Duelo de payadores…un encuentro que hizo Historia: Mulato Taguada y don Javier de la Rosa
Arturo Alejandro Muñoz
Uno de los males desglosados de la globalización es, sin duda, la pérdida de identidad que experimentan los países, en especial aquellos que fueron (¿o siguen siendo?) tercermundistas, subdesarrollados. La tarea emprendida por el escritor Jorge Baradit es encomiable, respetable, y debemos agradecerle su tenaz esfuerzo por recuperar trazos y trozos de nuestra Historia, olvidados de manera incomprensible por quienes han escrito e impuesto lo ‘oficial’.
Esta nota intenta recoger uno de esos “trozos o trazos”. Acaeció en tierras cercanas a Rancagua, en San Vicente de Tagua-Tagua, lugar que tiene apañado cierto acontecer que debería estar iluminando mejores páginas de esta bella Historia nuestra que viene galopando desde tiempos inmemoriales.
El Mulato Taguada y don Javier de la Rosa
Los payadores son la gloria del folclore americano. Sus torneos en verso, con pies forzados y con respuestas instantáneas, eran duelos caballerescos en donde se buscaba la más alta expresión del ingenio y la viveza populares.
La tradición chilena recuerda una paya de proporciones homéricas, desafío sin paralelo en el que dos hombres estuvieron ochenta horas tratando de vencerse, hasta que uno de ellos no fue capaz de seguir y, apabullado por la amargura y la vergüenza, tomó el camino de la muerte
Lugar y fecha del encuentro según Acevedo Hernández (y lo confirman los versos), San Vicente de Tagua -Tagua hacia 1830.
Contendores: el mulato Taguada, maulino, apodado El Invencible; y don Javier de la Rosa, caballero latifundista de Copequén (comuna de Coínco), as del guitarrón, filósofo, astrónomo y cantor jamás aventajado. ¡Ochenta horas dando y recibiendo! Ni antes ni después hubo algo parecido.
¿Se encontraban allí don Javier y el Mulato por obra del azar, o se buscaban con afán de medirse? En la versión de Acevedo Hernández se afirma que había de por medio una mujer, la prometida de Taguada, a la cual cortejaba el caballero y cuyo amor esperaba conquistar si vencía a su amante. Lo que se sabe de cierto es que la muchacha asistió a la paya, como una moderna heroína de película, porque estaba allí al ocurrir el desenlace y su actitud ha quedado como espejo del alma de la mujer nativa.
El pueblo entero se había hecho presente en esa ramada y entre gritos y aplausos, el ambiente se fue tornando candente y alborozado. La ramada de Arancibia se llenó de curiosos exaltados y bebidos que comenzaron a tomar partido por uno u otro luchador. Algunos vecinos que llegaban al lugar para las esperadas carreras a la chilena, se encontraron que ya no se harían, pues el centro de la contienda se había trasladado de lugar. Dos fuertes caballos, uno fina sangre, el otro mestizo corralero, ya estaban en plena carrera y nada por ese momento parecía augurar el triunfo de uno de los dos. Las apuestas empezaron a cruzarse: ¡Voy al mulato! ¡Voy a su mercé!
Don Merejo, es designado como juez improvisado. Luego de 50 horas tras una ronda de varias preguntas donde Taguada resultaba imbatible, De la Rosa cambió de táctica y apeló a las matemáticas, preguntando: Tengo cien pesos, terneros voy a comprar, pagándolos a tres pesos, Taguada, ¿cuántos serán? La respuesta inmediata de Taguada le hace ver su error: Mi don Javier de la Rosa, le contesto sin tropiezo: treinta y tres terneros paga, y queda sobrando un peso.
El duelo comienza a subir de intensidad y ambos contrincantes se amenazan de muerte. Surgen ofensas gratuitas a las madres y la poesía se hace ofensiva. Los grupos de admiradores de ambos contendores están en un tris por trenzarse a golpes, sin embargo, el duelo continuaría por varias horas más. Al ver que Taguada contesta por ingenio y no da las respuestas a las preguntas religiosas, De la Rosa encuentra el punto débil del Mulato y ataca por ahí:
Taguada, yo te pregunto, quiero que me contestís vos: Dios hizo los mandamientos, ¿a qué profeta los dio?
La pregunta era directa e implicaba que debía estar el nombre de Moisés en la respuesta, pero Taguada no la sabía.
Nunca lamentaremos bastante el que sólo haya quedado el fragmento final de esta «largada al agua», como el propio De la Rosa la llamó. Lo que hoy conocemos es virtualmente la caída del telón:
- JAVIER: Dime qué hay en el Oriente, en tierras que el Ganges riega con sus inmensas corrientes…
TAGUADA: A mí no me la pega; usté sabe, don Javier, que yo el Oriente no hey visto. Preúnte cosas de ayer y no se dé tanto pisto.
- JAVIER: Que confieses tu ignorancia estoy esperando yo… ¿Hasta cuándo te pregunto? Deja el campo o me iré yo.
TAGUADA: No me preúnte leseras que yo no pueo saber; ¡dígaselas a su madre, que yo no lo aguantaré!
- JAVIER: Ya te pasaste Taguada, hablaste una herejía; ¡hiciste caca en tu madre y carambola en tu tía!
Aquí terminó el duelo de payas. El juez don Merejo amonestó a Taguada por su salida procaz. El mulato, fuera de sí, agotado, no supo ya qué decir, e hizo ademán de agredir al vencedor.
Se produjo entonces un tumulto de empellones y de gritos. La concurrencia aclamaba a don Javier de la Rosa, primer payador chileno de todos los tiempos.
“Doy por ganador a su mercé -dijo don Merejo.
-¡Que no me hable naide! -gritaba el mulato- ¡Que naide me dé la sal ni el agua, que Dios mesmo me quite la luz! ¡Estoy deshonrao y sobro ya en este mundo!
-Dame tu sombrero, mulato -le ordenó don Javier.
Con unas tijeras le cortó el ala y se lo plantó en la cabeza en señal de inolvidable afrenta. En medio de un silencio trágico, Taguada se alejó, dejando la guitarra abandonada, y partió a caballo como quien va huyendo. No iba solo: llevaba al anca a la mujer que, pese a todo, deseaba unir su vida a la suya. Galoparon hasta que se hizo de noche. De pronto el infeliz se detuvo y se apeó del caballo para sentarse en una piedra a la orilla del camino. La muchacha se quedó a unos pasos de distancia, sin atreverse a importunarlo. Doblado en dos, con su sombrero convertido en bonete de ignominia, el hombre parecía meditar bajo las estrellas.
Pasó un largo rato. Creyendo que dormía, la niña fue a echarse a su lado y cogió sus manos, que quiso besar… entonces supo que nunca más, en el mundo, volverían a oír la voz del mulato Taguada porque según una tradición se moriría de pena esa misma noche junto a un río con su sombrero en las manos.
Al amanecer, desesperado por la aplastante sensación de su derrota, sintiéndose humillado para siempre, alzó al cielo su cabeza y recitó sus últimos versos:
Adiós, mi tierra querida;
me voy, mi Chile adorado.
Recibe en tu paz dormida
al que tanto te ha cantado.
Cuando los alguaciles de esa región pasaron por aquel lugar al mediodía, encontraron a Taguada, ahorcado, colgando de una encina.