OCURRIÓ, CLARO QUE SÍ…HOY SIGO RECORDÁNDOLO
¿Qué hiciste durante la dictadura?Una irresponsable y audaz valentía de antaño me hace sonreír hoy ante amenazas y bravuconadas de ciertos derechistas y sus lacayos. Soy un hombre viejo, izquierdista en serio, y tengo derecho a contar ‘mi’ verdad. Si le desagrada, siga de largo…a mis 79 años de vida no me detendré por boquiflojos que pavonean sus mentiras
Arturo Alejandro Muñoz
Lo que usted leerá a continuación es un largo fragmento de mi novela “Con los ojos de mi padre”, texto semi autobiográfico, y tal como escribí en otra novela (“El honor de un cobarde”), “la duda está en aquel que lee, no así en quien escribe”.
Ahora bien, estimado lector, estas líneas tómelas o déjelas…pero no las olvide. Son parte de la Historia reciente de nuestro país, de esa Historia que nadie menciona, pero que ocurrió. Soy testigo y partícipe de ello.
Manuel Bustos fue detenido en la Plaza Artesanos y enviado al exilio. Rodolfo Seguel…a la cárcel.
El Comando Nacional de Trabajadores, para la Tercera Protesta, quedó en manos de la CEPCH, con Federico Mujica a la cabeza y yo como uno de sus asesores.
Realizamos una histórica primera marcha por las calles céntricas, saliendo en caravana desde la sede de la Confederación de Trabajadores del Cobre, ubicada en las cercanías del Paseo Huérfanos. La idea era entregar una carta a Pinochet en La Moneda. En ella solicitábamos un reajuste salarial, el término del exilio y de la censura, la fijación de plazos claros para el retorno a la democracia y el derecho a mantener organizaciones de libre pensamiento.
Esa carta también tuvo su historia interna, y vaya qué historia.
Los dirigentes sindicales nos reunimos en una amplia asamblea con los representantes de los partidos políticos (que tenían prohibición de existir y actuar), de las organizaciones estudiantiles y de las poblacionales. Se nos unieron también las directivas de algunos colegios profesionales, como el de los médicos y de los abogados.
La carta fue leída por Mujica y arrancó aplausos, pero hubo un tipo que se opuso a firmarla. Era el representante del MAPU, un hombre joven, de luenga barba negra y pelo largo. Adujo que no firmaría nada que pudiera ratificar la oficialización de Pinochet como jefe de estado. Se produjo una batahola de discusiones, gritos y manoteos. Pregunté a Federico por aquel individuo. “Es un exiliado –me respondió- Parece que regresó al país hace pocas semanas”.
Pedí la palabra y me dirigí, furioso, al individuo.
– Bastante tarde, compañero, ha decidido no firmar nada que se envíe a Pinochet. Sin embargo, ya le mandó el documento más importante y ahora quiere impresionar a los trabajadores con su posición de rebeldía estéril. Usted regresó a Chile hace algunas semanas desde el exilio, ¿verdad? Me gustaría preguntar cómo hizo para volver. Me imagino que tuvo la necesidad de firmar documentos en alguna de nuestras embajadas en el exterior, y si no me equivoco esos documentos en los que se solicita la autorización gubernamental para regresar al país, van dirigidos a Pinochet. Usted ha pensado audazmente que los trabajadores somos una caterva de ignorantes y ha querido impresionarnos con un discursito de utilería. ¡¡No firme nada si eso satisface su ego!! ¡¡Los trabajadores hemos iniciado esto, y los trabajadores terminaremos con Pinochet!! ¡¡Con o sin usted!!
– Muy bien, “tigre” –me susurró Mujica.
La doctora Fanny Pollarolo alzó su voz y pronunció un pequeño discursillo que debió tener mejor público, porque quienes estábamos ahí asumimos que la mujer hablaba a contra pelo, a “contra voluntad”, empujada oprobiosamente por las circunstancias vigentes, las que mostraban a un grupo de trabajadores organizando una parranda política que bien merecía estar en manos de los partidos populares. Pero, la hembra habló y con ello se produjo el arrastre del resto de los políticos disidentes e incrédulos.
