EL TEATRO DURANTE LA DICTADURA

Arturo Alejandro Muñoz


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Eran los años de oscurantismo cultural, donde la sempiterna presencia de agentes del estado hostigando, persiguiendo y encarcelando a quienes osaban hacer arte que estuviese fuera de los marcos ideológicos militarizados, pretendía imponer a golpes de bayonetas la deshuesada idea de que la cultura sólo era aquella que calzaba botas y manejaba fusiles.

Algún día, los historiadores dedicarán sus esfuerzos a investigar en profundidad las acciones realizadas por decenas de mujeres y hombres en el exitoso intento por desarrollar y parir cultura durante los ‘años negros’ sufridos por las artes, la música y las letras durante el largo período totalitario.

Me permito destacar –en cuanto al Teatro mismo- a dos de esos tozudos y valientes luchadores por el arte y la libertad: Marco Antonio de la Parra y Jaime Miranda, pues sus historias personales, así como sus obras, merecen especial reconocimiento.

1. Marco Antonio de la Parra.

Es el autor –entre muchas otras- de la obra “Lo crudo, lo cocido y lo podrido” (1978), la cual llegó a la conciencia ciudadana con gran impacto, despertando vivas polémicas por sus mensajes de ruptura con el orden totalitario.

Cuenta de la Parra: 

«Sin embargo, pese a las dificultades y prohibiciones, la obra pudo estrenarse después en puestas de escena mucho más modestas pero no menos polémicas. Los tablados para representarla fueron variados, desde un salón de la Escuela de Medicina de la Universidad de Chile, hasta gimnasios municipales, salas de juntas de vecinos y clubes deportivos. Todos los sectores se sintieron criticados por un texto y un montaje excesivamente oscuro, depresivo y poco auspicioso».

Pero al arte nada se le oculta, y esa es justamente su necesidad, su virtud y su riesgo. En realidad, de la Parra entregó una demostración de coraje que, sin embargo, se activaba más por la pasión que por la conciencia, según él mismo confesara años después…lo que también posee un alto valor artístico.

Recuerdo al respecto las múltiples opiniones vertidas en El Mercurio, La Tercera, La Segunda y canales de televisión por ‘distinguidos’ comentaristas que calificaron a esa obra como vulgar, violenta, grosera, pornográfica…cuidándose de ocultar la decadencia de las clases políticas y las alusiones a la tortura que en ella subyacían a través de un lenguaje nuevo e inteligente, específicamente creado para disfrazar lo que la dictadura prohibía dar a conocer.
La obra teatral comentada, estaba inserta en el marco de inflexibilidad política emanado del anuncio que Pinochet hiciera del Plan Chacarillas (1977), bajo el cual la dictadura había endurecido su posición al fijar los marcos de una nueva institucionalidad que le permitiría su continuidad en el tiempo. Es en ese momento que el autoritarismo amplía los mecanismos de censura y promueve un teatro de perspectiva ‘anti-pueblo’ y acrítico, que se refleja en la comedia frívola, en el musical y en el montaje de textos clásicos considerados ‘inocentes’ por los servicios de inteligencia militar.

El obvio objetivo de estas representaciones implícitamente oficialistas –dicen los autores Andrade y Fuentes- era anestesiar a la audiencia con una visión que le asignaba al teatro la mera función de espectáculo, o que mostraba la conflictividad como un hecho personal exclusivamente situacional, evitando de tal laya cualquier proyección problemática hacia lo social.
La dictadura no lo logró. Tuvo algunos exiguos momentos de éxito al promover esas obras en la televisión, pero, por el contrario, fue el teatro profesional y aficionado quien montó –a pesar de los pesares- obras que develaban una visión crítica y, en ciertas instancias, transgresora del orden autoritario. En ese marco político-cultural se inscribe “Lo crudo, lo cocido y lo podrido” y su consiguiente prohibición o estreno oficial.

Valientemente, con este modo de representación dramática, Marco Antonio de la Parra se acercó a un realismo que restableció la imaginación y un lenguaje rotundo, en un momento histórico en que el teatro antidictatorial luchaba decorosa y tenazmente por imponerse y sobrevivir.
Creo en el arte como inquietud, no como academia, como arte de lo imposible, como negociación entre el deseo y la realidad (De la Parra).

II.- Jaime Miranda.

