Víctor Jara, un canto truncado.Fiestas Patrias en Chile hace 52 años.

Martes 18 de septiembre de 1973.
Aproximadamente una hora después de levantarse el toque de queda, oigo el ruido del portón, como si alguien intentara entrar. Todavía está cerrado con llave. Me asomo a la ventana del cuarto de baño y veo a un joven afuera. Parece inofensivo y me decido a abrirle. Me dice con voz baja:
Estoy buscando a la compañera de Víctor Jara. ¿Vive aquí? Por favor, confíe en mí.
Soy un amigo, me muestra su carnet . ¿Puedo entrar un minuto? Tengo que hablar con usted parece nervioso y preocupado.
Me dice en un susurro : Soy miembro de las Juventudes Comunistas.
Abro la puerta para que entre y nos sentamos en la sala.
Lo siento, tenía que encontrarla… Lamento decirle que Víctor ha muerto…
Encontraron su cuerpo en la morgue. Un compañero que trabaja allí lo reconoció. Le ruego que sea valiente y que me acompañe para identificarle. ¿Llevaba calzoncillos azul oscuro? Tiene que venir, porque su cadáver lleva allí casi cuarenta y ocho horas y, si nadie lo reclama, se lo llevarán y lo enterrarán en una fosa común.
Media hora más tarde me encuentro conduciendo como una autómata a través de las calles de Santiago con el joven desconocido a mi lado. Héctor así se llamaba había estado trabajando en la morgue, el depósito de cadáveres municipal durante la última semana, tratando de identificar cuerpos anónimos que llegaban diariamente.
Era un muchacho amable y sensible y había corrido un gran riesgo yendo a buscarme. En su condición de empleado tenía una tarjeta especial y, después de
mostrarla en la entrada, me introdujo por una pequeña puerta lateral del edificio, a
pocos metros de los portales del Cementerio General.
Estoy en una especie de trance, pero mi cuerpo sigue funcionando. Tal vez vista
desde afuera parezca normal y dueña de mí misma: mis ojos continúan viendo, mi
nariz oliendo, mis piernas andando…
Bajamos un oscuro pasadizo y entramos en una enorme sala. Mi nuevo amigo me apoya la mano en el codo para sostenerme mientras contemplo las filas y filas de cuerpos desnudos que cubren el suelo, apilados en montones, en su mayoría con heridas abiertas, algunos con las manos todavía atadas a la espalda. Hay jóvenes y viejos… cientos de cadáveres… en su mayoría parecen trabajadores… cientos de cadáveres que son seleccionados, arrastrados por los pies y puestos en un montón u otro, por la gente que trabaja en el depósito, extrañas figuras silenciosas con las caras cubiertas con máscaras para protegerse del olor a putrefacción. Me paro en el centro de la sala, buscando a Víctor sin querer encontrarle, y me asalta una oleada de furia. Sé que mi garganta emite incoherentes ruidos de protesta, pero Héctor reacciona instantáneamente:
¡Shhh! No debes decir nada, si no tendremos problemas. Espera un momento. Iré a averiguar dónde debemos ir. Creo que, no es aquí.
Nos envían a la planta superior. El depósito está tan repleto que los cadáveres llenan todo el edificio, incluyendo las oficinas. Un largo pasillo, hileras de puertas y, en el suelo, una larga fila de cadáveres, estos vestidos, algunos con aspecto de estudiantes, diez, veinte, treinta, cuarenta, cincuenta… y en mitad de la fila descubro a Víctor.
Era Víctor, aunque le vi delgado y demacrado. ¿Qué te han hecho para consumirte así en una semana? Tenía los ojos abiertos y parecía mirar al frente con intensidad y desafiante, a pesar de una herida en la cabeza y terribles moratones en la mejilla.
Tenía la ropa hecha jirones, los pantalones alrededor de los tobillos, el jersey arrollado bajo las axilas, los calzoncillos azules, harapos alrededor de las caderas, como si hubieran sido cortados por una navaja o una bayoneta… el pecho acribillado
y una herida abierta en el abdomen… las manos parecían colgarle de los brazos en
extraño ángulo, como si tuviera rotas las muñecas… pero era Víctor, mi marido, mi amor.