“Las mujeres no podemos aún entender por qué hay hombres que gritan contra la dictadura pero que no hacen nada por terminarla, salvo hablar. Yo no he consultado a mi partido respecto de firmar o no la carta que el Comando de Trabajadores enviará a La Moneda, pero mi conciencia y mi compromiso son avales suficientes. Voy a firmar la carta ahora mismo, e invito a todos los compañeros de los otros partidos a sumarse”.
Nadie se atrevió a dejar en blanco el espacio reservado en la carta para su respectivo partido o movimiento. En desordenada fila, los representantes de las organizaciones polítícas estampaban sus rúbricas a la vez que gritaban a los cuatro vientos que “el partido tanto, o el movimiento cuánto, compañeros, acaba de firmar”, mostrando sus caras a las cámaras de televisión y a las lentes de los fotógrafos.
Pero no nos acompañaron en la marcha hacia La Moneda. El valor no les alcanzaba para tanto despliegue de coherencia. Así, los trabajadores salimos una vez más a las calles, con el pecho al frente y sin otras armas que nuestras conciencias y voluntades.
Llegamos a La Moneda a mediodía, rodeados de fuerzas policiales. Recibimos aplausos y gritos de apoyo en el centro. En la Plaza de la Constitución, en cambio, nos esperaba el “guanaco”, el “zorrillo” y muchos lumazos. Mujica ingresó al palacio de gobierno acompañado de Hernol Flores y Jorge Millán. A la salida, carabineros detuvieron a Millán junto a otros cinco trabajadores. Se produjo un pugilato fenomenal. Los “pacos” no se atrevieron a usar gases lacrimógenos frente a la casa de Toesca y eso les fue fatal. Nosotros superábamos las mil personas. Nos trenzamos a palos y puñetazos con la policía. Para los fotógrafos y camarógrafos era una fiesta. Recibí un fuerte golpe en las nalgas, pero me desquité dándole un puntapié en la rodilla a un Carabinero. Fuimos finalmente rodeados por la policía y Federico Mujica llegó a feliz acuerdo con el oficial a cargo de las fuerzas de orden. Nos retiramos del lugar y gastamos más de una hora en dar entrevistas a reporteros de la televisión argentina e italiana en la esquina de Agustinas con Morandé, a un costado del Banco Central. Después nos dirigimos hacia la comisaría cercana para sacar a Jorge Millán, tarea que fue rápida y exitosa, ya que bastó que Mujica firmara un documento en el que se garantizaba que Jorge se presentaría en el Juzgado de Policía Local de la Municipalidad de Santiago, para que los “pacos” lo dejaran en libertad.
La Tercera Protesta fue nuevamente violenta. Santiago parecía una ciudad en guerra. Muchos empresarios abandonaron el país, buscando la seguridad personal en territorios lejanos. Para variar, Pinochet tampoco estuvo en la capital durante esa jornada.
A comienzos de junio de 1983, viví un momento de angustia y temor.
Conducía mi taxi por Avenida Matta, a las dos de la madrugada, portando el permiso de la Guarnición de Santiago para trabajar durante el toque de queda vehicular (esas autorizaciones las había conseguido la empresa de Radiomóviles “Cordillera”), cuando en mi equipo de radio se escuchó la voz de M-11, un colega de inefable comportamiento y muy conocido en las calles.
– Eme seis…bájate una…
Accioné el dial y bajé una canal.
– Eme once…aquí eme seis…roger.
– Tenís bandidos a la cola, negro. Nos cruzamos en Plaza Bulnes y detrás de ti, como a media cuadra, te seguía un Opala azul con cuatro “gallos” adentro.
– ¿Seguro?
– Positivo, negro. Después volví a toparme contigo en Club Hípico, y el Opala siempre atrás. Ahora te crucé en Matta con San Ignacio y el Opala…siempre ahí.
– Eme seis….aquí eme cinco…..
– Adelante eme cinco….
– Estamos en “Rumba Ocho” con eme nueve, eme catorce y eme tres. Siga avanzando tranquilo compañero. Apague el “Libre” y diríjase a la Rotonda Pérez Zujovic. Ahí métase hacia el Club de Polo. Váyase despacio, como si nada ocurriera. Nosotros le seguiremos.
– Eme seis –M-11 volvía a hablar- Hazle caso al colega y anda a la Rotonda…..métete hacia el Club de Polo y espera nuestras instrucciones.
– QSL…QSL –respondí con temor evidente.