Logró notoriedad pública cuando retorna a Chile luego de diez años de exilio y presenta su obra “Regreso sin causa”, la que obtuvo el Premio del Círculo de Críticos de Arte (1984) y el de la Municipalidad de Santiago (1985). Este último galardón no lo pudo recibir ese año porque el alcalde de Santiago – Carlos Bombal (fervoroso ‘marchante’ en Chacarillas tras Pinochet)- ordenó la suspensión del acto de entrega de premios.

Nacido en Copiapó el año 1956, Miranda es uno de los dramaturgos jóvenes que pertenece a esa generación paradigmática del autoritarismo que, al ver tronchada su formación, opta por el exilio. Forma parte del ‘teatro chileno de la diáspora’, uniéndose a dramaturgos, actores, estudiantes y compañías teatrales que, premunidos de la experiencia común del golpe y el destierro, obedeciendo obligadamente a la necesidad del éxodo político, trajo nefastas consecuencias para la vida cultural del país.

Estrenada en los últimos años del régimen autoritario, en un momento que se exigía una solución definitiva al derecho a vivir en la patria, “Regreso sin causa” se perfila como una pieza clásica por revelar –a través del eje temático exilio/desexilio- los efectos de la dictadura en un amplio sector social. Además, porque constituye una excelente muestra de la resistencia cultural y continuidad histórica del teatro chileno realizado fuera del país…en el caso de Jaime Miranda, en Venezuela.

En esos duros años, para lograr la ‘debida obediencia’ por parte de actores y directores, una noche, después de la función, los esbirros del pinochetismo hicieron volar la sala de una carpa que presentaba una obra crítica al régimen. Entonces, a falta de teatros, algunos actores y directores se vieron en la obligación de transformar los patios de sus casas en salas de espectáculo, naciendo así una serie de “teatros de bolsillo”.

En uno de esos nuevos teatros estrenó su obra Jaime Miranda (en el Galpón de los Leones, ex teatro La Taquilla), con una capacidad máxima de 282 personas, incluyendo a quienes se sentaban en los pasillos.

Cuenta Jaime Miranda: de múltiples formas la dictadura intentó que ‘Regreso sin causa’ se dejara de exhibir. Primero buscaron cerrar el teatro por la vía administrativa: enviaron a fiscalizadores del Servicio de Impuestos Internos para que hicieran una auditoría de los últimos años de funcionamiento del teatro; gracias a un grupo de contadores amigos que se encerró un par de noches a poner todo en regla, no lograron clausurarnos. En seguida mandaron a un sujeto que pertenecía a un organismo relacionado con el Medio Ambiente, a medir la cantidad de decibeles que producían las voces de los actores.

Luego mandaron a gente del Servicio Nacional de Salud a exigir una cierta cantidad de baños por cada tantos espectadores, lo que era prácticamente imposible de cumplir; pero, como el actor que protagonizaba la obra era primo de un industrial que fabricaba artefactos sanitarios, nos dimos el lujo de poner más del doble de los exigidos, llegando con ellos hasta la calle. Luego llamamos a la prensa y se produjo una carcajada en la opinión pública.
«Eso no le gustó nada a la dictadura y entonces ella se endureció: durante varias funciones tuvimos sobrevolando el techo del teatro a un helicóptero militar que producía –sin duda- gran temor entre los espectadores».

El Premio del Círculo de Críticos de Arte salvó a la obra…y a su autor. Vinieron entonces las presentaciones en provincias, donde Carabineros y militares extremaron esfuerzos para impedir su puesta en escena. Viña del Mar, Penco, Lota, Angol, La Unión, entre otras ciudades, contaron con mucho público dispuesto a presenciarla, aplaudirla y defenderla. El día 07 de septiembre de 1987, en Rancagua, efectivos militares detuvieron a todo el elenco. Paradojalmente, actores, tramoyas y director fueron rescatados oportunamente por Carabineros.
En Viña del Mar, la alcaldía puso a la entrada del teatro a dos furgones y un blindado de Carabineros para atemorizar al público e impedir su asistencia. El público los ignoró y al término de la función los apedreó, iniciando una batalla callejera a la cual se sumaron transeúntes que ni siquiera habían estado presenciando la obra.

En fin, en estos dos dramaturgos he querido resumir –seguramente mal- el esfuerzo notable de la gente del teatro chileno que logró iluminar en parte la oscura noche totalitaria. En la presentación del libro “Teatro y dictadura en Chile”, sus autores inician la labor escritural con las siguientes palabras: “A estos ‘trabajadores del arte’, como se solía decir entonces, deseamos, pues, reconocer en primera instancia”.

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