En ese momento, también murió una parte de mí. Sentí que una buena parte de mí moría mientras permanecía allí, inmóvil y callada… incapaz de moverme, de hablar.
Tendría que haber desaparecido. Sólo porque su rostro fue reconocido entre cientos de cadáveres anónimos, no le enterraron en una fosa común, con lo cual yo nunca habría sabido qué había sido de él. Le di las gracias al trabajador que llamó la atención sobre él y al joven Héctor sólo tenía diecinueve años, que decidió correr el riesgo de ir a buscarme, que buscó y encontró mi nombre y mi domicilio en los
archivos de «Identificaciones», donde pidió colaboración a otras personas. Todos habían ayudado. Ahora era necesario reclamar legalmente el cadáver de Víctor. La única forma posible era llevarle inmediatamente, desde el depósito hasta el cementerio y enterrarle… tales eran las órdenes.
Me hicieron volver a casa a buscar el certificado de matrimonio. Una vez más, ahora sola, tuve que atravesar Santiago, que ya se había engalanado con banderas para la celebración de las Fiestas. Patrias. Todavía no podía decirle nada a mis hijas, el depósito de cadáveres no era lugar para ellas. Pero habían estado llamando mis amigos, muchos alumnos que querían saber cómo estábamos. Uno de ellos insistió en acompañarme, un buen amigo que se tildaba a sí mismo de momio. Por extraña coincidencia, también se llamaba Héctor.
El papeleo, el cumplimiento de todos los trámites, llevó horas. A las tres de la tarde todavía esperaba en el patio que conducía al sótano del depósito, desde donde me dijeron que saldría el cadáver de Víctor. Había allí otras mujeres que hojeaban las inútiles listas fijadas en los muros y que sólo indicaban un número, el sexo, el «sin nombre», encontrado en tal o cual zona. Mientras aguardaba, intermitentemente entraban desde la calle vehículos militares cerrados, con una cruz roja pintada en los costados, que bajaban al sótano para descargar, evidentemente, otra partida de cadáveres, y que al instante volvían a salir en busca de más.
Por fin todo estuvo dispuesto. Con el ataúd sobre un carrito de ruedas, estábamos listos para cruzar hasta el cementerio. Al llegar a la puerta nos encontramos ante un
vehículo militar que entraba con más cadáveres. Alguien tenía que ceder el paso… el conductor tocó la bocina y nos hizo ademanes airados, pero permanecimos inmóviles y en silencio hasta que retrocedió para dar paso al ataúd de Víctor.
La caminata hasta el lugar del cementerio donde Víctor sería enterrado debió de llevarnos entre veinte y treinta minutos. El carrito chirriaba, y rechinaba sobre el pavimento irregular. Caminamos y caminamos… mi nuevo amigo Héctor a un lado, mi viejo amigo Héctor al otro. Sólo cuando el ataúd de Víctor desapareció en el nicho que nos habían asignado estuve a punto de desplomarme. Pero estaba vacía de sentimientos o sensaciones y sólo se mantenía viva la idea de que Manuela y Amanda esperaban en casa, preguntándose qué ocurría, dónde estaba yo.
Al día siguiente el diario La Segunda publicó un breve párrafo en el que informaba de la muerte de Víctor, como si hubiera fallecido plácidamente en la cama: «El funeral fue de carácter privado y sólo asistieron los familiares». Después todos los medios de difusión recibieron la orden de no volver a mencionar a Víctor. Pero en la televisión alguien arriesgó su vida insertando unos pocos compases de «la plegaria» sobre la banda sonora de una película norteamericana.
En recuerdo y homenaje a Víctor Jara y a Joan Jara.
Las fiestas patrias de Chile hace 52 años.
Tomado del libro de Joan Jara: «Víctor Jara,un canto truncado»
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