No me cabía duda que la CNI andaba tras mis pasos. Yo era el próximo “elegido” para desarticular el Comando Nacional de Trabajadores antes de la Cuarta Protesta, que ya había sido fijada por nosotros para el día catorce de junio. Si me agarraban, la paliza era segura y quizá….la detención y el exilio. Pensé en los mellizos. Qué diablos, había que jugársela. Mis colegas taxistas estaban dispuestos a ayudarme. Además ellos tenían clara conciencia de mis actividades sindicales, las que eran imposibles de disfrazar ya que mi rostro había aparecido repetidamente en la televisión y en los diarios aquellas semanas. Un reportaje sobre las protestas en un periódico me catalogó como “el delfín de Federico Mujica. El hombre de las ideas nuevas en el Comando Nacional de Trabajadores”.
Llegué a la Rotonda Pérez Zujovic siempre con un par de luces a la distancia, reflejadas en mi espejo retrovisor. Pero, sólo esas luces…nadie más parecía acompañarme. Para qué voy a negarlo; me entró un miedo bárbaro y estuve a punto de acelerar el Datsun para originar un “aprecué” urgido y rápido. Sin embargo, confié en mis colegas pues sabía que eran solidarios ante el peligro, y lo habían demostrado una infinidad de veces ante asaltos a otros taxistas.
Giré por la rotonda e ingresé hacia la calle que conducía al Club de Polo. Las viviendas del sector, verdaderas mansiones frente a la franciscana estructura de mi propia casa en La Florida, se encontraban con sus luces apagadas y los portones herméticamente cerrados.
La calle en cuestión era más bien amplia, con un bandejón central cubierto de pasto y flores.
Las luces del Opala aparecieron en el espejo. El coche de la CNI venía a una cuadra de distancia. Cinco cuadras adelante topé con el ingreso al Club. Rejas celosamente cerradas. Oscura soledad. Giré y retorné por la calle hacia la rotonda, enfrentando los faroles del Opala que avanzaba lentamente por la vía situada a mi izquierda-
– Eme seis….párate ahí. Mantén el motor funcionando y las luces altas. Cuando yo te indique, acelera y escapa a toda velocidad hacia Rumba Ocho.
Me detuve y el Opala hizo lo mismo. Nos separaban sesenta metros, no más. Estuvimos algunos segundos enfocándonos directamente. Por fin, mi radio trepidó.
– ¡¡Ahora, negro!! ¡¡Acelera y escapa a toda velocidad!!
El Datsun llegó a levantar el tren delantero y los neumáticos chirriaron como demonio. Salí cual bólido hacia la rotonda, pasando por el lado del Opala que comenzó a girar para perseguirme. Llegué a la Pérez Zujovic y me topé de frente con siete taxis que ingresaban a mediana velocidad hacia la calle del Club, con sus luces apagadas y abiertos en abanico. Reconocí al inefable M-11 y a M-5, el compadre de mi hermano.
Los taxis encerraron al Opala impidiéndole el paso. Después supe que tres de los taxistas se habían bajado de sus vehículos con fierros en las manos, mientras los otros cuatro se mantenían en sus vehículos, amenazando chocar de frente al coche de la CNI. Este, perdida su presa y abortada la misión de atraparme en caminos solitarios, optó por acelerar y huir hacia el oriente. Una batalla con taxistas sería algo imposible de ocultar a la prensa.
Durante dos meses dejé de trabajar el taxi y dediqué mis esfuerzos al sindicato, a INACAP y al Comando de Trabajadores.
En una conferencia de prensa dada por Federico Mujica, entre otros importantes temas, se tocó el asunto de mi frustrada persecución nocturna. Ningún periódico lo publicó.
– La única forma de evitar que lo maten, “tigre”, es logrando ser conocido a nivel nacional.
Federico me llevó a cuanta reunión, asamblea, conferencia y entrevista hubo en esos días. Muy pronto, mi nombre y mi rostro fueron medianamente conocidos por el país.
Pinochet nombró a Sergio Onofre Jarpa como Ministro del Interior, dos o tres días antes de la Cuarta Protesta que fue, precisamente, la más violenta de todas. A mediados de junio Jarpa sacó dieciocho mil efectivos policiales y militares a la calle. Hubo tiroteos, bombazos, incendios, destrozos, apaleos, más de veinte muertos y un desastroso daño a la propiedad pública. Como siempre, ese día Pinochet estuvo fuera de Santiago mientras su esposa, doña Lucía, se hallaba con sus hijas en Isla de Pascua.
