calles. Después, ¡a escuchar los despachos periodísticos de la radio se ha dicho!… ¡¡cómo olvidarlo!! En plena noche, cubriéndonos con frazadas, nos sentábamos frente a la chimenea y pegábamos las orejas al receptor para atender a las recomendaciones, consejos y noticias que los locutores de Radio Minería entregaban a un país alerta y temeroso.
Mi madre preparaba café y las deliciosas rosquillas de anís abandonaban su escondrijo secreto de la cocina para transitar hasta nuestros estómagos.
En esos años, un temblorcillo era signo de rompimiento de la rutina, de rosquillas y de tertulia familiar frente al aparato de radio. No había mejores noches que aquellas en las cuales algunas ondas sísmicas afloraban a la superficie y nos sacaban de las camas para agruparnos bajo el arco del comedor.
Pero la madrugada del día 20 de mayo de 1960 marcó el inicio de mi temor irracional por los temblores.
Recién comenzaba a despuntar el sábado cuando la casa comenzó a bambolearse con las primeras sacudidas, sacándonos de nuestros lechos para alcanzar de inmediato el sitio en que nos guarecíamos de la furia natural, pero no bien llegamos a la consabida reunión familiar bajo el arco de la cadena supimos que la cosa iba a ser distinta. Violenta y espantosa.
El maderamen de la vivienda, así como la techumbre y las murallas, parecían crujir lastimeramente, soltando polvo y mugre de sus intersticios, azotando los postigos de madera de las ventanas contra las paredes laterales y remeciendo escandalosamente las puertas del pasillo.
Hubo chisporroteos verdosos y anaranjados que iluminaron la calle, previos al corte de la energía eléctrica que dejó la ciudad a oscuras, pero el sismo continuaba aumentando su intensidad. Por un momento, pensé que la casa se nos caía encima. Mi madre gritó ordenándonos salir al patio y creo que fui el primero en llegar hasta el magnolio. La oscuridad reinante no logró impedir que viéramos el cimbreante movimiento que tenían los mojinetes de las techumbres vecinas. Algunas tejas se desprendieron de su posición y cayeron al patio.
El cemento y las piedras parecían saltar bajo mis pies. Teníamos dificultad para mantenernos verticales ya que la onda telúrica culebreaba formando olas de terror.
Uno de los vidrios de la galería se quebró y cayó hecho añicos al embaldosado frente a las jardineras y al durazno.
La furia de la tierra fue apaciguándose lentamente y el silencio nos encontró abrazados en medio del patio, circundados por la madrugada aún oscura que dejaba ver un fino degüello de luz coronando las montañas.
Recién vine a percatarme que los perros del vecindario llevaban minutos aderezando el ambiente con su concierto de ladridos.
Esa vez no corrimos a escuchar la radio, ya que la ausencia de energía eléctrica lo impedía y las voces de nuestros vecinos señalaban que todo el barrio saldría a la calle para comentar lo sucedido.
La primera réplica del sismo nos sorprendió en plena asamblea barrial, pero no fue lo suficientemente fuerte como para desintegrar el grupo de parlanchines. La carencia de comunicación permitía el libre tránsito de la imaginación, ya que muchos opinaban que se trataba de un terremoto. “Posiblemente en Chillán, de nuevo”, aventuraba mi padre, que nunca fue capaz de limpiar de sus retinas y su memoria los trágicos hechos acaecidos el año 1939 en esa ciudad, cuando aún era soltero y carecía de responsabilidades.
Yo no tenía otro pensamiento que las aguas de la laguna del Planchón, pues me resultaba imposible sustraerme de la idea febril de una avalancha de rocas y árboles bajando a velocidades magníficas hacia el valle, arrastrando casas, animales y personas en una carrera sin obstáculos.
Pensé en el tren que a las 15:30 debería parar en la estación, tratando de ubicar la zona en que podía haber sido sorprendido por el terremoto. Una intuición de maldita certeza me indicó que el fenómeno telúrico había alcanzado su mayor intensidad en algún lugar del sur. Cerré los ojos e imaginé lo que en ese instante podría estar haciendo el “Bayoneta”.
No me había equivocado en mis aprensiones. El epicentro del terremoto se ubicó cerca de la ciudad de Concepción y mi querido convoy ferroviario fue sorprendido por las danzarinas ondas telúricas apenas abandonó la estación de San Rosendo.