Jarpa invitó a los representantes políticos del llamado “Acuerdo Nacional” a dialogar en La Moneda. Prefería conversar con ellos y no con nosotros, los trabajadores, que éramos los verdaderos artífices de la lucha contra el dictador.
Luego de conversaciones interrumpidas, tensas y extenuantes, se firmó un compromiso político que restó al movimiento sindical su figuración en el primer plano de la actividad nacional. Seguel y Bustos, desde sus lugares de aislamiento, bendijeron esa firma porque el partido al que pertenecían les ordenó hacerlo.
Una vez más, los trabajadores habíamos sido carne de cañón para que los hombres de los discursos y las mentiras, los vagos de siempre, pudiesen volver a las andanzas demagógicas.
Mi furia concluyó con mi renuncia al Comando Nacional de Trabajadores, días después que Vasco Estivales, un connotado dirigente de la Minera Andina, se auto excluyera de esa organización por las mismas razones.
Algunas radioemisoras me entrevistaron pues requerían saber las causas que originaron tal decisión. Fui claro y contundente. Repetí de manera sucinta los seminarios que habíamos dado a lo largo del país junto a la Fundación “Hans Seidel”, la que por cierto comprometió sus recursos para ampliar el programa con nosotros.
Al año siguiente, producto de nuestros esfuerzos y merced a ser conocidos por los hombres de prensa, tanto como por la opinión pública, la CORFO accedió a nuestras demandas y decidió sacar al coronel Coddou del cargo de “Rector” de INACAP. En su reemplazo sería nominado Patricio Escudero, otro coronel de ejército también retirado recientemente de su institución.
Una victoria a lo Pirro.
Recordé la frase favorita del “Bayoneta”: “todo tiene que cambiar, para que todo siga igual”.
Mientras, Elizabeth se había titulado y trabajaba en la Municipalidad de Santiago, con lo que mejoraba sustancialmente el presupuesto familiar. Los mellizos ya iban a la escuela y todo parecía marchar normalmente.
Me deshice del Datsun, alejándome para siempre de mi actividad como taxista. El trabajo en el Instituto y los viajes con la Fundación a los extremos del país, eran suficiente labor para un solo hombre, más aún si este debía preocuparse del sindicato y de la CEPCH.
Mi madre falleció el año 1985, en el mes de abril, víctima de un segundo ataque de apoplejía. Mi propio choclo comenzaba a desgranarse. Me sentí desamparado, por segunda vez en mi vida. En Brasil había sentido esa misma sensación cuando descendí del autobús de ONDA en el pueblo de Chuy, la noche de la vergüenza.
Meses después, comencé a escribir y ese nuevo oficio me atraparía completamente. Redactaba la mayoría de los artículos del Boletín Mensual del SINATI (el sindicato inacapino); también colaboraba con un par de columnas para la Revista de la CEPCH y realicé un interesante trabajo de investigación para la Fundación Hans Seidel, con un tema poco estudiado en Chile: el perfil del dirigente sindical. Escribí un par de cuentos que jamás publiqué y, finalmente, me lancé a la aventura con una novela: “Operación Almendra”, que escribí en corto tiempo (cuatro meses) aprovechando mis largas horas de estadía en la sede sindical.
Así pasaron los años, sin mayores novedades que aquellas desglosadas de un gobierno que se negaba a aceptar el nuevo sino de los tiempos.
En Europa comenzaba el derrumbe de los regímenes comunistas. Lech Walesa había sido, sin duda, el iniciador de la hecatombe marxista en Polonia con su sindicato “Solidaridad”, luchando contra el Kremlin soviético desde las trincheras laborales. Gran ayuda le significó que el Papa, Juan Pablo II, también tuviera la misma nacionalidad. Las noticias internacionales nos mostraban a países de la órbita moscovita tambaleando en sus estructuras económicas, frente a un mundo occidental que potenciaba cada vez con mayor fuerzas su exitoso sistema de libre mercado. En Chile, el partido comunista criollo perdía argumentos y su consistencia se debilitaba a ojos vista.
Acorralados por la situación concreta que les alejaba de las masas, idearon el “año decisivo”, 1986, año en el que aseguraban terminar definitivamente con la dictadura militar.
En septiembre, una tarde de domingo, varios miembros del Frente Manuel Rodríguez se apostaron en la curva de la cuesta “El Manzano”, camino a San José de Maipo, esperando el paso de la comitiva que traía a Pinochet de regreso de cortas vacaciones en los faldeos cordilleranos.
Atravesaron un automóvil y una casa rodante, cerrando el paso a la comitiva. Dispararon desde los cerros vecinos y lanzaron “rockets” a corta distancia contra el coche blindado en el que viajaba el general junto a su nieto. Hubo una verdadera carnicería. Cinco escoltas presidenciales resultaron muertos en el tiroteo, pero Pinochet salvó ileso gracias a la habilidad y sangre fría de su conductor que guió el vehículo en reversa hasta salir del atolladero y enfilar por la variante que lleva a Pirque y Puente Alto.
Esa noche, nuestro barrio en La Florida se llenó de helicópteros y militares que revisaban calle a calle, campo a campo, esquina a esquina. Sentimos balazos durante la noche entera y nadie osó siquiera mirar por las ventanas.
Los comunistas habían fracasado con su “año decisivo”. Además, la CNI y el servicio de inteligencia militar habían descubierto un voluminoso arsenal de armas en una playa del norte, “Carrizal Bajo”, provenientes quizás de Libia y destinadas a usarse luego del asesinato de Pinochet para iniciar la tan anunciada revolución.
Los días siguientes fueron tensos, duros y peligrosos. Un comando de la CNI asesinó a varios opositores, entre ellos al periodista José Carrasco. Detuvieron a representantes políticos de la oposición, y Ricardo Lagos cayó en manos de los agentes. Las embajadas volvieron a tener actividad, pues fueron muchos los que buscaron refugio en las legaciones diplomáticas.
Para nosotros, los dirigentes sindicales, todo ello marcaba un retroceso macabro. La Alameda se llenó con miles de personas que concurrieron –voluntaria u obligadamente- a tributarle apoyo al general. Se veía venir un nuevo período de restricciones. Lo peor era que, con el estúpido atentado, el país podría quedarse sin transición a la democracia, es decir, con un gobierno militar ad eternum.
En octubre de ese mismo año, la CNI me envió a INACAP una “cordial invitación” a conversar con el general Humberto Gordon en una de sus oficinas en la calle República. Ir, era peligroso. No ir, era fatal. ¿Qué había ocurrido? ¿Por qué a mí?
Lo conversé con Federico Mujica en CEPCH. Su opinión no me tranquilizó en absoluto; al contrario, me tuvo en ascuas hasta el momento que concurrí a calle República, un jueves a las dos de la mañana. Sí, a las dos de la madrugada. Esa había sido la hora propuesta por el Director de la CNI para sostener una reunión cuyo tema yo desconocía.
Según Mujica, al general y a la CNI le interesaba contar con información de primera mano sobre la tan publicitada OLD (Organización para la Libertad y la Democracia), que habíamos estructurado junto a Walter Antognini, Braulio Pacheco, Angel Aliaga, Jorge Varela y Federico Mujica, como respuesta a las actuaciones del Comando de Trabajadores y de los partidos políticos tradicionales que habían entrampado el proceso de retorno a la institucionalidad democrática.
Nacimos en medio de la polémica, pues Manuel Bustos sintió que la OLD era una organización de fachada cuyo único objetivo consistía en arrebatarle a él y a Rodolfo Seguel el liderazgo laboral. Nada más lejos de la realidad. Sólo pretendíamos abrir un cauce nuevo, honesto y asertivo para la discusión necesaria en orden a proveer de argumentos válidos a la oposición en sus intentos por acordar con los militares plazos claros para la transición.
Manuel Bustos llevó el asunto a otros terrenos y tuvimos que salir en defensa de ataques erróneos e injustificados. Yo fui el vocero de la OLD, por lo que hube de trenzarme en ásperos diálogos con Bustos a través de la prensa, reafirmando nuestra vocación independentista en lo sindical. Hubo momentos que los periodistas nos procuraban con insistencia para publicar declaraciones que sacaban chispas. En una de ellas acusé a Manuel de ser un producto del sector democristiano que creía firmemente que los sindicatos eran correas de transmisión para sus intentos de acceder al poder. Mientras, Jorge Varela, abogado, miembro de la OLD, era entrevistado en extenso por el periodista Daniel Galleguillos y la exclusiva fue publicada en el suplemento del diario “La Tercera” un día domingo. Ardió Troya, y Santiago también. Varela tuvo respuestas brillantes, que dejaron al desnudo la intromisión descarada e irrespetuosa de los partidos políticos en el mundo sindical, así como la torpeza e ingenuidad de algunos dirigentes de los trabajadores.