Esa misma tarde, mis padres y mi abuelo se dirigieron por autobús a Santiago pues una de las hermanas de mi madre se encontraba gravemente enferma, lo que les fue comunicado a media mañana no bien funcionaron una vez más las líneas telefónicas. Nos quedamos en Curicó junto a una empleada en quien mi familia confiaba ciegamente, pues era dueña de un carácter de los mil diablos y sus hábitos ordenados me hacían recordar recurrentemente a los curas del “Juan Bosco”.
Los acontecimientos de la mañana produjeron el milagro de la reunión de amigos hasta muy entrada la noche, ya que las noticias procedentes desde Concepción hablaban de muchos muertos e innumerables edificios y casas severamente dañadas.
Al día siguiente, domingo 21 de mayo, Pablo y yo fuimos al cine “Victoria” para asistir a la “matinée” en la que se exhibían dos películas de acción. Las aposentadurías de platea, balcón y galería estaban esa tarde sin una sola vacante, pues los dos filmes prometían mucha diversión y nadie pensaba siquiera en un nuevo sismo.
¡Y vaya qué divertida nos dimos a las tres de la tarde!
Un leve remezón nos alertó de lo que venía. Otra sacudida, más violenta, arrancó de sus asientos a los más cobardes. Comenzaron los gritos de las chiquillas y en la galería se produjo la primera fuga de los más asustados, que buscaron frenéticamente las escaleras para alcanzar la calle.
Entonces sobrevino la locura. La amplia sala del cine empezó a mecerse hacia los lados, con un sonido ronco que provenía del subsuelo, aumentado con los golpes dados a las butacas por quienes huían al exterior. Me sumé entusiastamente a esa segunda oleada de fugitivos. Al llegar al “foyer” el temblor amenazaba convertirse en terremoto, y el piso se sacudía ahora con movimientos tectónicos que tiraron al suelo a algunos de los escapados. Ágiles y huidizos, Pablo y yo alcanzamos rápidamente la esquina de la Plaza, cruzando la calle para detenernos junto a uno de los escaños que miraban a la Parroquia Matriz. Desde allí observamos la estampida humana proveniente del cine y vimos cómo la enorme cruz de la parroquia avanzaba y retrocedía hacia nosotros, mientras las campanas sonaban tenuemente por los golpes de sus badajos que oscilaban producto del sismo que se prolongaba en demasía.
– Hay niños atrapados en el teatro –gritaban dos mujeres que corrían sin sentido fijo, de un lado a otro, solicitando ayuda y gimiendo lastimeramente.
Escuchar esa noticia me estrujó el corazón, ya que algunos de mis amigos no habían alcanzado a salir del “Victoria” debido a que una masa humana taponó las dos puertas interiores, enredándose en el cortinaje y formando una meseta de cuerpos estremecidos por el pavor.
El sismo continuaba desplegando sus ondas de violencia y ruido subterráneo, sin que hubiese fuerza humana capaz de detenerlo.
– Es muy largo –creo que le grité a Pablo- No nos movamos de aquí.
Dos nuevas sacudidas resquebrajaron las murallas de la Parroquia e hicieron añicos los vidrios del Diario “La Prensa” que estaba frente a nosotros, en plena esquina de Yungay y Merced.
Asustado, me senté en el escaño y de inmediato fui atrapado por el bamboleo frenético del temblor interminable. Pablo sólo atinó a apoyarse en mis espaldas. El pavimento de la calle simulaba una cuncuna que avanzaba empujada por las ondas del movimiento telúrico. Y no terminaba. Las sacudidas parecían eternizarse en la tarde dominical y todo olía a tragedia y terror.
Un crujido espantoso nos hizo alzar las cabezas para presenciar la cruz de la Parroquia que se desestibaba de su centro y quedaba prácticamente colgando hacia un costado.
Huimos del sitio del escaño corriendo como desalados por el medio de la Plaza de Armas para alcanzar la supuesta seguridad de nuestra casa que se encontraba a dos cuadras de allí. Al llegar al hogar el sismo había terminado…pero el miedo nunca más me abandonó.
Esa misma noche regresaron mis padres traídos por las ajenas consecuencias del terremoto que asoló Valdivia y el hermoso sur, atragantados por el temor de encontrarnos sumidos en la oscuridad de una debacle catastrófica que nuestra ciudad nunca experimentó, ya que más allá del miedo y las aceleradas pulsaciones provocadas por el evento, sólo el rumor y el comidillo eran los contertulios nuevos de las vecindades.
“Con los ojos de mi padre”, trae eso y mucho más, mucho de política, mucho de situaciones que por sí solas ameritan tal vez una novela.
Saludamos efusivamente esta nueva creación de Arturo Alejandro Muñoz, pues, además de entretenida y pedagógica posee algunas revelaciones que sorprenderán al lector.