Según Federico Mujica, ese era el motivo que alimentaba el interés del Director de la CNI para conversar conmigo a tan extraña hora.
– De acuerdo –insistí- Pero, ¿por qué yo? Bien podría haber sido Jorge, Walter o usted mismo.
– La culpa es mía –reconoció el presidente de CEPCH- Yo lo califiqué a usted como “la gran esperanza del sindicalismo chileno”.
– ¿Cuándo y dónde? –pregunté divertido.
– Hace dos semanas, en un Taller realizado en ILADES. Deben haber asistido algunos camuflados de la CNI.
No acudí solo a la cita con el general Gordon. Mi valentía no alcanzaba a tanto. Federico me acompañó, previamente a haberle comunicado al invitante respecto de su participación. Gordon aceptó, aún sabiendo que el día anterior habíamos informado de esa extraña invitación a las embajadas de Alemania, Franc ia y Suecia…por si acaso…
A las dos de la mañana de ese jueves tibio, nos presentamos en la casa de calle República. Nos estaban esperando desde hacía largo rato, pues era imposible no observar a los tipos parados en ambas esquinas con “walkies talkies” en sus manos.
Ingresamos al lugar acompañados por tres soldados luego de haber sido “chequeados” minuciosamente en la entrada. Atravesamos un pasillo y llegamos al primer patio interior. Continuamos por otro pasillo hasta el segundo patio. Dos hombres de civil custodiaban una puerta. Era la oficina del general. No tuvimos que esperar, pues de inmediato fuimos recibidos por el Director de la CNI, el hombre más temido (después de Pinochet) en el Chile de 1986.
Era un hombre más bien bajo, calvo, algo regordete, de mirada franca y sonrisa burlona. Vestía uniforme aquella noche y bebía una infusión caliente que me pareció menta o boldo. Nos recibió con un apretón de manos, ofreciéndonos café y galletas. Un individuo entró a la oficina y sirvió lo ordenado por el Director. Este me miró fijamente y sonrió con ironía.
– ¿Lo reconoce? –me preguntó- Es el tipo que arranca uñas y corta bolas en este lugar.
– Prefiero recordarlo como el hombre que sirve café –respondí, luego de tragar saliva nerviosamente.
Mujica había estado en lo cierto. El general deseaba conocer a fondo los objetivos de la OLD y el por qué de mi disputa con Manuel Bustos. Entendí que el quid de todo aquello no era yo ni la nueva organización, sino Manuel. Sin mirar a Federico, barrunté que debíamos caminar con cautela en esa conversación. También concluí que nada iba a pasarme esa noche, al menos no en el cuartel central de la CNI, ya que Gordon también sabía que yo había informado a muchos otros sobre esa reunión. Hice de tripas corazón y saqué un valor que no conocía.
– Los problemas que tenemos con Bustos son públicos y notorios –dije con cierta tímida firmeza- La prensa los ha publicado en extenso. Es una lucha interna en el mundo sindical, que se ha salido de madre llegando a la opinión de la gente. Lamentable, pero es así.
– No son “esos” problemas los que me interesan –apuntó el general, dando un tono de autoridad a su voz- Mi mayor deseo es saber algo más sobre lo que Manuel Bustos está tramando, quién le apoya con dinero desde el extranjero, cuál es el próximo paso que pretende dar. Eso es lo relevante.
– Si yo lo supiera, general, hace mucho tiempo habría ganado la discusión que tengo con él –respondí.
– ¿No será que usted y los suyos están peleando también por un trozo de la torta que llega de Europa? Yo lo comprendo, amigo mío. Se trata de plata, dinero fácil y en buena cantidad.
– Si fuera por dinero, esta discrepancia con Manuel habría terminado. Un mal arreglo es mejor que un buen juicio, ¿no le parece, general?
– No, no me parece –insistió.
– Mire, no es el dinero lo que nos interesa en la OLD.
– No le creo –reiteró el general con mordaz ironía.
– El día que necesitemos dinero, señor, nos venderemos al gobierno. Ahí no habría problemas.
– ¿Estaría dispuesto a trabajar para nosotros? Eso me pareció entender.
– Soy presidente del sindicato de INACAP –expliqué con rabia y susto- En mi organización hay socios de todas las tendencias políticas. Seguiré insistiendo hasta la saciedad que el sindicalismo no debe ser correa de transmisión de nadie. Ni de los partidos ni del gobierno de turno.
– ¿Y si el sindicalismo chileno no cumple con esas características, qué piensa hacer?
– Renunciar. Dejar este asunto y dedicarme a otra cosa.
– ¿A la política? –me miró burlón.
– A otra cosa. Jamás a la política.
– Usted podría llegar a ser un magnífico hombre público. Requeriría algo de pulido solamente. No eche a la basura sus cualidades ni defraude a mis analistas.
El cuerpo me picaba intensamente, avisándome que la incomodidad atacaba mi conciencia poniendo al desnudo aquellas posibles virtudes y muchos defectos que mi persona podía tener. Federico me miró de soslayo y esbozó una leve sonrisa, mientras limpiaba su pipa. Pensé que estaba también en el juego, que me había empujado a esa cita porque creía en mis capacidades políticas y no deseaba que se perdieran en las brumas del tiempo.
– ¡Sus analistas, general! ¿Podría saber exactamente que han pensado ellos de este humilde y oscuro representante de los funcionarios de INACAP? ¿Me acusan de algo? ¿Opinan que soy un tipo peligroso, un marxista disfrazado de ovejita rosada?
– Su novela, “Operación Almendra”, habla por usted –contestó secamente.
– Pero, esa novela no ha sido publicada todavía –el miedo brasileño regresaba a mis huesos- ¿Cómo puede usted saber lo que digo en ella?
– Leyendo el borrador que guarda en el sindicato de INACAP, en la calle Teatinos Nº 727. Tan simple como eso. Eché de menos sus aventuras en Brasil, para qué se lo voy a negar.
Tragué saliva y estuve a punto de toser. Esos bellacos habían ingresado a la sede sindical a nuestras espaldas y fotocopiaron los borradores. Estaban completamente enterados de mis andanzas por Sao Paulo, las que supuse desconocidas para todos. Mujica también se sintió sorprendido, pues movió su trasero nerviosamente y se llevó la pipa a la boca, pestañeando seguidamente, indicador claro de que deseaba intervenir en la conversación.
– No se preocupe, amigo –dijo el general, apaciguando el tono de voz- La novela la hemos leído y releído. Es un buen libro. Entretenido. Con algunas ficciones y muchas falacias, pero divertido y ameno. En sus páginas desnuda usted su condición de “cometa”.
– ¿Cometa?
– Es decir, una persona que viaja sola en el espacio político y tiene brillo propio. Ojalá le vaya bien en su disputa con Bustos. El país se lo agradecerá. Puede contar con nuestra simpatía.
Al salir de la CNI, ya en el taxi rumbo a mi casa, Federico emitió un juicio certero, según se comprobaría semanas más tarde.
– Gordon quería conocerlo, “tigre”. Acuérdese que los “milicos” lo van a meter en más de
un problema muy pronto. Ellos ven en usted el instrumento que requieren para desarticular el Comando de Trabajadores.
– El Comando se suicidó hace más de dos meses –farfullé molesto- Además, no creo ser tan importante.
Lo primero que hice al día siguiente fue dar por terminada mi disputa pública con Manuel, negándome a recibir más periodistas y haciendo mutis por el foro cuando Bustos volvió a opinar sobre la OLD en el diario “Las Últimas Noticias”. En reemplazo de la lucha sindical, dediqué mi tiempo y esfuerzo a obtener dinero para publicar “Operación Almendra”. El sindicato me apoyó y la novela salió a la luz pública con algo de revuelo meses después, pero tuvo una crítica amable de los periodistas del área en los diarios “La Tercera” y “Las Últimas Noticias”. Las dos ediciones de la novelita se agotaron en menos de tres meses.
Una nueva Protesta estremeció luego al país, pero sus efectos fueron inesperados.
En esos días, poco después de la Convención de CEPCH en Reñaca, Manuel Bustos y Arturo Martínez fueron detenidos por agentes gubernamentales y Pinochet los relegó a Parral y Tocopilla, respectivamente. El Comando llegaba a su fin.